La Palabra del Sacerdote ¿Por qué Dios permite las catástrofes naturales?

PREGUNTA

Los últimos días del año 2004 fueron marcados por la monumental catástrofe de los tsunamis en el Océano Índico. Además de la natural compasión por las víctimas y el amplísimo movimiento internacional de solidaridad (en ningún momento oí el término “caridad cristiana”...) para ayudarlas, la tragedia suscitó algunas cuestiones teológicas para las que no leí ni oí explicaciones convincentes. A la búsqueda de respuestas más satisfactorias, quisiera exponérselas a usted:

a) Varios comentaristas mencionaron el falso dilema, atribuido a Epicuro, que se pone así: si Dios es bueno y omnipotente, ¿por qué no evitó la catástrofe? Si no pudo evitarla, no es omnipotente; si no quiso evitarla, no es benevolente. La conclusión es que Dios no existe, o por lo menos no tiene las perfecciones que los hombres le atribuyen.

b) La tierra es la morada de los hombres. Catástrofes de todo orden suceden a todo momento en varias partes del mundo. Una vez más, si Dios es bueno y omnipotente, ¿por qué no hizo de la tierra un lugar más seguro para que vivan los hombres, sin esos continuos sobresaltos que frecuentemente alcanzan a víctimas inocentes, con miles de niños muertos, como ocurrió ahora?

c) Según otros, no hay por qué poner a Dios en medio de esas catástrofes. Incluso admitiéndose su existencia, Él creó el mundo tal como es: y en la naturaleza ocurren normalmente esos tipos de desastres, razón por la cual se llaman precisamente “desastres naturales”. El hombre se debe acomodar a las cosas como son: que él espere, pues, adquirir los conocimientos científicos necesarios para dominar la naturaleza, en aquello en que ella fuese dominable; y en lo que fuere superior a la capacidad humana, conformarse, pues tal es la condición de inferioridad del hombre ante las fuerzas ciegas de la naturaleza.


RESPUESTA

Las dos primeras preguntas parecen más impresionantes que la tercera, pues a primera vista ponen directamente en jaque nuestra creencia en Dios. Sin embargo, la última es más cavilosa, porque aleja a Dios del problema más que las dos primeras. Comencemos por ella.

Como resultado de la educación llamada “científica” que comúnmente recibimos en las escuelas, fuimos formados en la concepción de que ciencia y fe son campos separados, que nada tienen que ver entre ellos. Y que, por lo tanto, Dios tomó distancia del mundo después de haberlo creado, en nada interviniendo en el curso de las cosas en esta tierra.

Ahora bien, esta concepción niega el dogma católico de la Providencia Divina, por el cual Dios no abandonó al mundo a su propia suerte, sino que lo rige y gobierna. Dicho sea de paso, según la doctrina de Santo Tomás, el Universo creado constituye un solo conjunto conexo entre sus partes, abarcando: a) los seres exclusivamente materiales —minerales, vegetales y animales irracionales; b) el hombre, que es en parte material y en parte espiritual; c) los ángeles (buenos y malos), que son exclusivamente espirituales. Y los seres de esos tres órdenes interactúan, no constituyendo órdenes separados, sino un solo orden —el orden del Universo creado— con Dios por encima rigiendo y gobernando todo por el ministerio de los ángeles.

Epicuro

Así, imaginar que Dios creó el Universo y lo abandonó, para que funcionase por sí mismo prescindiendo del Creador, es una concepción gravemente errónea del punto de vista de la doctrina católica, porque rechaza la intervención continua de la Divina Providencia, primero para mantenerlo en existencia, y después para que se desarrolle adecuadamente, de acuerdo con las reglas preestablecidas por la infinita sabiduría de Dios.

Adán no estaba inicialmente sujeto a males

Cuando Dios creó a Adán y Eva, los enriqueció con dones especiales, algunos de los cuales estaban por encima de la naturaleza humana: dones propiamente sobrenaturales, como la gracia divina, que adopta al hombre a la Familia Divina, hasta hacerlo “participante” de la propia divina naturaleza; los dones llamados preternaturales (praeter = más allá de), es decir, que van más allá de lo esencialmente constitutivo del hombre, y que son dones gratuitos, comunes a la naturaleza de los ángeles, que adornan la naturaleza del hombre, sin que le sean estrictamente necesarios. Son ellos: en cuanto al alma, la inmunidad de la concupiscencia desordenada y de la ignorancia; y en cuanto al cuerpo, la inmunidad en relación a la muerte y a las miserias de esta vida, a la cual se añadía un cierto dominio sobre el mundo animal y las fuerzas de la naturaleza.

La inmunidad de la ignorancia derivaba de la ciencia infusa, que es el conocimiento de las verdades religiosas, morales y físicas necesarias para la instrucción de sí mismo y de sus hijos. Esta ciencia es llamada infusa porque no fue adquirida por el estudio, sino infundida directamente por Dios en el alma, por una benevolencia especial del Creador.

En cuanto a la inmunidad a la muerte, le permitiría al hombre en el Paraíso terrenal, después de algún tiempo de prueba, pasar directamente al Cielo sin conocer la muerte.

Sin embargo, como es sabido, Adán y Eva pecaron, desobedeciendo a Dios, y por ese pecado —el pecado original— entró el mal en el mundo. San Pablo lo dice expresamente en la Epístola a los Romanos (5, 12): “Por un solo hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte”.

Recordados estos puntos de la doctrina católica, queda fácil responder a las preguntas del lector.

El falso dilema de Epicuro cae por tierra

Como se ve, por su poder y por su bondad, Dios creó para el hombre las mejores condiciones para su vida en esta tierra. “Los creó a su imagen y semejanza”. Fue el hombre que, rebelándose contra Dios, abusando de la gran prerrogativa de la libertad, como castigo perdió la inmunidad de la muerte y la preservación de los demás su frimientos, que caracterizan la vida del hombre después del pecado original. Así se deshace el falso dilema de Epicuro, que veía en los males de esta tierra una ausencia del poder o bondad de Dios.

Banda de Aceh, en Sumatra, antes (arriba) y después (abajo) del tsunami del 26 de diciembre del 2004

Es igualmente consecuencia del pecado original que la ciencia infusa de Adán se fue transmitiendo a sus descendientes de manera cada vez más diluida, perdiendo el hombre la capacidad de prevenirse adecuadamente también contra los desastres naturales. Por ocasión del tsunami en el Océano Índico, fue muy resaltado por los comentaristas el hecho de que, entre los afectados por el terremoto, ¡no se encontró el cuerpo de un sólo animal terrestre! Todos ellos presintieron la aproximación de las olas gigantes y se refugiaron a tiempo en lugares elevados. Hubo hasta el caso de la población de una de las islas afectadas que, notando la fuga de los animales, entendió que se aproximaba una catástrofe, y se refugió también ella en los lugares elevados... Se puede suponer que Adán estuviese dotado de esa capacidad premonitoria, o por lo menos habría sabido interpretar correctamente la señal emitida por los animales. Sin contar que, después del pecado original, la propia naturaleza dejó de ser dócil al hombre y a veces lo azota. En la Sagrada Escritura (Gén. 3, 17) Dios declara explícitamente: “Maldita sea la tierra por tu causa”, después de la maldición lanzada contra la serpiente (el demonio) y el ejemplar castigo —para no llamar maldición— aplicado a nuestros primeros padres y a su descendencia, que somos nosotros.

Por lo tanto, si en su sabiduría divina Dios no quiso eliminar de la tierra la posibilidad de las catástrofes naturales –hay científicos que sostienen que ellas tienen su papel en la renovación de la atmósfera y en las condiciones de habitabilidad de la costra terrestre, e inclusive de la propia existencia de la vida sobre la tierra– dotó incluso a los animales de sensores para escapar a tiempo de sus consecuencias desastrosas. Cuánto más no hizo Dios por el hombre, concediéndole a Adán el don de la ciencia infusa. Es una blasfemia, pues, culpar a Dios por el hecho de que los hombres sean inertes ante señales que los mismos animales irracionales saben interpretar.

Nótese que no tratamos de un punto crucial en lo que se refiere al tsunami: ¿habrá sido él un castigo de Dios por los pecados de los hombres? Por ejemplo, ¿cuántos niños indefensos son asesinados anualmente en el vientre materno, por padres, médicos y enfermeros perversos?*

¿Qué es un tsunami frente a tales cifras y crímenes? ¿Será un prenuncio de nuevas catástrofes? Tales consideraciones nos llevarían muy lejos, y no se refieren propiamente a las cuestiones levantadas por el lector.

Mucho aún tendríamos que decir sobre las tres preguntas formuladas. Nos limitamos a constatar que ellas abstraen de conceptos que antiguamente se enseñaban en las clases de catecismo, pero que hoy parecen tener caído en el olvido general, principalmente la noción del pecado original, sin la cual la miseria de la condición humana en esta tierra se vuelve inexplicable.

Invitamos al lector a releer las preguntas presentadas a la luz de estas explicaciones, y verificar por sí mismo cómo tales cuestiones falsean la noción de un Dios sabio, omnipotente e infinitamente bueno, que desea la salvación de los hombres, mediante hasta el holocausto de su propio Hijo Unigénito Jesucristo, en el Calvario, y que para ellos preparó una vida de eterna felicidad. Desde que mantengan, claro está, su vida fuera de la senda del pecado y en la observancia amorosa de los Mandamientos de la Ley de Dios y demás enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, venido a esta tierra por la mediación de María.     



* El Comercio del 7-01-2005 habla de 300,000 abortos al año en el Perú.

San Cirilo de Jerusalén La Pasión de Cristo en nuestros días
La Pasión de Cristo en nuestros días
San Cirilo de Jerusalén



Tesoros de la Fe N°39 marzo 2005


La Pasión de Cristo en nuestros días
Reflexiones durante la Semana Santa La Pasión de Cristo en nuestros días La muerte de la Hermana Lucía San Cirilo de Jerusalén ¿Por qué Dios permite las catástrofes naturales?



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