Un auténtico reformador
El siglo XVI, que vio fermentar la herejía de Lutero y congéneres, asistió también al florecimiento de una pléyade de grandes santos que emprendieron la gloriosa Contra-Reforma católica. San Andrés Avelino fue uno de ellos. Plinio María Solimeo Castronuovo, pequeña ciudad del entonces reino de Nápoles, fue la cuna de Lancelote, hijo de Juan Avelino y Margarita Apella, matrimonio piadoso que apreciaba más los bienes espirituales que los materiales, que no les faltaban. Al nacer, consagraron al niño a la Santísima Virgen y se esmeraron en proporcionarle una educación profundamente cristiana. Antes de comenzar a hablar, el bebé ya había aprendido la señal de la Cruz. Todo en él parecía predecir su futura santidad. Su infancia fue pura e inocente. Bien temprano demostró una tierna devoción a la Santísima Virgen, iniciándose en el rezo diario de su Rosario. El niño estaba dotado de facilidad de palabra. Sus compañeros de infancia le decían: “Mira, Lancelote, tú que sabes hablar, decid alguna cosa para entretenernos”. El pequeño no se hacía de rogar. Subiendo a una piedra, comenzaba a hablar como un consumado predicador. A veces explicaba el catecismo, otras narraba la vida de algún santo y muy frecuentemente exhortaba a su pequeño auditorio a rezar el Rosario, obedecer a los padres y maestros, y a cumplir con honestidad sus deberes. ¡Y cómo era oído con atención! Estábamos en una época muy diferente de la nuestra... Brillantes estudios, esmerada virtud Después de sus primeros estudios, fue enviado a Venecia para cursar humanidades y filosofía. Se transformó en un adolescente robusto y de fina apariencia, lo cual le valió muchos sacrificios y grandes luchas para preservar el tesoro de la castidad, que él amaba con amor combativo. Varias veces tuvo que huir para escapar de las celadas que le eran urdidas. Una vez fue asediado por una mujer de mala vida, que quería inducirlo al pecado; también por la propia ama que lo había criado y que estaba de paso por su casa. Por eso quiso protegerse tomando el estado clerical, recibiendo la tonsura de manos del Obispo diocesano. Volvió entonces a Nápoles, donde se doctoró con brillo en jurisprudencia. Fue también ordenado sacerdote. El Padre Lancelote, cuya virtud ya era admirada por muchos, fue entonces escogido para reformar un convento de monjas decadentes, que vivían en total desorden. Pacientemente, comenzó a combatir el relajamiento y a incentivar la práctica de la virtud, cohibiendo los abusos, principalmente la visita asidua de seculares al convento. Poco a poco fue ganando aquellos corazones entibiados y reencendiendo en ellos el fuego del amor de Dios. El convento pasó a ser la admiración de la ciudad, por su fervor y deseo de virtud. Pero no todos quedaron edificados. Algunos jóvenes no gustaron de verse privados de las visitas al convento; para vengarse, contrataron a un sicario, que asestó al P. Lancelote varios golpes de espada especialmente en el rostro, dejándolo extendido sobre un charco de sangre. Felizmente ninguna herida fue mortal y él se recuperó milagrosamente, sin quedar con la más mínima cicatriz en el rostro. El Virrey de Nápoles quiso castigar a los autores del atentado, pero el P. Lancelote no lo permitió. Dios se encargó de ello: el sicario que perpetró el atentado fue muerto por un hombre cuya casa había deshonrado con una acción impúdica. De sacerdote y abogado, a religioso teatino
El P. Lancelote ejercía también con brillo la abogacía en la Curia eclesiástica. Cierto día, defendiendo a un amigo suyo, en el fuego y vehemencia con que hablaba dejó escapar una mentira artificiosa. Este episodio, aparentemente de poca monta, fue la ocasión que la Providencia quiso servirse para atraerlo a una vida más perfecta. Llegando a su casa y rememorando el hecho, tomó las Sagradas Escrituras y abriéndolas al acaso, se deparó precisamente con estas palabras del Libro de la Sabiduría: “La boca que miente da muerte al alma”. Su arrepentimiento y su dolor fueron tan grandes, que resolvió abandonar el mundo y entrar en la Orden de los Teatinos, fundada hacía 30 años por San Cayetano de Tiena, y que perseguía especialmente la reforma del clero. Tenía por entonces 35 años de edad. Realmente, había en la época tal decadencia religiosa en sectores del Clero, que hasta llegó a popularizarse el adagio: “Si quieres ir al infierno, hazte clérigo”. Promete adquirir una nueva virtud cada día Por amor a la Cruz, Lancelote escogió en religión el nombre del Apóstol San Andrés, en ella martirizado. Su deseo de perfección era tan grande que, inspirado por la Providencia, además de los tres votos normales de obediencia, pobreza y castidad, hizo dos votos heroicos más: el de negar en todo la propia voluntad y el de adquirir un nuevo grado de virtud cada día. En su noviciado, era necesario antes reprimir su fervor de que probarlo, pues cuando más lo humillasen, más feliz se mostraba. Las penitencias que hacía estaban muy por encima de las normalmente pedidas a los novicios. Apenas hecha la profesión religiosa, pidió permiso a los superiores para ir hasta Roma a visitar la tumba de los Apóstoles y de los mártires y ganar las indulgencias debidas. Al volver a Nápoles, le fue dado el cargo de Maestro de Novicios, que ejerció durante diez años con suma prudencia y caridad, lo cual hizo que lo escogiesen como Superior. San Andrés Avelino fue después encargado de fundar dos nuevas casas de la Orden, una en Piacenza y otra en Milán. En la primera ciudad, predicó contra el exceso de lujo en las mujeres y convirtió a varias pecadoras públicas. Sus prédicas sobre la reforma de vida desagradaron a algunos, que apelaron al Duque de Parma pidiéndole que deportase al importuno de sus Estados. Pero el Duque quiso certificarse directamente del caso, y después de haber conversado con el Santo, pasó a ser su más convicto defensor, conocedor de la preciosidad que poseía en sus dominios. La Duquesa quiso tenerlo como confesor. Amistad con San Carlos Borromeo En Milán, Andrés era esperado por otro santo, a quien había llegado la fama de sus virtudes. Se trataba del Cardenal San Carlos Borromeo, otro de los sustentáculos de la Contra-Reforma. Entre los dos se estableció una amistad verdaderamente sobrenatural, que sólo puede existir entre santos; y tan íntima, que San Andrés le comunicaba a San Carlos, con toda simplicidad, las gracias sobrenaturales que recibía del Cielo. Así, un día le contó que Nuestro Señor se le había aparecido en toda su gloria y le había dado una tan alta noción de la belleza divina, que ya no era capaz de amar ninguna cosa de las que tienen tanto valor en la Tierra. Los santos reformadores de esa época brillaron por su caridad y amor al prójimo. De tal modo que el propio heresiarca Lutero, en carta a su amigo Múscilo, reconoce: “Por lo menos bajo el régimen papal, las personas eran caritativas. (...) Cambiamos de naturaleza. Tenemos, unos hacia los otros, la bondad de las bestias feroces. ¿Quién se interesa ahora por el prójimo? Cada cual se ama a sí mismo, sin preocuparse con los demás; y podemos preguntarnos si resta en nuestras venas alguna gota de sangre humana”.1 La caridad de San Andrés Avelino se manifestó con mucha más intensidad durante la peste de Milán, en 1576. Refuta a herejes y obra milagros
Elegido superior, en Nápoles, “durante su gobierno descubrió y refutó públicamente a herejes que combatían la verdad sobre el cuerpo y sangre del Hijo de Dios en la Eucaristía, e hizo castigar al jefe”. Un hombre seducido por esos impostores, recibió la Hostia santa y la envolvió en un pañuelo para después profanarla. Llegando a su casa, abriendo el pañuelo, encontró que había escurrido sangre de la Hostia. Aterrorizado, corrió en busca de San Andrés, a quien confesó su crimen. Para evitar que el criminal se desesperase, el Santo tomó sobre sí parte de la penitencia que le correspondía. Pero, sin nombrar al autor, utilizó este estupendo milagro para fortalecer en la fe a los que vacilaban ante el divino misterio.2 Varios hechos milagrosos ocurrieron con este Siervo de Dios. Cierta vez, cuando él y dos compañeros llevaban el Viático a un enfermo a un lugar muy solitario, se desató un fuerte temporal que apagó la antorcha que uno de los compañeros llevaba para alumbrar el camino. Mas no sólo la lluvia no los mojó, sino que el rostro del Santo irradió tal luminosidad, que iluminó el camino. Protección contra la muerte súbita Cierto día viajaba con otro religioso a caballo, cuando el suyo, asustándose, dio un salto, lanzando al santo fuera de la silla y partió en disparada. Sucede que uno de los pies de Andrés quedó sujeto al estribo y fue arrastrado por terreno pedregoso. Llamando en su auxilio a Santo Domingo y a Santo Tomás de Aquino, éstos se le aparecieron, desvencijándolo del estribo, enjugaron su sangre y curaron sus llagas. Otra vez, cuando Andrés gemía bajo la fuerte tentación de ser del número de los réprobos, se le aparecieron San Agustín y Santo Tomás, que con palabras llenas de bondad, le inspiraron nueva confianza en Dios, asegurándole el complacimiento de Dios hacia él. San Andrés Avelino escribió varias obras ascéticas y místicas. Finalmente, el día 10 de noviembre de 1608, cuando el santo era ya casi nonagenario, al dirigirse para celebrar la Misa tuvo un ataque de apoplejía, entregando poco después su alma al Creador. Santo muy popular en Italia, es invocado contra la muerte repentina y la apoplejía. Notas.- 1. Apud Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones FAX, Madrid, 1945, t. IV, p. 320. Obras consultadas.-
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