El mayor entre los grandes Papas del siglo VIII Defendió el culto a las imágenes y a los santos, contra el emperador bizantino iconoclasta León el Isaurio. Promovió la evangelización de Germania. Plinio María Solimeo
Hijo de Marcelo y Honesta, pertenecientes al patriciado romano, Gregorio fue iniciado desde muy joven en la práctica de los negocios eclesiásticos. Habiendo ingresado en la Orden benedictina, fue nombrado sucesivamente subdiácono, capellán del palacio pontificio, bibliotecario y limosnero de la iglesia romana. La Santa Iglesia pasaba por un período de probación. De 687 al 701, el papado fue perturbado por el doble cisma de los antipapas Pascal (de 687 a 692) y Teodoro (687). Tenía que enfrentar aún la gran embestida iconoclasta del emperador de Oriente, y para ello la Barca de Pedro necesitaba llevar al timón a un hombre enérgico y valiente. Ese hombre fue Gregorio II. Con firmeza de carácter y superior inteligencia, fue escogido por el Papa Constantino para acompañarlo a Constantinopla, cuando apenas era diácono, a fin de discutir con el emperador Justiniano II los cánones del concilio “in Trullo”, de 692. El emperador quiso poner a prueba al joven diácono, con preguntas capciosas de teología, y afirman los biógrafos que, “por sus admirables respuestas”, Gregorio resolvió todas las dificultades levantadas; y le explicó aún las irregularidades habidas durante el mencionado concilio. Terminaba con esa delicada misión diplomática su tiempo de formación, y estaba listo para la gran misión de su vida. El día 19 de marzo de 715, subió al trono pontificio en medio de las aclamaciones del pueblo y del clero, que ya lo estimaban y esperaban de él grandes cosas. Empeño en la evangelización de Germania Una de las grandes determinaciones del nuevo pontífice, fue continuar el apostolado inaugurado por San Gregorio Magno para la conversión de los pueblos bárbaros que permanecían aún paganos. Él quería, aplicando una disciplina cristiana, dar formación a aquellos pueblos errantes y peligrosos para el mundo latino. Otra de sus grandes preocupaciones eran las relaciones entre la Santa Sede y el imperio de Bizancio, donde habitualmente la herejía encontraba abrigo. La elección del Papa dependía entonces en parte del emperador bizantino, que confirmaba la designación pontificia. San Gregorio aún tenía que proveer materialmente a Roma, muy probada por los ataques de los bárbaros y de los lombardos. San Gregorio envía a San Bonifacio a evangelizar Alemania Una medida apremiante era fortificar la ciudad contra un posible ataque de los sarracenos, con un creciente dominio en el Mediterráneo. Inició esta medida con éxito, pero cuando las murallas de la ciudad estaban siendo reforzadas, varios hechos le impidieron concluir la obra, incluso una inundación del Tíber. Trabajando simultáneamente en varios frentes, planeó implantar la cruz de Nuestro Señor Jesucristo más allá de las fronteras del Danubio, donde jamás habían llegado las águilas romanas. Envió a Baviera a San Corbiniano; a las florestas de Hesse y de Turingia, al monje inglés Winfrido, que se convirtió en el evangelizador de Alemania, más conocido como San Bonifacio. Bonifacio regresó a Roma el año 722 para ser consagrado obispo. El Papa solicitó entonces el auxilio de Carlos Martel, rey de los francos, para secundar su trabajo, y así fue legítimamente puesta la fuerza al servicio de la religión. La epístola 27, que San Gregorio envió a San Bonifacio el 22 de noviembre del 726, contiene detalladas directrices de cómo actuar con relación a los neo-conversos; y orienta de modo firme sobre los problemas de moral, doctrina, liturgia y pastoral. Sobre los sacerdotes indignos, que por falta de una preparación más esmerada y de una vida espiritual seria se habían dejado contaminar por el paganismo reinante, determinó que: “Mientras no fueren formalmente herejes, os es permitido comer o hablar con ellos. Pero debéis, usando la autoridad apostólica, advertirlos, reprenderlos y, si fuera posible, traerlos de vuelta a la pureza de la disciplina eclesiástica. […] Observaréis la misma regla con relación a los grandes que os prestan auxilio”.1
El combate contra los iconoclastas El emperador de Oriente, León III el Isaurio, era oriundo de una familia muy humilde, pero fue escalando importantes posiciones debido a su arrojo y habilidad, llegando al codiciado trono de Bizancio. Este emperador-soldado salvó a la cristiandad en dos ocasiones, al derrotar a los musulmanes en 718 y 740. Sin embargo, quiso legislar también en materia eclesiástica. En dos edictos —uno de 726 y otro de 728— prohibió el culto a las imágenes religiosas, la veneración de las reliquias de los santos, y hasta que se rezara ante ellos. Esto provocó una onda de revueltas en todo el imperio. Medidas financieras de 725 ya habían provocado cierta resistencia, principalmente en las provincias italianas del imperio, que en la cuestión religiosa secundaron la oposición del romano Pontífice al emperador. Cuando fue publicado el edicto sobre las imágenes, la insurrección fue general. El emperador quiso ganar para su causa al Patriarca de Constantinopla, San Germano, pero éste resistió a todos sus intentos, incluso advirtiéndole: “Acordaos de que, en vuestra coronación, jurasteis no modificar nada en la tradición de la Iglesia”. El Patriarca fue depuesto y enviado al exilio en 730, y en su lugar fue colocado el obispo iconoclasta Anastasio. En el exilio, donde falleció el año 733 a los 95 años de edad, el santo repetía frecuentemente conforme a San Juan Crisóstomo: “Aunque tuviera que morir mil veces al día, y hasta sufrir el infierno durante algún tiempo, yo miraría todo eso como nada, con tal que vea a Jesucristo en su gloria”.2 El Papa protestó enérgicamente contra la deposición de San Germán y excomulgó a Anastasio, resaltando la ignorancia imperial. Intransigente en la doctrina, supo mantener en la obediencia al exarcado de Ravena (especie de virreinato del imperio Bizantino) y las poblaciones de Roma, rebeladas contra el emperador. Con relación al culto de los santos, distinguía entre el de adoración, que sólo se presta a Dios, y el de conveniencia, que se aplica a los santos. Comenzó entonces en todo el imperio la guerra contra las imágenes. Como una horda de vándalos, los iconoclastas invadieron iglesias, conventos y hasta casas particulares, destruyendo las imágenes religiosas y masacrando a quien las intentase defender. El propio emperador confiscó en provecho suyo un gran número de estatuas de oro y plata, vasos preciosos que servían al culto de los santos, pedrerías que adornaban los mantos de varias imágenes de la Virgen, llegando a destruir un gran crucifijo de bronce que Constantino, el Grande, había colocado en el pórtico del palacio imperial. Resistencia a la embestida del emperador iconoclasta
León el Isaurio amenazó enviar hombres a Roma para despedazar la imagen de San Pedro y llevar al Papa encadenado a Constantinopla. El Pontífice contestó: “Los Pontífices son los mediadores y los árbitros de la paz entre el Oriente y el Occidente, y vuestras amenazas no nos asustan. A pocas millas de Roma estamos seguros. Las miradas de las naciones se hallan fijas en nuestra humildad; los pueblos respetan en la tierra como un Dios al apóstol San Pedro cuya imagen amenazáis romper; los más remotos reinos de Occidente rinden homenaje a Cristo y a su Vicario; solo vos permanecéis sordo a sus palabras. Si persistís, sobre vos recaerá la sangre que llegue a derramarse”.3 Aludiendo a una frase contenida en la carta que el emperador le había enviado —“Yo soy emperador y sacerdote”— el Papa insiste en la clásica distinción entre los dos campos de actuación: “Los dogmas no atañen a los emperadores, sino a los Pontífices, porque tenemos el espíritu de Jesucristo. Una es la constitución de la Iglesia, otra la del siglo”.4 A pesar de los atentados de oficiales griegos contra su vida, el Papa continuó oponiéndose a las tasas ilegales y a la interferencia imperial en el dominio eclesiástico. Inspirado en Gregorio II, su sucesor, escribió enérgicas cartas al emperador iconoclasta, donde decía: “¿Por qué, como emperador y jefe de los cristianos, no habéis consultado las luces de hombres doctos y de experiencia? Éstos os hubieran enseñado, que si Dios prohibió adorar las obras de los hombres, fue a causa de los idólatras que habitaban la tierra prometida. Sólo la ignorancia puede induciros a creer que nosotros adoramos piedras, paredes, tablas; nosotros las hacemos únicamente para recordar a aquellos cuyos nombres llevan y cuja figura representan, y para elevar nuestro espíritu torpe y grosero”.5 Inicio de los Estados Pontificios
Presenciando estas desavenencias entre el poder papal y el imperial, Liutprando, rey de los lombardos, creyó ser el momento oportuno para extender su dominio hacia la Italia central. Dominó el exarcado de Ravena, las ciudades de la Pentápolis y avanzó hasta Sutri, amenazando el ducado de Roma. Pero las oraciones del Pontífice lo detuvieron. Como un nuevo San León Magno, el Papa hizo comprender al conquistador que la caída de Roma sería la caída de la cristiandad; y que con tal desastre los sarracenos se llenarían de júbilo, mucho más que el emperador de Bizancio. Liutprando entró entonces en la basílica del Vaticano, se despojó de los trajes reales y los depositó sobre las tumbas de los Apóstoles, con su corona y su espada; e hizo donación a los Apóstoles Pedro y Pablo, en la persona del Papa, de las posesiones por él tomadas. Era el inicio de los Estados Pontificios, resolviendo una necesidad de entonces, pues el Padre común de la cristiandad, para defender la realización de su misión, no podía más confiar en los infortunios e inconstancias de una protección ajena. San Gregorio II falleció el 10 de febrero de 731 y fue sepultado en la basílica vaticana. Conmemoramos su fiesta el día 13 de febrero. Notas.- 1. Apud P. Moncelle, Dictionnaire de Théologie Catholique, Librairie Letouzey et Ané, París, 1924, t. 6, cols. 1782-1783.
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