Pregunta Tengo amigos que no comprenden cómo Jesucristo, siendo Dios, podía tener una vida verdaderamente humana, y por eso yo quisiera saber cómo eran la Persona y la vida humana de Nuestro Señor Jesucristo. En otros términos, cómo era posible que Nuestro Señor sintiera dolores físicos o aflicciones morales, si al mismo tiempo, siendo Dios, vivía en la absoluta felicidad de la Santísima Trinidad. Y también si, por ejemplo, Él podía contraer alguna enfermedad, resfriarse, etc. Respuesta Al hacer la señal de la cruz, símbolo del cristiano, declaramos nuestra fe en los tres mayores misterios de nuestra religión: la Santísima Trinidad, la Encarnación del Verbo y la Redención del género humano por la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. La respuesta a esta interesante pregunta se relaciona con estos tres grandes misterios. Con la Santísima Trinidad, porque en Nuestro Señor, como dice San Juan al comienzo de su Evangelio, fue el propio “Verbo de Dios [que] se hizo carne y habitó entre nosotros”; con la Encarnación, porque en Jesucristo la naturaleza divina y la naturaleza humana están unidas substancialmente, y no apenas accidentalmente, en una sola Persona; y con la Redención, porque fue al sufrir en su Cuerpo y en su Alma y al morir en la cruz que resarció la justicia divina y nos redimió: en el Credo confesamos que “fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado”. Dos naturalezas en la Persona del Redentor El presupuesto de los misterios de la Encarnación y de la Redención es, de hecho, que Jesucristo posee la misma naturaleza que nosotros y, por eso, es verdadero Hombre y no apenas una apariencia o un “cuerpo etéreo”, como pretendieron, ya en los orígenes del cristianismo, los herejes docetistas, para los cuales la honra de Dios se sentiría “ultrajada” por una unión con la materia.
Los Evangelios narran su vida humana desde la concepción en el seno purísimo de María hasta su muerte, y Él mismo se proclama con especial predilección “Hijo del Hombre”. Los apóstoles, a su vez, reconocen en Él la naturaleza humana completa. Tanto en su divino Cuerpo, que ellos vieron, tocaron con sus manos y en el cual San Juan recostó la cabeza, cuanto en su Alma, de cuyas emociones ellos dan testimonio, describiendo sus movimientos de amor, de piedad, de tristeza, de alegría y hasta de indignación contra los mercaderes del Templo. San León Magno, en su carta a Flaviano, describe con gran poesía y rigor teológico cómo operaban las dos naturalezas, la divina y la humana, en la Persona del Redentor: “Salvada entonces las propiedades de cada una de las dos naturalezas, que concurrieron a formar una sola persona, la majestad se reviste de humildad; la fuerza, de debilidad; la eternidad, de lo que es mortal […]. Tomó la forma de un siervo sin la mancha del pecado, elevando lo que era humano sin rebajar lo que era divino, porque por ese rebajamiento por el cual de invisible se hace visible, y aun siendo señor y creador de todas las cosas, quiso ser de los mortales, fue condescendencia de la misericordia, no debilidad del poder. “Porque conservando la forma de Dios hizo de hombre, se hizo hombre en la forma de siervo. Cada naturaleza conserva, de hecho, sin defecto aquello que le es propio. Y como la naturaleza divina no suprime la de siervo, así la naturaleza de siervo no trae ningún daño a la divina. […] De hecho, cada una de las dos naturalezas, opera conjuntamente con la otra en aquello que le es propio: y así el Verbo, aquello que es del Verbo; la carne, a su vez, aquello que es de la carne. La una brilla por sus milagros, la otra, sometida a las injurias. Y como al verbo no le conviene nada menos que la igualdad con la gloria paterna, así la carne no abandona la naturaleza humana”. Cristo en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado Es por el hecho de ser simultáneamente verdadero Dios y verdadero Hombre que Nuestro Señor podía padecer el dolor y las debilidades de la condición humana. Por eso, el Concilio de Éfeso (431) anatematizó a aquellos que se negaban a admitir que “el Verbo de Dios padeció en la carne y fue crucificado en la carne, y gustó de la muerte en la carne” (canon 12). Aunque la unión hipostática entre la naturaleza divina y la naturaleza humana en la Persona de Nuestro Señor Jesucristo sea para nosotros un misterio superior a nuestro entendimiento, es posible deducir algunas verdades relativas al efecto de esa unión sobre su humanidad santísima. Una vez que Nuestro Señor vino para salvar a todos los que poseen la naturaleza humana, sin acepción de persona, Él debería someterse a ciertas carencias que pertenecen a esa naturaleza y que le son, por así decir, inherentes después de la caída de Adán. No podía, no obstante, someterse a aquellas que repugnasen a la ciencia y a la santidad perfecta, propias de la unión hipostática con el Verbo, como el ser sujeto a la ignorancia, tener dificultad para hacer el bien o sufrir los ataques de la concupiscencia. Igualmente, el Redentor no podía tener carencias que no pertenecen al género humano en cuanto tal, pero que afectan apenas a algunos individuos en razón de una causa personal específica, tales como deficiencias congénitas o adquiridas accidentalmente, y que implican una inferioridad personal incompatible con su dignidad de Mesías.
No obstante, entre las indigencias inherentes a la naturaleza humana, existen también aquellas que son comunes a todos nosotros y ligadas a la posibilidad de sufrir y de morir: el hambre, la sed, el cansancio, el dolor, la tristeza, la angustia, el temor, etc. El Evangelio las atribuye a Jesucristo, y Santo Tomás de Aquino, resumiendo el pensamiento de los Padres de la Iglesia, señala tres razones de conveniencia para ello: 1) Para que ellas manifestasen de modo más perfecto la verdad de la Encarnación; 2) para que, por el sufrimiento, Jesús pudiera resarcir la justicia divina en representación de la humanidad; 3) para ser un modelo de cómo soportarlas con brío y resignación. Una cuarta razón es aún señalada por la Epístola a los Hebreos: conociendo experimentalmente nuestras miserias, Jesús podía compadecerse de nosotros con un Corazón aún más misericordioso. Sin embargo, a diferencia de los demás hombres —excepción hecha de la Santísima Virgen, concebida sin pecado original—, que contraen tales deficiencias en razón del pecado, Nuestro Señor Jesucristo las abrazó voluntariamente, porque Él podría, de hecho, haber asumido la naturaleza humana en la perfección que ella poseía en el estado de inocencia original, acrecentada por los dones preternaturales que corregían sus deficiencias (inmortalidad, impasibilidad y ciencia infusa). Pero Él prefirió hacerse semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (Flp 2, 6-7). No es, por lo tanto, por un milagro que Jesús sufrió, sino por tener un cuerpo y un alma pasibles de sufrir y de morir. De hecho, no hay ninguna contradicción ni incompatibilidad en el hecho de que un alma glorificada (como la de Cristo, que gozaba permanentemente de la visión beatífica) esté unida substancialmente a un cuerpo pasible, ni que el alma esté arrebatada, en su parte superior, por la contemplación del Bien infinito, mientras sus facultades inferiores continúan ejercitándose de modo normal, pasando por movimientos de alegría o dolor, esperanza o temor, etc. La enfermedad no es condición necesaria de la naturaleza humana En cuanto a la pregunta concreta de nuestro consultante, si Nuestro Señor Jesucristo podía contraer alguna enfermedad, los Padres de la Iglesia negaban que Él hubiese asumido enfermedades. No solamente porque no existe ninguna mención de alguna enfermedad de Jesús en los Evangelios, sino porque la enfermedad no es una condición necesaria de la naturaleza humana. Es verdad que gran parte de los hombres sufre diversas enfermedades, pero no es verdad que toda la humanidad sufra de alguna enfermedad en particular, ni que haya cualquier enfermedad específica que pertenezca universalmente a la naturaleza humana. De donde se deduce que ninguna enfermedad particular fue asumida por Nuestro Señor. San Atanasio añade que sería inapropiado que no fuese completamente sano Aquel que debía sanar a los demás. En sentido contrario, las debilidades propias de la ancianidad son comunes a la humanidad entera. Por lo tanto, si Jesucristo la hubiese alcanzado, habría sufrido los achaques de esta sin perder en nada su dignidad de Hijo de Dios, del mismo modo como padeció de manera encantadora las debilidades propias de la infancia, que nos encantan junto al Pesebre. Y, hacia el fin de su vida terrena, podría haber fallecido de muerte natural de modo infinitamente venerable, como María Santísima. Pero, para nuestra salvación, Jesús quiso padecer, en la plenitud de la edad madura, la muerte violenta en la Cruz. La meditación sobre la veneración intrínseca de la ancianidad, la cual, a pesar de sus achaques, no es en sí incompatible con la dignidad infinita del Hombre-Dios, es muy estimulante y actual, como respuesta católica a la propaganda atea y cruel que hoy es hecha en favor de la eutanasia, la cual crea en nuestros ancianos un complejo de culpa por ser económicamente improductivos. Cuando, en realidad, a los ojos de Dios, su resignación, unida a los sufrimientos de nuestro divino Redentor, vale más que el oro ♦
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