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R.P. Raúl Plus SJ Muchos padres se quejan de sus escasos éxitos en cuanto a la obediencia de los hijos. ¿Tienen estos la culpa de ello? ¿No es más bien culpa de los padres? Falla la obediencia porque falla la autoridad. Para mandar se necesita tanta abnegación como para obedecer. Si se manda por el solo gusto de imponer una carga al prójimo, de dar sustento a la vanidad, de medir el propio poder, se quita a la autoridad su razón de ser. Esta no se ordena, en efecto, al provecho de quien la ejerce, sino al bien de los subordinados. Si con el fin de no coaccionar a nadie, se deja pasar todo, se omiten las prohibiciones pertinentes y se abandona al niño a sus antojos y caprichos, se falta también a la misión encomendada. La autoridad pide ser ejercida conforme a las circunstancias, sin duda, y evitando toda exageración. Que se ejerza; que se ejerza dentro de los límites del propio poder, he aquí lo que incumbe a los padres. Si por desidia o torpeza no se usa de ella o se usa mal, no hemos de maravillarnos de que desaparezca la obediencia. La autoridad supone un alma sosegada, animosa, dominada por el sentimiento del deber, atenta a los intereses del momento, exenta de todo impulso caprichoso y, sobre todo, de un anodino concepto del amor cual se encuentra, a veces, en aquellos o en aquellas (en las mamás principalmente) por confundir la ternura con la idolatría. Es indispensable que padres y educadores se armen de valor para poder entrar en liza y resistir los caprichos del niño; que tengan clarividencia para comprender en qué casos conviene mandar y en qué otros es mejor abstenerse de ello; para amoldar el mandato a la capacidad del sujeto; para adivinar los deseos y satisfacerlos; para oponerse a las veleidades caprichosas, a las manías y a los impulsos desordenados. Nada que sepa a opresión. Dense cuenta los padres de las necesidades de los hijos: necesidad de distraerse, de moverse, de aprender, de amar. Den libertad a todo lo que sea lícito. Esto señalará la medida justa para prohibir lo que es ilícito. Nada que conduzca a la supresión de la iniciativa.
Conviene poner a los niños, lo más a menudo posible, en condiciones de tomar por sí solos una decisión, de asumir pequeñas o grandes responsabilidades, sin dejar de vigilarlos —aunque se aparente lo contrario— y estando dispuestos a prestarles ayuda, en un momento dado, cuando titubeen o tomen decisiones poco atinadas. Conviene que, cuando obedece, el niño no lo haga a impulsos de una acción exterior, sino de la ley del deber, de la ley interna que el mismo Dios dejó grabada en el fondo del alma infantil. La educación de la conciencia es, pues, inseparable de la educación de la docilidad. Que el niño sepa que, si ha de obedecernos, es porque debe obedecer, ante todo, a Dios; padre y educadores no son sino intermediarios de Dios cerca de él. Las sanciones, necesarias en caso de infracción, no deben ser nunca un indicio de impresionabilidad o humor de los padres, sino siempre y únicamente una reparación por la moral quebrantada.
* Adaptado del libro Cristo en el Hogar, Ed. Subirana, Barcelona, 1960, p. 584-586.
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