Si Dios es nuestro Padre, ¿por qué permite la guerra, la enfermedad, el hambre? ¿Por qué permite que sus hijos sufran? ¡Por favor, ayúdeme!
El clamor final por ayuda nos revela a una persona sometida a muchos sufrimientos, que desea entender la razón de ellos frente a un Dios que es Padre de misericordia: “Benigno es el Señor, y misericordioso, sufrido y de muchísima clemencia. Para con todos es benéfico el Señor, y sus misericordias se extienden sobre todas sus obras” (Sal. 144, 8-9). ¿Cómo explicar, entonces, que Dios permita que suframos?
Como un primer movimiento de alma, católica y sacerdotal, me compadezco de esos sufrimientos y pido a María Santísima que interceda ante Dios Nuestro Señor para que ellos sean disminuidos en la medida de lo posible. Pero hay una cuota de sufrimiento, variable en el modo y en la intensidad, que cada uno de nosotros en esta vida tiene que cargar. Para ese sufrimiento le pido a Dios, a favor de quien ahora me consulta, la paciencia y la resignación de alma, tan agradables a Nuestro Señor y tan llenas de frutos para nuestras almas. La pregunta tiene un alcance más profundo de lo que tal vez el propio lector imaginó al formularla. En efecto, ella incide sobre una discrepancia fundamental entre el espíritu católico y el mundo moderno. Ese punto de discrepancia consiste en la seriedad con que debemos encarar la vida en esta tierra. La grave crisis de seriedad El mundo moderno vive un momento de gran decadencia espiritual y moral, que tuvo su origen en una grave crisis de seriedad. Esa crisis se vino desdoblando a lo largo de los siglos, pero hasta la Primera Guerra Mundial (1914-18) la sociedad aún conservaba importantes trazos de seriedad. Fotografías y películas de la época muestran a personas generalmente serias, tanto en las escenas de la vida cotidiana como en ocasiones de solemnidad. Sin embargo, a partir de entonces, el proceso que lleva a tener una posición superficial frente a la vida sufrió una brusca aceleración, a consecuencia principalmente de la difusión del “espíritu de Hollywood”. Así llamamos al espíritu diseminado por las películas provenientes de los Estados Unidos (las cuales, dígase de paso, según observadores dignos de crédito, presentan la mentalidad norteamericana no de modo auténtico, sino caricaturesco). El hecho es que, en pocas decenas de años, se implantó en todo Occidente un modo optimista, risueño y superficial de encarar la vida, caracterizado por la convicción gratuita de que el desarrollo de los acontecimientos siempre termina en un happy end. Es decir, que todo en esta vida tiene un final normalmente feliz. Tal estado de espíritu predispone a considerar el sufrimiento como un intruso en el curso normal de la vida. Así, para que comprendamos sin dificultad la razón de ser del sufrimiento en el plan divino, tenemos que extirpar de nuestra alma todo resquicio del espíritu hollywoodiano que, aunque sin percibirlo, se haya introducido en nosotros. Para ello, nada mejor que compenetrarnos de que la vida es seria, extremamente seria.
El sufrimiento y la salvación de las almas El fundamento más tangible de esa seriedad, es que tenemos un alma que salvar: el desenlace de nuestra historia personal será una vida eternamente feliz en el cielo o una vida eternamente desdichada en el infierno. La gracia de Dios nos llama constantemente para las vías de la salvación, pero la elección del camino depende también de nuestra cooperación —o no cooperación...— con esa gracia. ¡Y en esta alternativa se juega el todo por el todo! ¿Cómo, entonces, pasar la vida sonriendo totalmente frente a esta disyuntiva final? El sufrimiento entró en el mundo por el pecado. A consecuencia del pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva, sobrevino su expulsión del Paraíso Terrenal, la condenación a muerte y el cierre del cielo para el género humano. Dios, sin embargo, que es Padre de misericordia, se apiadó de la humanidad y determinó que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hiciese hombre, pagase por nosotros el débito del pecado —que por ser infinito, no estábamos en condiciones de saldar— y nos reabriese el cielo. Tal fue la obra de la Redención consumada por el sufrimiento de Nuestro Señor Jesucristo en lo alto de la Cruz. Lo esencial, por lo tanto, fue cumplido por el Divino Salvador. Sin embargo, Dios estableció que el fruto de la Redención se aplicase a cada uno de nosotros por nuestra participación personal en el Sacrificio redentor de Cristo. Y esa participación se da por la aceptación amorosa y resignada de los sufrimientos que Dios nos manda en esta vida. Ésta es la doctrina enseñada por San Pablo, según la cual debemos completar en nuestra carne lo que resta a la Pasión de Cristo (cf. Col. 1, 24). Queda así explicada la profunda razón de ser del sufrimiento de los hijos de Dios en esta tierra. ¿Son insoportables los sufrimientos? Esa exposición tiene como fondo de cuadro sufrimientos humanamente soportables (por cierto, con la ayuda de la gracia divina). Pero nuestro misivista se refiere a tres géneros de sufrimiento —“la guerra, la enfermedad y el hambre”— que, a su entender, parecen exceder ampliamente la capacidad del hombre de soportarlos. ¿Cómo conciliar esto con la visión que tenemos de un Dios, Padre de misericordias?
La duda tiene sentido. Los periódicos describen todos los días horrores de la guerra, actos pavorosos de terrorismo que alcanzan indiscriminadamente a toda clase de víctimas, incursiones criminales de guerrillas que conmueven la vida de diversas naciones, regímenes totalitarios que provocan hambrunas insaciables a que están sometidas poblaciones enteras, la pandemia del Sida, etc. ¿No constituye ello un sufrimiento que sobrepasa el límite de lo soportable? Sin duda, el estado de convulsión generalizado en que está el mundo produce sufrimientos inauditos. No obstante, cabe preguntar si el estado de pecado en que vive hoy gran parte de la humanidad no es propicio para atraer los castigos divinos. A pecados inauditos, castigos inauditos... ¡Y cómo todo ello ofende a Dios! El buen padre, cuando castiga, lo hace para el bien del hijo Un observador atento ve bien la extensión y la gravedad de esos pecados: la inmoralidad inconcebible de las modas y de las costumbres, la desagregación institucional de la familia, el aborto, la depravación homosexual y tantos otros desórdenes en la esfera individual como en la social, nacional e internacional. Todo ello manifiesta el abandono de los principios de la moral natural y de la moral católica, un desdeñoso dar las espaldas a Dios. ¿Cómo asombrarse de que Dios sancione al mundo con castigos nunca vistos? Así, al sufrimiento que siempre acompañó la vida del hombre desde Adán y Eva se añaden sufrimientos inconmensurables, que se pueden atribuir a un castigo por la apostasía moderna, la cual ofende enormemente al Corazón de Jesús. Aceptar con amor y resignación los sufrimientos que de ahí de vienen es, para el alma católica, un medio de reparar tan grandes ofensas. Dios nunca deja a sus hijos en el abandono, sino que los socorre misericordiosamente. Por ello envió a su Santísima Madre a la tierra, en Fátima, para anunciar que si los hombres no se enmendasen, grandes castigos habrían de sobrevenir. Sin embargo, al fin de éstos, gracias también nunca vistas lloverán sobre la humanidad, que retornará a Dios y a la Iglesia, estableciéndose en la tierra una era de paz: es el Reino de Cristo, que se reinstaurará con el triunfo del Inmaculado Corazón de María. Ésta es la gran y maravillosa esperanza que nos da ánimo para soportar todas las luchas y sufrimientos de este mundo convulsionado en que vivimos.
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