Infringiendo todas las leyes, tribunales compuestos por verdaderos facinerosos —como Anás, Caifás, Herodes y Pilatos— perpetraron las peores injusticias contra el divino Inocente, que aceptó la muerte en la cruz en holocausto para redimir al género humano. R.P. Agustín Berthe CSSR Pilatos conocía perfectamente la disposición de los judíos respecto a Jesús, porque desde hacía tres años, en toda Judea, en la Galilea y hasta en las naciones extranjeras, no se hablaba sino del Profeta de Nazaret. Su misma esposa, Prócula, iniciada en la doctrina de Jesús, le miraba como a un enviado de Dios. Pilatos se propuso arrancar este inocente a la odiosa venganza de aquellos fariseos hipócritas que él detestaba con todo su corazón. Dirigiéndose, pues, a los jefes del Sanedrín y señalando a Jesús con un ademán, les hizo esta pregunta: — “¿Qué acusación presentáis contra este hombre?” (Jn 18, 29). Esta interrogación tan natural en boca de un juez, cayó mal a los judíos. Aguardaban que Pilatos les entregara a Jesús sin forma alguna de proceso y le respondieron bruscamente: — “Si este no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos”. Evidentemente, según ellos, revisar un fallo del Sanedrín, no ratificar sin examen una sentencia pronunciada por él, era hacerle una injuria manifiesta. A semejante arrogancia, Pilatos respondió con una ironía que debió herirles profundamente: —“Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley”. — “No estamos autorizados para dar muerte a nadie”.1 — “Está bien mas de nuevo os pregunto ¿qué acusación formuláis contra este hombre?”. Estaba manifiesto que Pilatos no ratificaría lisa y llanamente la sentencia del gran Consejo; antes de pronunciarse sobre ella, procedería a examinarla. Era, pues, absolutamente necesario entablar un acto formal de acusación. Ahora bien, los príncipes de los sacerdotes sabían perfectamente que una acusación de blasfemia no haría más que provocar la hilaridad del pagano Pilatos, aquel filósofo escéptico que no tomaba la religión en sus labios sino para hacerla el blanco de sus burlas. A fin, pues, de impresionar al gobernador, transformaron a Jesús en agitador político: — “Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributo al César, y diciendo que él es el Mesías rey” (Lc 23, 1-2). Ni el mismo Satanás habría podido imaginar calumnia más descarada. ¡Imputar a Jesús el crimen de insubordinación! ¡A Jesús que predicaba al pueblo un reino puramente espiritual; que había rehusado la corona que se le ofreciera; que solo tres días antes de entregarse a los judíos, había enseñado en el templo el deber de pagar tributo al César! Mi reino no es de este mundo Pilatos no tomó en serio las groseras calumnias del Sanedrín. Sabía mejor que nadie cuál era la secta que tramaba las revoluciones y se alzaba contra el pago del tributo. No obstante, quiso examinar qué había en el fondo de tales acusaciones y por qué los judíos se encarnizaban contra este hombre tan dulce y modesto, tan humilde y a la vez tan digno, presentándolo como un criminal soberanamente peligroso. Dejando, pues, a los judíos vociferar a su antojo, se retiró a la sala del pretorio y ordenó a los guardias traerle al acusado. Jesús subió por la gran escalera de mármol2 que conducía a aquella sala y pronto se encontró a solas con el gobernador. Sin tomar en cuenta los cargos inverosímiles y ridículos que se hacían pesar sobre él, le preguntó Pilatos: — “¿Eres tú el rey de los judíos?”. — “¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?”. — “¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?”. — “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí” (Jn 18, 33-36). Lanzan contra Jesús las más monstruosas acusaciones Pilatos no, comprendió bien de qué reino hablaba Jesús, pero sabía ya lo bastante para convencerse de que el imperio nada tenía que temer de su interlocutor. ¿Qué podía contra el César y sus legiones el rey misterioso de otro mundo? Creyéndole, pues, un soñador inofensivo que tomaba sus quimeras por realidades, le dijo como para lisonjear su debilidad: — “Entonces, ¿tú eres rey?”. — “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. — “Y ¿qué es la verdad?” (Jn 18, 37-38). El romano había oído hablar de opiniones filosóficas y religiosas más o menos acreditadas, de intereses materiales que importaba tener en cuenta más aún que las opiniones; pero la verdad ¿quién la conocía?, ¿existía realmente la verdad? Evidentemente, tenía delante de sí a un visionario, a un hombre sencillo que profesaba doctrinas opuestas a las de los fariseos; pero ¿qué le importaban a él las controversias judaicas? Se volvió, pues, de nuevo a los príncipes de los sacerdotes y les dijo, mostrándoles a Jesús: — “Yo no encuentro en él ninguna culpa” (Jn 18, 38). Apenas, hubo proferido estas palabras, cuando estalló en la asamblea un espantoso tumulto. Los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo acumularon contra Jesús las acusaciones más monstruosas, a las cuales él sólo respondía con el silencio. Pilatos habría debido tratar con rigor a aquellos viles conspiradores, pero los vio en un estado tal de exaltación, que les tuvo miedo. — “¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan” (Mc 15, 4). Pero Jesús, sereno e impasible, no desplegó sus labios para defenderse, lo que desconcertó por completo al gobernador. Es enviado por Pilatos al palacio del rey Herodes para ser juzgado
Viendo su turbación, los judíos insistieron en el lado político de la cuestión. Según ellos, Jesús era un sedicioso que fomentaba por todas partes turbulencias e insurrecciones. — “Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí” (Lc 23, 5). A esta palabra: Galilea, Pilatos interrumpió a los judíos, viendo en ella una puerta de escape para verse libre de un asunto que ya comenzaba a inquietarle. — “¿Es acaso galileo este hombre?” Y como se le respondiera afirmativamente, agregó en seguida: — “En tal caso, pertenece a la jurisdicción de Herodes quien se halla actualmente en Jerusalén. Llevadle vuestro prisionero para que él le juzgue, ya que le corresponde de derecho” (cf. Lc 23, 6-7). Al decir esto, volvió la espalda a los conspiradores, fariseos y al populacho que veían con esto frustradas sus esperanzas y se retiró a su palacio, contento por haber encontrado tan oportuno expediente para salir del apuro. Ciertamente, había sacrificado la inocencia y traicionado la verdad; pero ¿no estaba su interés de por medio? Y, por otra parte, ¿qué cosa es la verdad? Hacia las ocho de la mañana, un heraldo de Pilatos llegaba a la casa de Herodes anunciándole que su señor por deferencia para con el tetrarca de Galilea, le enviaba un hombre llamado Jesús de Nazaret acusado de diferentes crímenes. Sin duda, él habría podido juzgar a este galileo aprehendido en territorio judío, pero prefería poner esta causa en manos de la autoridad de que Jesús dependía inmediatamente por razón de su origen y domicilio. Herodes se encontró tanto más lisonjeado con esta muestra de benevolencia, cuanto menos lo esperaba, pues desde algunos años estaba en completa desavenencia con el gobernador de Judea. Además, esta inesperada ocurrencia le procuraba la ocasión largo tiempo deseada, de ver al profeta de Nazaret. El rey disoluto, el marido incestuoso de Herodías, el asesino de Juan Bautista, se alegra de poder conferenciar con aquel sabio tan renombrado, con aquel poderoso taumaturgo aclamado por los pueblos hacía tres años. Herodes manda a Jesús de vuelta a Pilatos El palacio de Herodes se encontraba a unos cien pasos de la torre Antonia. Jesús, siempre cargado de cadenas, fue conducido allí por los jefes del Sanedrín en medio de la vocería de un populacho furioso. Le aguardaba Herodes sentado sobre su trono, rodeado de cortesanos que se prometían, así como su señor, un espectáculo por demás interesante. Para hombres licenciosos, todo se convierte en espectáculo, todo, hasta el sufrimiento, hasta el martirio y agonía del justo. Pero esta vez, quedaron sus esperanzas frustradas. Durante toda esta entrevista, a pesar de las injurias y atroces calumnias, Jesús permaneció con los ojos bajos y en el más absoluto mutismo. Herodes que presumía de docto y sabio, le interrogó largamente sobre las doctrinas controvertidas entre él y los fariseos, sobre sus milagros, proyectos y sobre su reino. De pie, delante de él, el Salvador le escuchó sin dar la menor muestra de emoción, sin pronunciar siquiera una palabra. Herodes y los suyos se miraban con asombro, confundidos y despechados. Creyendo llegado el momento de arrancar al rey una sentencia de muerte, los príncipes de los sacerdotes le representaron que aquel sedicioso se atrevía a llamarse el Cristo y el Hijo de Dios. Esperaban que el tetrarca de Galilea, el amigo de los romanos, salvaría la religión y la patria inmolando al blasfemo. Herodes invitó a Jesús a disculparse, pero no obtuvo ni una palabra, ni un ademán, ni una mirada, como si el acusado hubiera sido sordo y mudo (cf. Lc 23, 8-12). Jesús se dignó hablar a Judas, a Caifás, a Pilatos, aún al criado que tuvo la osadía de darle una bofetada; pero no habló a Herodes, porque este había ahogado las dos grandes voces de Dios: la voz de Juan Bautista y la voz de la conciencia. El Hijo de Dios enmudece ante el hombre que por sus crímenes y vicios desciende al nivel del bruto. El tetrarca tomó entonces una determinación en perfecta armonía con sus instintos. Enrojecidas todavía sus manos con la sangre de Juan Bautista, no se atrevía a mancharlas de nuevo con la sangre de otro mártir; prefirió divertirse a expensas de Jesús. Después de todo, se dijo, este mudo obstinado no pasa de ser un insensato inofensivo, bueno para costearnos la diversión durante algunos instantes y en seguida volvemos a enviarle a Pilatos para que haga de él lo que quiera. Semejantes ideas, dignas de tal amo, hicieron sonreír a la alegre corte que le rodeaba. Trajeron una vestidura blanca con la cual cubrieron al Salvador en medio del aplauso de los asistentes. Esta vestidura, distintivo de los grandes, de los reyes y de las estatuas de los dioses, era también la librea de los fatuos. Este Jesús que se decía el Mesías y el Hijo de Dios ¿no era acaso a los ojos de aquellos sabios el mayor de los necios, digno por ello del traje de ignominia? A fin de hacerle sentir todo su desprecio, Herodes lo entregó como un juguete en manos de sus criados y soldadesca, y cuando se hubo divertido a su antojo con sus juegos cínicos y burlas sacrílegas, lo devolvió a Pilatos con los mismos que se lo habían traído. No de otra manera obrarán los Herodes de todos los siglos: no pudiendo elevarse desde el lecho de fango en que yacen sumergidos, hasta la inteligencia de las cosas divinas, las despreciarán. ¡Muerte!, ¡muerte!, ¡queremos que muera! Hacia las nueve, los jefes del Sanedrín seguidos de una multitud cada vez más turbulenta, aparecieron de nuevo ante el palacio de Pilatos pidiendo a grandes voces la muerte de Jesús. Un hombre de conciencia habría declarado solemnemente la inocencia del acusado, y en caso necesario, dispersado por la fuerza a aquellos conspiradores y demás energúmenos azuzados por ellos; pero dominado siempre por el temor de comprometerse, Pilatos retrocedió ante el deber y se puso a contemporizar con los agitadores, lo que les hizo todavía más audaces. El preámbulo de su discurso revelaba no obstante cierta energía: — “Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto” (Lc 23, 13-15). Iba a continuar, cuando los revoltosos, presintiendo una sentencia absolutoria, prorrumpieron en gritos y amenazas de un furor diabólico. De tal manera se amedrentó Pilatos que, después de haber declarado la perfecta inocencia de Jesús, terminó su discurso de un modo singular y del todo inesperado. — “Ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré” (Lc 23, 15-16). Esta cobarde concesión trajo consigo las protestas más violentas. Si Jesús era inocente ¿por qué azotarlo? Y si era culpable ¿por qué tratarlo con miramientos? De todos los ámbitos de la plaza se dejaron oír aullidos feroces: — “¡Muerte!, ¡muerte!, ¡queremos que muera!”. A la vista de aquella horda de furiosos, Pilatos iba tal vez a ceder, cuando un incidente misterioso le hizo recobrar algún valor. Un mensajero enviado por su esposa le entregó una carta. Prócula le decía: “No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con él” (Mt 27, 19). Pilatos era incrédulo, pero como buen pagano, también supersticioso: creyó, pues, ver en este sueño un supremo aviso del cielo, en lo que por cierto no se engañaba y resolvió hacer la última tentativa para salvar a Jesús.
Prefieren a Barrabás que a Nuestro Señor Era costumbre antigua entre los judíos dar libertad a un preso con ocasión de las fiestas pascuales. El gozo del desgraciado libre de su prisión, les recordaba la alegría de sus padres al salir de la cautividad de Egipto. Dueños de Judea, los romanos no creyeron conveniente abolir este uso inmemorial y cada año el gobernador ponía en libertad a un reo a elección de los judíos. Pilatos resolvió aprovechar esta circunstancia para conseguir su objeto. Había entonces en la cárcel de Jerusalén un malhechor insigne llamado Barrabás cuyo solo nombre inspiraba espanto. Jefe de una gavilla de bandidos que desde largo tiempo se ocultaba en las montañas de Judá, había sido cogido en una sedición y condenado al suplicio de la cruz. Pilatos tomó el partido de dejar al pueblo la elección entre Jesús y Barrabás. Cinco días antes, este mismo pueblo había llevado a Jesús en triunfo, ¿iría ahora movido por execrable odio, a posponerlo a Barrabás? Pilatos se resistía a creerlo. Levantando pues la voz para poder ser oído por la multitud, recordó que en aquel día era costumbre poner en libertad a un criminal; luego, sin dar tiempo para reflexionar, hizo a los asistentes esta pregunta: — “¿A cuál de estos dos queréis que os entregue: al bandido Barrabás o a Jesús vuestro rey?”. Al oír el nombre de Barrabás, se produjo un movimiento de estupor y vacilación entre la muchedumbre; pero los jefes del Sanedrín, comprendiendo el peligro, comenzaron a esparcirse entre las masas para atizar las pasiones y persuadir a aquella turba enloquecida que pidiera la libertad de Barrabás. Así, cuando al cabo de algunos instantes Pilatos reiteró su pregunta, solo se oyó un clamor unánime y ensordecedor que repetía a sus oídos: — “¡Barrabás!, ¡queremos a Barrabás!, ¡danos a Barrabás!”. Indignado de semejante cinismo, Pilatos exclamó: — “¿Qué queréis, pues, que haga de Jesús rey de los judíos?”. — “¡Crucifícalo, crucifícalo!”, prorrumpió el pueblo enfurecido. A pesar de aquel horrible clamor, Pilatos insiste: — “¿Qué mal ha hecho?”. Pero la multitud no escucha; solo sabe clamar cada vez más furiosa: — “¡Crucifícalo, crucifícalo!” (cf. Lc 23, 17-23). Pilatos condena al inocente a ser flagelado Pilatos estaba vencido de nuevo. En vez de dictar una sentencia en nombre de la justicia, había temido contrariar las pasiones de un pueblo delirante y ahora aquel mismo pueblo encarnizado sobre su presa se convierte en amo, manda como dueño. Ya no ve ni oye; es un tigre sediento de sangre. Pilatos vuelve a su idea primitiva: ya que el pueblo quiere sangre, la tendrá, pero con cierta medida; hará flagelar a Jesús para dar a los judíos una satisfacción cualquiera y en seguida lo hará poner en libertad. Les propuso está transacción ya que no era posible aplicar la pena capital y, aunque reclamaban la crucifixión con frenética rabia, ordenó que se procediera a la flagelación.
Los romanos aplicaban este suplicio con tal crueldad, que a menudo las víctimas expiraban en él. Además, como en esta circunstancia solo se trataba de excitar la compasión del pueblo, los verdugos recibieron orden de no tener con Jesús conmiseración alguna. El inocente cordero fue llevado a la plaza pública contigua al palacio de Pilatos. Cuatro verdugos le desnudaron hasta la cintura, le ataron las manos a una columna aislada en aquel vasto recinto y tomando en sus manos el terrible látigo armado de bolas de hierro, comenzaron a descargarlo sobre Jesús con un furor verdaderamente infernal. La sangre corría en abundancia, las carnes se desprendían despedazadas, el cuerpo todo desgarrado no era más que una viva llaga. De esta manera se cumplía la profecía: “Ha sido despedazado por nuestras iniquidades” (cf. Is 53, 5). Los verdugos continuaron su obra hasta que el látigo cayó de sus manos. Entonces, desatando al Salvador, le llevaron casi exánime al patio del pretorio en donde se hallaba reunida la cohorte de soldados. En este patio tuvo lugar una escena de irrisión sacrílega más irritante aún que la flagelación. Como era preciso cubrir de algún modo aquel cuerpo desgarrado y bañado en sangre, los soldados inventaron vestir como rey de burla a aquel mismo Jesús a quien se acusaba de aspirar a la dignidad real. Le hicieron sentarse sobre un trozo de columna como si fuera un trono, arrojaron sobre sus hombros un jirón de púrpura color de escarlata a guisa de manto real y por cetro pusieron entre sus manos una caña. Le faltaba la corona; trenzaron una de espinas y la pusieron sobre su cabeza. Doblando entonces la rodilla, le decían mofándose: “¡Salve, rey de los judíos!” (Jn 19, 3). Y levantándose, le abofeteaban y escupían el rostro, y le golpeaban con la caña la corona hundiendo las espinas en su cabeza ensangrentada. Como en la columna de la flagelación, Jesús sufría estas humillaciones y torturas sin exhalar una sola queja. He aquí al hombre Después de esta innoble y cruel parodia, los soldados condujeron de nuevo a Jesús a la presencia de Pilatos. Este, movido a compasión; creyó que la vista de aquel espectro cubierto de sangre excitaría por fin la conmiseración del pueblo. Desde lo alto de una galería exterior; se dirigió una vez más a aquella multitud exasperada ya por la tardanza: — “Mirad, os lo saco afuera para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa”. Y Jesús, conducido por los soldados, apareció al lado de Pilatos con el rostro bañado en sangre, la corona de espinas sobre la cabeza y el jirón de púrpura sobre sus hombros. Extendiendo el brazo, Pilatos le mostró al pueblo exclamando con voz poderosa: — “¡He aquí al hombre!”. El infortunado juez imploraba la compasión de los judíos. La voz de los jefes respondió: — “¡Crucifícalo!”. Y la multitud repitió con gritos de furor: — “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. La vista de la sangre irritaba a aquellos monstruos en vez de calmarlos. Se indignó el corazón del romano ante semejante infamia y arrojando una mirada de desprecio sobre aquella turba dominada por el odio, les dijo: — “Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él”. Pilatos eliminaba, pues, resueltamente el cargo de sedición con que los judíos habían contado para doblegarlo. Viéndose descubiertos, se aferraron nuevamente al pretendido crimen de blasfemia que se le imputaba. — “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha hecho Hijo de Dios” (Jn 9, 4-7). Ignoras que tengo todo poder sobre ti
A estas palabras: Hijo de Dios, Pilatos sintió que se le helaba la sangre. Su mirada se detuvo una vez más sobre Jesús siempre tranquilo y paciente en medio de indecibles dolores e ignominias sin número. Le vinieron a la memoria aquellas palabras: “Mi reino no es de este mundo”, y se preguntó si no tendría delante de sus ojos a uno de esos genios benéficos que los dioses suelen enviar a los hombres para revelarles algún secreto. Los prodigios llevados a cabo por Jesús, el reciente sueño de Prócula, todo parecía confirmar sus temores. Aterrorizado ante el pensamiento de haber hecho flagelar tal vez a un inmortal, dejó a los judíos y entró de nuevo al pretorio en donde se hallaba Jesús para aclarar aquel misterio. — “¿De dónde eres tú?”. Pilatos conocía el origen humano de Jesús; en cuanto a su generación eterna, era demasiado incrédulo para admitirla. Sabía por otra parte, que si el Cristo se llamaba rey, su reino invisible no debía alarmar al César y eso bastaba para tranquilizarle. Jesús guardó silencio y esto acabó de desconcertar al gobernador. Se sentía subyugado por el ascendiente de un ser del todo superior a los demás hombres. No pudo, sin embargo, dejar de manifestar que aquel silencio le parecía ofensivo a su dignidad. — “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?”. A esta afirmación del derecho de juzgar sin tomar en cuenta la justicia eterna, opuso Jesús el derecho de Dios: — “No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubiera dado de lo alto”. Al mismo tiempo, su ojo divino penetraba hasta el fondo del alma del gobernador para reprocharle la iniquidad de su conducta. Con todo, teniendo en cuenta los esfuerzos que había hecho para arrancarlo a la muerte, agregó: — “Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor”. Pilatos es coaccionado para condenar a Jesús Trastornado e inquieto, se levantó Pilatos completamente decidido a cumplir con su deber, aunque atrajera sobre sí la cólera de los judíos. Volvió a anunciarles su resolución definitiva de poner a Jesús en libertad; pero los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo aguardaban aquel momento decisivo para asestarle el último golpe: — “Si sueltas a ese, no eres amigo del César. Todo el que se hace rey está contra el César” (Jn 19, 8-12). Pilatos cayó como herido por un rayo. Al oír el nombre de César, olvidó a Jesús, olvidó los derechos de la justicia, olvidó el sentimiento de su dignidad personal, lo olvidó todo. El César era el terrible Tiberio rodeado de sus delatores; era el monstruo que, por una simple sospecha, enviaba a la muerte a sus amigos y parientes. Se vio denunciado, destituido, perdido sin remedio y sobreponiéndose el interés a la conciencia, se decidió por fin a sacrificar a Jesús. Solo faltaba dar a la sentencia las formalidades requeridas por la ley. Ocupando una especie de estrado desde donde dominaba a la multitud, Pilatos hizo conducir ante él a Jesús atado y rodeado de guardias. Todos los ojos se fijaron en el juez y la víctima; todos los oídos se pusieron atentos para escuchar los términos de la sentencia que se iba a pronunciar. Pilatos paseó una mirada sobre la muchedumbre como si quisiera pedir gracia por la última vez y mostrando a Jesús cubierto de sangre y heridas, dijo con voz conmovida: — “¡He aquí a vuestro rey!”. Una fuerza superior le obligaba a proclamar la dignidad real de Jesús delante de aquel pueblo sublevado. Su voz quedó ahogada en medio del clamor general: — ¡Fuera, fuera, crucifícalo!” (Jn 19, 13-15). El romano trató de despertar los sentimientos patrióticos de aquellos judíos en otro tiempo tan ufanos de su nacionalidad y de sus príncipes: — “¿A vuestro rey voy a crucificar?”. — “No tenemos más rey que al César” (Jn 19, 15-16), respondieron cobardemente. He aquí, pues, a este pueblo de Dios, a estos pontífices, escribas y magistrados, a estos judíos que sin cesar se proclamaban los descendientes de Abraham y de David; vedlos aquí abdicando su nacionalidad, el reino del Mesías libertador, todas sus glorias del pasado, todas sus esperanzas del porvenir. Aquí están todos de rodillas delante del César reprochando a Pilatos no ser bastante adicto al emperador. Y ¿por qué todo un pueblo se prosterna con tanta impudencia a los pies de los paganos? ¿Por qué? ¡Por odio al Cristo Hijo de Dios; para alcanzar de Pilatos que le clave en un patíbulo y que derrame las últimas gotas de su sangre! El odio llevado hasta este extremo, no es ya un sentimiento humano. Acosado por los remordimientos, pero más apegado a su puesto que a su deber, quería a lo menos, ya que había resuelto inmolar al inocente, lanzar una solemne protesta contra el decreto que se le exigía. Suma vergüenza e hipocresía de Pilatos
Hizo, pues, traer agua y lavándose las manos en presencia de la asamblea, exclamó: — “Soy inocente de la sangre de este justo: vosotros responderéis de ella”. Un grito formidable salido de millares de pechos, resuena en la ciudad santa: — “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt 27, 24-25). Este grito subió hasta Dios y decidió la ruina de Jerusalén, el exterminio de todo un pueblo y la destrucción de la nación deicida. Un instante después, un heraldo proclamaba la sentencia dictada por Pilatos: “Jesús de Nazaret, seductor del pueblo, despreciador del César, falso Mesías, será conducido a través de la ciudad hasta el lugar ordinario de las ejecuciones y allí, despojado de sus vestiduras, será clavado en una cruz, permaneciendo suspendido en ella hasta su muerte”. Así terminó el más inicuo de todos los procesos. Los príncipes de los sacerdotes se felicitaron de su triunfo; la multitud ebria de sangre, batió palmas; Pilatos, taciturno y sombrío, volvió a su palacio para ocultar allí su vergüenza. Solo Jesús, el condenado a muerte, experimentaba en medio de sus dolores una alegría inefable: la hora del sacrificio que debía salvar al mundo, aquella hora por la cual suspiraba desde su aparición en la tierra, había por fin llegado. Violaron todas las leyes de la humanidad En todas las naciones civilizadas, se deja transcurrir un tiempo más o menos largo entre la sentencia y la ejecución de los reos condenados a muerte. Los romanos concedían hasta diez días de plazo; según las leyes judaicas las ejecuciones debían tener lugar después de la caída del sol. Pero estaba visto que, tratándose de Jesús, todas las leyes de la humanidad serían violadas, a fin de que todos comprendieran que un odio satánico perseguía a la santa víctima. Apenas proferida la sentencia, Pilatos entregó a Jesús a la rabia de los príncipes de los sacerdotes quienes decidieron fuera llevado sin tardanza al lugar del suplicio. Les pareció peligroso diferir la crucifixión hasta después de las solemnidades pascuales: ¿quién sabe si aquellas turbas desenfrenadas, después de haber pedido con frenesí la muerte de Cristo, no volverían a entonar ocho días más tarde el hosanna en su honor? Desde el tribunal, Jesús fue conducido al pretorio para los preparativos del suplicio. Cuatro verdugos le arrancaron el jirón de púrpura pegado a su cuerpo ensangrentado y le cubrieron de nuevo con sus vestidos ordinarios, prodigándole toda suerte de injurias. Le dejaron en la cabeza la corona de espinas a fin de provocar los insultos y burlas del populacho. El divino Inocente a camino del Gólgota Para envilecerle más aún, los príncipes de los sacerdotes sacaron de la prisión a dos ladrones condenados a muerte para exhibirlos al público y crucificarlos al lado de Jesús. Las cruces que los reos debían llevar al lugar de la ejecución se componían de dos maderos, de los cuales el principal tenía diez codos de largo y estaba atravesado en los dos tercios de su altura por el otro que medía la mitad del primero. Era este un peso abrumador para Jesús, agotado, como estaba ya por la pérdida de sangre, la fatiga y los dolores, sobre todo después de aquella horrible flagelación. Le impusieron bruscamente sobre sus hombros aquella cruz, símbolo de la infamia en la cual morían los esclavos, los ladrones, los asesinos, los falsarios. En lugar de quejarse, Jesús recibió con amor aquel patíbulo de ignominia, convertido para él desde ese día en el madero más precioso, el madero redentor del mundo, el trofeo de la más brillante de las victorias, el cetro del Rey de los reyes. Los dos ladrones colocados a ambos lados del Cristo, fueron igualmente cargados con su cruz. Terminados estos preparativos, los tres reos conducidos por los verdugos, llegaron a la plaza donde debía formarse el cortejo. Una multitud inmensa los recibió dando gritos de muerte y mostrando con el dedo, entre afrentosas burlas, al rey coronado de espinas, al Mesías entre dos ladrones. La trompeta dio la señal de partida y el ejército de deicidas se puso en marcha. Un pregonero iba a la cabeza proclamando los nombres y los crímenes de los reos; luego, los soldados romanos encargados de mantener el orden y facilitar el pasaje del cortejo. Seguía un grupo de hombres y niños que llevaban cuerdas, escaleras, clavos, martillos y el título que debía colocarse en lo alto de la cruz del Cristo. Tras estos, avanzaban los dos ladrones y al fin Jesús con los pies desnudos, cubierto de sangre, encorvado con el peso de la cruz, con pasos vacilantes como un hombre próximo a desfallecer. Inundado de sudor, devorado por la sed, jadeante el pecho, sostenía con una mano la cruz sobre sus hombros y levantaba con la otra el largo manto que embarazaba su marcha. Sus ensangrentados cabellos caían en desorden bajo las espinas que laceraban su frente; sus mejillas y barba manchadas de sangre de tal manera le desfiguraban, que era imposible reconocerle. Los verdugos le sujetaban con dos cuerdas atadas a la cintura y se divertían en fatigarle, ya tirándolo con violencia; ya golpeándole para apresurar su marcha.
Mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor Como cordero inocente que se lleva al matadero, Jesús soportaba estas crueldades sin dejar escapar una sola queja y en su magullado rostro cada uno podía leer la expresión más sublime del amor y de la resignación. En torno de él se agrupaban sus encarnizados enemigos, los príncipes de los sacerdotes, los jefes del pueblo, aquellos fariseos tantas veces reducidos al silencio por el gran profeta, felices ahora con poder arrojar sobre él las olas desbordadas de su implacable odio. Un destacamento de soldados mandados por un centurión a caballo, cerraba la marcha y mantenía a raya a aquella multitud de esclavos, vagabundos, hombres de la hez del pueblo que desde la mañana habían estado lanzando gritos de muerte y que acudían ahora al lugar de la ejecución, ávidos de ver correr sangre humana. El camino que Jesús debía recorrer, pedregoso y accidentado, medía cerca de mil doscientos pasos. Del Moriá descendía hacia la ciudad baja y luego volvía a subir por una pendiente escarpada para llegar a la puerta occidental de la ciudad. La crucifixión debía verificarse en el Gólgota, fuera del recinto urbano. La vía del Gólgota se llama con propiedad la vía dolorosa, ya que Jesús pudo decir al recorrerla: “Vosotros, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Lam 1, 12). Se puede también llamarla con no menos razón, vía triunfal, pues ella ha visto pasar armado de su glorioso estandarte, a un vencedor más grande que los Césares al subir al Capitolio. La humanidad jamás olvidará el camino del Gólgota. De todos los puntos del globo, los discípulos de Jesús se reunirán en Jerusalén para seguir paso a paso la senda que ha recorrido el Maestro, mezclar lágrimas de amor a las gotas de su sangre adorable y meditar los memorables episodios que han marcado las etapas de esa vía ya para siempre sagrada.
Notas.- 1. Jesús fue condenado por un tribunal romano, observa san Juan (18, 32), a fin , de que se cumpliese una de sus profecías. Había anunciado a sus apóstoles que sería crucificado. Los romanos crucificaban a sus condenados a muerte, mientras que los judíos reprobaban este género de suplicio. Condenado por el Sanedrín, Jesús no habría sido crucificado, sino apedreado. 2. Esta escalera de mármol blanco de veintiocho gradas de altura que Jesús regó con su sangre después de la flagelación, fue trasladada a Roma por orden del emperador Constantino. Es la Scala sancta, que se encuentra cerca de San Juan de Letrán. Los fieles suben por ella solo de rodillas.
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