En el individuo y en la familia se encuentran los factores más esenciales para el bien común de los grupos intermedios, de la región y del Estado — Plinio Corrêa de Oliveira La experiencia demuestra que, habitualmente, la vitalidad y la unidad de una familia están en natural relación con su fecundidad. Cuando la prole es numerosa, los hijos ven al padre y a la madre como dirigentes de una colectividad humana ponderable, tanto por el número de los que la componen como —normalmente— por los apreciables valores religiosos, morales, culturales y materiales inherentes a la célula familiar, lo que cerca a la autoridad paterna y materna con una aureola de prestigio; y, al ser los padres de algún modo un bien común de todos los hijos, es normal que ninguno de ellos pretenda absorber todas sus atenciones y afecto, instrumentalizándolos para su mero bien individual. En las familias numerosas, los celos entre hermanos encuentran un terreno poco propicio, mientras que, por el contrario, pueden nacer fácilmente en las familias con pocos hijos. En estas últimas se establece también, en no raras ocasiones, una tensión padres-hijos a consecuencia de la cual uno de los lados tiende a vencer al otro y a tiranizarlo. Los padres, por ejemplo, pueden abusar de su autoridad evitando la convivencia hogareña para emplear todo su tiempo disponible en las distracciones de la vida mundana, dejando a sus hijos relegados a los cuidados mercenarios de baby-sitters o dispersos en el caos de tantas guarderías turbulentas y vacías de legítima sensibilidad afectiva. También pueden tiranizarlos —es imposible no hacer mención a ello— mediante las diversas formas de violencia familiar, tan crueles y tan frecuentes en nuestra sociedad descristianizada.
A medida que la familia es más numerosa se va haciendo más difícil que cualquiera de esas tiranías domésticas se establezca. Los hijos perciben mejor cuánto pesan a los padres, tienden a estarles agradecidos, y a ayudarles con reverencia, a su momento, en el gobierno de los asuntos familiares. A su vez, el considerable número de hijos da al ambiente doméstico una animación, una jovialidad efervescente, una originalidad incesantemente creativa en lo tocante a los modos de ser, de actuar, de sentir y de analizar la realidad cotidiana de centro y de fuera de casa, que hacen de la convivencia familiar una escuela de sabiduría y experiencia, hecha toda ella de la tradición comunicada solícitamente por los padres, y de la prudente y gradual renovación añadida respetuosa y cautamente a ella por los hijos. La familia se constituye así en un pequeño mundo, al mismo tiempo abierto y cerrado a la influencia del mundo exterior, cuya cohesión proviene de todos los factores arriba mencionados y reposa principalmente en la formación religiosa y moral dada por los padres en consonancia con el párroco, así como en la convergencia armónica entre las varias herencias físicas y morales que han contribuido a modelar las personalidades de los hijos a través de sus progenitores. Las familias, pequeños mundos que conviven entre sí Ese pequeño mundo se diferencia de otros pequeños —es decir, de las demás familias— por notas características que recuerdan a escala menor las diferencias entre las regiones de un mismo país o entre los diversos países de una misma área de civilización. La familia así constituida tiene habitualmente una especie de temperamento común, apetencias, tendencias y aversiones comunes, modos comunes de convivir, de reposar, de trabajar, de resolver problemas, de enfrentar adversidades y sacar provecho de circunstancias favorables. En todos esos campos, las familias numerosas cuentan con máximas de pensamiento y modos de proceder corroboradas por el ejemplo de lo que hicieron antepasados no raras veces mitificados por la nostalgia y por el paso del tiempo. ♦ * Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana, Editorial Fernando III el Santo, Madrid, 1993, p. 108-109.
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