Pregunta Monseñor: Analizando la actual coyuntura mundial, de todas las sabias y proféticas palabras contenidas en las Sagradas Escrituras, la única que realmente no se puede considerar realizada es la que dice “paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Todas las demás encontraron asiento en nuestra realidad: “Yo no vine a traer la paz, sino la espada”, “pondré a hermanos contra hermanos”, “estrecho es el camino de la salvación”, etc. ¿Cómo, pues, no incidir en presunción al arrogarse la condición de “hombre de buena voluntad” y, por lo tanto, merecedor de la “paz en la tierra”? ¿Esa “paz” tiene un precio? ¿Cuál sería la naturaleza de esa “paz”? Dejo constancia de que conozco el dicho: “si vis pacem, para bellum” [si quieres la paz, prepárate para la guerra]. ¿Esa es, entonces, la única verdad? Respuesta Tiene usted toda la razón al levantar esa cuestión. Los medios de comunicación nos traen cada día su angustiante elenco de noticias deprimentes: guerras, atentados, disturbios, criminalidad y matanzas. Y, a nivel familiar e individual, lo que prevalece son desavenencias y rupturas, que conducen a depresiones y otros disturbios de la salud. Un mundo en caos y al borde de un colapso, donde prevalece la “ley de la selva”. De ahí la popularidad de películas que, bajo diversos prismas, anuncian el fin del mundo o, al menos, el fin del mundo actual. Frente a este cuadro apocalíptico, existe el peligro de la presunción, señalado por el consultante, pero también el peligro opuesto, de la desesperación: imaginar que el mal es irreversible o, entonces, que definitivamente Dios dio las espaldas al mundo. La primera y la segunda rebelión contra Dios Surge, entonces, la pregunta: ¿Este caos es remediable? ¿Cuál es el precio que debemos pagar para obtener la paz? En realidad, una vez que Dios crea con sabiduría, la creación posee orden: “Todo lo has dispuesto con peso, número y medida” (Sab 11, 20). Fue a raíz del pecado que el desorden se introdujo en este maravilloso concierto. Primero ocurrió la rebelión de Lucifer y sus secuaces, que quisieron “ser como dioses”. Hubo entonces “un combate en el cielo” y el orden fue restablecido por la enérgica reacción de San Miguel y de sus legiones al grito de “¿Quién como Dios?” (Ap 12, 7-8). El drama volvió a repetirse en la tierra. Dios creó a los hombres en el Paraíso para que ellos tuviesen felicidad en esta vida y, sin pasar por la muerte, fuesen directamente al cielo. Además de imperar sobre la naturaleza y los animales, Adán y Eva gozaban de dones preternaturales (es decir, dones por encima de la naturaleza humana). Por el don de la impasibilidad, ninguna perturbación espiritual o física podía alterarles la felicidad natural. Por el don de la integridad, su apetito sensitivo no tenía el menor movimiento desordenado y se regulaba por la razón. Ellos y sus descendientes vivirían en perfecta armonía con Dios y con la naturaleza y en una paz perfecta consigo mismo y con sus semejantes. No obstante, como toda criatura racional, era necesario que sean sometidos a una prueba. Y una vez más, fue el pecado lo que vino a frustrar el plan divino. Nuestros primeros padres se dejaron engañar por la serpiente, que les prometió que “serían como dioses” si comían del fruto prohibido. Las consecuencias del pecado fueron inmediatas: perdieron la gracia divina y los dones preternaturales; comenzando a sentir en carne propia la rebelión de las pasiones. Asimismo, fueron expulsados del Paraíso y puestos en este “valle de lágrimas”, en medio de una naturaleza hostil, sujetos a enfermedades y a la muerte: “Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte” (Rom 5, 12). La verdadera paz y la espada para mantenerla A partir del pecado original, una invasión de pecados inundó el mundo y tuvo su primer episodio en el fratricidio de Caín por envidia de Abel. Le siguió la desdichada existencia terrena, llena de desavenencias y conflictos, de la cual se lamenta el profeta Jeremías: “Se espera la paz, y no hay bienestar, al tiempo de la cura sucede la turbación” (Jer 14, 19). Sin embargo, el hombre no fue abandonado por Dios. Volviéndose a la serpiente, le dijo Dios: “Pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu raza y la descendencia suya: ella quebrantará tu cabeza” (cf. Gén 3, 15), primer anuncio misterioso del Mesías que nacería de las entrañas purísimas de María. Y, efectivamente, “cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gál 4, 4), el “Príncipe de la Paz” (Is 9, 6), para reconciliar a la humanidad con Dios y a los hombres entre sí. Fue esa la Buena Nueva que los ángeles anunciaron a los pastores en la gruta de Belén: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). No la paz como el mundo la entiende y la da: “La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy yo como la da el mundo” (Jn 14, 27), dijo Jesús a los Apóstoles. “Él es nuestra paz”, concluye San Pablo, pues al reconciliar a judíos y gentiles con Dios y entre sí, Nuestro Señor quiso hacer en Sí mismo “un único hombre nuevo, haciendo las paces” (Ef 2, 14-15). Los frutos del Sacrificio de la Cruz permitieron al hombre redimido alcanzar nuevamente el cielo, pero no le restituyeron los dones preternaturales de que gozaba en el Paraíso. La Redención evidentemente no suprimió la libertad humana, por lo que los hombres pudieron escoger entre amar a Dios o continuar rebelándose contra Él por el pecado. La paz de Cristo, por lo tanto, no elimina la lucha interior: “Tomad las armas de Dios —advierte el Apóstol— para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas. Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para [anunciar] el evangelio de la paz” (Ef 6, 13-15). Por otra parte, ese Evangelio de la verdadera paz es rechazado por muchos. Lo que obliga a los seguidores de Nuestro Señor a luchar para que se preserven de las insidias de los malos. Su Iglesia es militante. La paz de Cristo no es hecha de relativismos con relación a la verdad, ni de compromisos con el mal: “No penséis que he venido a la tierra a sembrar la paz: no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa” (Mt 10, 34-36). «La justicia producirá la paz» De hecho, como enseña Santo Tomás de Aquino, la verdadera paz no es apenas la concordia —el acuerdo de voluntades entre varias personas—, sino que presupone que los deseos y designios discordantes del hombre sean unificados en su corazón, bajo la égida de un amor más poderoso que los absorba, que es la caridad: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón […] [y] a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37-39). Por eso, como dice San Agustín, la paz interior es “la tranquilidad del orden” y la paz exterior, “la unión de los corazones en el orden” (De civitate Dei, c. XIII, 19).
No obstante, si la paz es el fruto propio de la caridad, ella puede ser indirectamente fruto de la justicia, en la medida en que esta última aleja de nosotros las causas de la desunión. De allí el conocido refrán bíblico opus justitiae pax: “La justicia producirá la paz y el derecho asegurará la tranquilidad” (cf. Is 32, 17). De aquel amor a la justicia —que supone el respeto de los derechos de cada uno— nace el derecho a la legítima defensa individual o colectiva, en función del restablecimiento del orden violado. De manera que la fuerza material del agresor sea derrotada por la fuerza moral del derecho. Lo que incluye pues el derecho de un conjunto de pueblos a defender a otros de una agresión, como sería, por ejemplo, una cruzada internacional contra el Estado Islámico para proteger la soberanía de Iraq y los derechos de sus habitantes, en particular de los cristianos. El Papa Pío XII expresó esta verdad en el mensaje de Navidad de 1948: “El precepto de la paz es de derecho divino. Su fin es la protección de los bienes de la humanidad, en cuanto bienes del Creador. Ahora, entre esos bienes algunos son de tanta importancia para la convivencia humana, que su defensa contra la agresión injusta es sin duda plenamente legítima. […] La seguridad de que tal deber no dejará de ser cumplido, servirá para desanimar al agresor y hasta para evitar la guerra, o al menos, en la peor de las hipótesis, para abreviar los sufrimientos. Queda así mejorado el axioma: ‘si vis pacem, para bellum’, como también la fórmula ‘paz a todo costo’”. El recordado Papa Pacelli denuncia, por un lado, el falso irenismo (del griego eirene, paz) de los que propician cualquier tipo de capitulación ante los agresores que garanticen una paz precaria e ilusoria, y, de otro lado, la belicosidad enfermiza de los pueblos que se creen continuamente amenazados y que juzgan que “la mejor defensa es el ataque”, como parece ser hoy el caso de la Rusia de Putín. Si el mundo contemporáneo nos da el espectáculo deprimente descrito en la pregunta, es porque se apartó de Dios y de su Ley, rechazó a la Iglesia Católica como Madre y Maestra, y renunció a los beneficios de la Cristiandad. No encontrará, pues, la paz ni la felicidad mientras no retorne al verdadero orden, cuyo cimiento es “la roca indestructible e inmutable de la ley moral, manifestada por el mismo Creador mediante el orden natural y esculpida por Él en los corazones de los hombres con caracteres indelebles” (Pío XII, Mensaje de Navidad de 1941). ♦
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