He aquí algunas obras a las que se ha de consagrar el sacerdote celoso: 1. Ha de atender a la corrección de los pecadores. Los sacerdotes que ven las ofensas a Dios y se callan merecen llamarse, como los llama Isaías, perros mudos, incapaces de ladrar (56, 10). A estos perros mudos les serán imputados todos los pecados que pudieron impedir y no impidieron. 2. El sacerdote celoso ha de trabajar en el ministerio de la predicación. Los sacerdotes que no se sienten capacitados para predicar, procuren al menos, siempre que les sea dable, en sus conversaciones con familiares o amigos, hablar algo que sea de edificación, contar algún ejemplo edificante practicado por los santos o insinuar alguna máxima de verdades eternas; por ejemplo, sobre la vanidad del mundo, la importancia de la salvación, la certidumbre de la muerte, la paz de que disfruta el que se halla en gracia de Dios y otras cosas por el estilo. 3. El sacerdote ha de asistir a los moribundos, puesto que ésta es la obra de caridad más agradable a Dios y la más útil para la salvación de las almas, ya que en el punto del morir los pobres enfermos se hallan, por una parte, más tentados de los demonios y, por otra, menos dispuestos a valerse por sí mismos. 4. Finalmente, persuadámonos de que el principal ejercicio en bien de las almas es el oírlas en confesión. Decía el venerable padre Luis Fiorillo, dominico, que predicar es lanzar las redes, al paso que confesar es subir a bordo la captura de la pesca.
San Alfonso María de Ligorio, Obras Ascéticas, t. II, BAC, Madrid, 1954, p. 160-163.
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