Consejero de emperadores
Restauró la pureza del espíritu y de la regla de San Benito como Abad General de los monasterios benedictinos del Imperio Carolingio, además de haber sido un paladín de la ortodoxia. Plinio María Solimeo Aigulfo, conde de Maguelone, en el Languedoc francés, fue en el siglo VIII uno de los caballeros más intrépidos del rey franco Pepino el Breve. Por su bravura e integridad, era estimado en todo el reino. Lamentablemente la Historia no guardó el nombre de su esposa. A su primogénito, le puso el nombre godo de Wittiza; y tan pronto tuvo edad para ello, Pepino lo recibió entre los jóvenes de la nobleza que eran formados en la corte en el ejercicio de las armas y otros propios a su estado. El adolescente se destacaba por un porte serio, un juicio sólido y cualidades de espíritu que hacían agradable su compañía. Al crecer, su habilidad en el manejo de las armas lo llevó a seguir al padre en la carrera militar. En poco tiempo lo igualaba en valor y determinación en el campo de batalla. El gran Carlomagno, que sucedió a Pepino, pronto mostró su predilección por aquel joven circunspecto y comedido, formando grandes planes para él. Pero Wittiza comenzó, a los 22 años, a sentir un fuerte llamado de la gracia para dejar el mundo y dedicarse enteramente a Dios. ¿Cómo explicarle eso a su padre? ¿Cómo decírselo al emperador de la barba florida, tan complaciente con él? A la espera de la hora de la Providencia, Wittiza continuó llevando su vida en la corte y en los campos de batalla como si nada hubiese cambiado en él. Pero interiormente comenzó a llevar una vida más ascética, dedicando muchas horas a la oración y mortificación. Hablaba poco, se privaba hasta de pasatiempos inocentes, y sobre todo huía de cualquier ocasión que pudiese ser peligrosa para su pureza. ¿Cuánto tiempo vivió así? No se sabe exactamente, pero al menos fueron algunos años. Él no estaba seguro del camino que debía seguir para ejecutar su proyecto, hasta que un día vio en un hecho la mano de la Providencia apresurando su ruptura con el mundo. Corría el año 774, y Wittiza, con un hermano, luchaba en las huestes del Emperador en una campaña en Italia. En determinado momento vio que su hermano, sin medir la profundidad y corriente de un río, se puso a atravesarlo a nado. Mas pronto fue arrastrado por la corriente. Wittiza se lanzó a caballo en el río en socorro del hermano, y por poco ambos no perecieron. Fue ahí que el joven tomó la resolución que hacía tiempo meditaba: no bien terminó esa campaña militar, huyó sin decirle nada a nadie, y fue al monasterio de San Sena, fundado en el siglo VI en la región de Borgoña, donde cambió el uniforme militar por el hábito religioso. No ser monje a medias Wittiza rompió con el mundo para entregarse a Dios seriamente, y no a medias. Para ello, comenzó una vida de austeridad, oración y penitencia, durmiendo sobre una tabla dura, viviendo de pan y agua y quitándole al reposo largas horas que pasaba en contemplación. Se entregaba a las más humildes tareas, usaba los hábitos rechazados por otros, limpiaba de noche las sandalias de sus cofrades. Dios le concedió la gracia de una verdadera compunción de corazón y el don de las lágrimas, de tal manera que ellas corrían abundantes cuando entraba en la consideración de sus pecados o de la misericordia de Dios a su respecto. Ahora bien, esta forma de vida era una muda censura a los monjes tibios y acomodados. Éstos comenzaron a acusarlo de exagerado y hasta de loco. Se reían de él, le tiraban objetos y le hacían toda suerte de injurias. Wittiza se contentaba con sufrir todo en silencio, a imitación del Salvador. Poco a poco las risas cesaron, la envidia cedió a la admiración y seis años después, al morir el superior del monasterio, pensaron en elegirlo para el cargo. Fundador de monasterios Wittiza, que había salido del mundo para huir de las honras, quedó horrorizado en cuanto supo del plan. Por eso dejó el monasterio a escondidas y regresó a su tierra, donde se estableció como ermitaño cerca de un arroyo llamado Aniane.
Muy pronto, otros compañeros se unieron a él y el lugar quedó pequeño. Wittiza construyó entonces un monasterio para cobijar a tanta gente. Era tal la regularidad de vida y la observancia religiosa de este retiro, que su fama atrajo a los monasterios semejantes que había a su alrededor. El emperador Carlomagno, edificado con la santidad de Wittiza, construyó un gran monasterio e iglesia, en el cual Wittiza pudiera recibir a todos los que lo buscaban. En el edificio, el Emperador no economizó nada en materia de grandeza y de arte. Wittiza dedicó el templo a la Santísima Trinidad. Fue entonces que cambió su nombre por el de Benito, en homenaje al patriarca del monacato en Occidente, y comenzó a seguir su Regla. “Y para conocer mejor su espíritu —escribe su primer biógrafo Adson— recorre los monasterios, interroga a los antiguos, pesquisa bibliotecas y recoge las viejas tradiciones”. 1 Eso porque la primitiva regla de San Benito había sido alterada y desfigurada, en virtud de las innumerables modificaciones que el relajamiento y la tibieza habían introducido en los monasterios. El reformador, para seguir el “Ora et Labora” benedictino en toda su extensión, y para, al mismo tiempo, formar campeones de la ortodoxia, introdujo en sus monasterios el estudio de las diversas ciencias, para ocupar el tiempo libre de los monjes. De manera que, “así, sin alterar la exacta regularidad que atraía la atención de todo el mundo, hizo florecer, en esa casa real, escuelas de humanidades, de filosofía, la teología y el estudio de las Sagradas Escrituras. Fue así que este gran hombre encontró un medio de alejar las tinieblas de la ignorancia de la provincia donde se encontraba, y que formó un gran número de discípulos que rindieron después, sea en calidad de obispos, sea en la de doctores o misioneros, sea en la de abades, servicios muy considerables a la Iglesia”. 2 Poco a poco este monasterio y su abad se hicieron tan famosos, que todos consideraban una honra ofrecerle tierras y dinero para establecer monasterios semejantes en sus estados. De lo cual resultó que doce de ellos lo reconocían como su abad. Los grandes del tiempo también acudían a él, como Leidrado de Lyon, Teodulfo de Orléans, el gran Alcuino —que fue preceptor de Carlomagno y era considerado uno de los hombres más eruditos de su tiempo— y el duque San Guillermo de Aquitania, para obtener monjes para realizar fundaciones. Consejero del Emperador, Abad General del Imperio El propio emperador Luis el Piadoso —que sucedió a su padre, el gran Carlos— queriendo tener a San Benito cerca de sí para gozar de sus consejos, construyó un monasterio junto al río Indre, que ofreció al santo. Éste se aprovechaba de la buena disposición real para ser el defensor y protector de los huérfanos y de las viudas, y un intercesor de los pobres ante el monarca. Luis el Piadoso siempre atendía solícito los pedidos del santo. Pero el monarca fue más lejos. Viendo en Benito no sólo un consejero, sino la regla viva del monaquismo, lo nombró una especie de Abad General del Imperio, con poder sobre todos los monasterios de sus Estados, con el fin de emprender en ellos una reforma general. Para cumplir los deseos del Emperador, Benito convocó una reunión general de los abades de todos los monasterios de Francia, y con ellos estudió la reforma que establecería para restaurar el antiguo espíritu monástico con toda su pureza. Esta empresa necesitaba de una personalidad marcante y excepcional, como la de Benito, escudada por la autoridad real. Con vista a uniformizar la vida conventual, Benito escribió un libro, Concordancia de Reglas, en el cual analiza el espíritu y el sentido de las reglas benedictinas. El Abad General visitaba personalmente los monasterios para ver la aplicación de la regla benedictina. En sus innumerables viajes con esa intención, varios milagros certificaron la santidad de Benito.
A pesar de todo, eso le atrajo enemigos, principalmente entre aquellos que disputaban el favor real. Y una campaña de difamación y de calumnias comenzó a circular, llegando hasta los oídos reales. Cuando se esperaba que el monarca le pediría explicaciones al santo, por el contrario, aquel lo abrazó estrechamente delante de todos sus detractores, y le dio de beber de su propia mano. ¡Felices tiempos en que la virtud era premiada públicamente!... San Benito de Aniane fue uno de los baluartes de la Iglesia en la lucha contra la herejía de Félix de Urgel, y para eso fue varias veces a España para combatirlo. Fue uno de los que convocó un sínodo en la propia sede episcopal del heresiarca, donde Félix fue condenado por su herejía. En fin, llegó el tiempo predestinado por la Providencia para que su siervo fuese a recibir el premio de sus labores y luchas. El año 821, Benito fue atacado por fiebres y terribles dolores, y tuvo que guardar reposo. Cuando la noticia se propagó, los primeros en llegar fueron los enviados del Emperador. Abades, monjes, obispos, todos querían recibir las últimas enseñanzas del moribundo. Pero, después de hacer lo que manda la cortesía, pidió que lo dejen a solas con Dios. Y fue arrebatado en éxtasis. A sus monjes les dijo después que nunca había tenido momentos tan dulces en su vida: “Yo acabo de tener la felicidad de encontrarme delante de Dios, en medio del coro de los santos”.* Notas.- 1. Fray Justo Perez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, 3ª edición, t. I, p. 289. * Otras obras consultadas: P. Kirsch, St. Benedict of Aniane, transcribed by Steve Fanning, The Catholic Encyclopedia, vol. II, Copyright © 1907 by Robert Appleton Company, Online Edition Copyright © 1999 by Kevin Knight; St. Benedict of Aniane, 1998-2000, Catholic Online Saints.
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