Baluarte de la Iglesia primitiva
Papa en una época muy conturbada, luchó contra restos de paganismo, herejías e indisciplina. Restauró y embelleció las catacumbas y construyó iglesias. Plinio María Solimeo Un ciudadano español, Antonio, se estableció en Roma con su esposa, un hijo y una hija. Una inscripción en la basílica de San Lorenzo in Dámaso, en la Ciudad Eterna, dice que, después de cierto tiempo de vida común con su esposa, con el consentimiento de ella, se separaron. Él recibió las órdenes sagradas, y le fue designada la parroquia de San Lorenzo. Su hijo Dámaso, nacido en España el año 305, siguió la carrera eclesiástica. Lorenza, madre de Dámaso, vivía aún cuando él fue elevado al solio pontificio el 366. Como su hija Irene, ella se consagró a Dios. La pureza de costumbres del joven Dámaso y su rara erudición le atrajeron la estima general de los buenos. Por eso fue recibiendo responsabilidades, hasta ser nombrado en el alto cargo de arcediano por el Papa Liberio. Eso ponía en sus manos la administración de buena parte de la Iglesia, con todas sus obligaciones. Sus contemporáneos afirman que Dámaso era un hombre de gran virtud e inteligencia cultivada, muy estimado por la aristocracia romana. Sin embargo el emperador Constancio, habiéndose adherido a la herejía arriana, comenzó a oprimir a la Iglesia con su despotismo teocrático, queriendo forzar al Papa Liberio a lanzar un anatema contra San Atanasio, campeón de la ortodoxia. Al no conseguirlo, exilió al Sumo Pontífice en Oriente. San Dámaso dio a conocer toda su adhesión a Liberio, y se comprometió públicamente, con el clero de Roma, a no reconocer a otro Papa mientras él viviese. Hizo más: acompañó al Pontífice al exilio, y estuvo con él hasta que Liberio, juzgando que Dámaso sería más útil a la Iglesia en Roma, le ordenó regresar a la Ciudad Eterna. “Doctor virgen de la Iglesia virgen” Más tarde el propio Papa Liberio regresó también a Roma, falleciendo poco después. Dámaso fue elegido en su lugar para ocupar la Sede Apostólica. Una facción, conformada por sacerdotes y diáconos capitaneada por Ursino y Lupo, no aceptó la elección. Reclutando una turba de vagabundos y cocheros, se congregaron en la iglesia de Santa María in Trastevere. Sobornando a Pablo, obispo de Tívoli, lo llevaron a ordenar sacerdote y al mismo tiempo consagrar a Ursino como obispo de Roma. Mientras eso, San Dámaso era aclamado por la mayoría de los fieles y del clero romano, y consagrado en la basílica de San Lorenzo in Lucina. Para evitar conflictos, San Dámaso quiso renunciar, pero le suplicaron que no abandonara a la Iglesia en aquella emergencia. El antipapa Ursino formó un partido poderoso, suficiente para provocar una sedición y tumulto violento, en que murieron 137 de sus partidarios en el enfrentamiento con los defensores del Papa verdadero. Dámaso fue responsabilizado por los desmanes y muertes ocurridos en la lucha. Narra la leyenda que un milagro lo confirmó en el cargo: Al salir un día San Dámaso de la basílica del Vaticano, un ciego conocido comenzó a rogarle en alta voz: “Santo Padre, curadme”. El Pontífice, ante la fe y confianza del hombre, le hizo una señal de la cruz en los ojos, diciendo: “Tu fe te salve”. El enfermo recuperó instantáneamente la vista. Frente al milagro, toda la ciudad de Roma se puso de su lado. Sin embargo, el antipapa y sus principales secuaces se valieron de toda clase de calumnias para denigrar a San Dámaso, inclusive la de adúltero. El Pontífice convocó a un sínodo en Roma con la participación de 44 obispos, en el cual se justificó tan satisfactoriamente, que el emperador confirmó su elección y exiló al antipapa y a sus principales colaboradores. San Jerónimo, el gran Doctor de la Iglesia, afirma: “Dámaso fue un heraldo de la fe, oráculo de la ciencia sagrada, y doctor virgen de la Iglesia virgen”. Esta última expresión tiene el propósito de absolver al Pontífice de la calumnia antes mencionada.
Santa intransigencia contra la herejía La época en que San Dámaso fue electo en el solio pontificio fue una de las más conturbadas de la Iglesia. Había muchos cismas, y las herejías brotaban de la noche a la mañana como hongos, provocando en todas partes discusiones teológicas acaloradas y arbitrariedades imperiales. Se discutía libremente sobre la naturaleza, la persona o la voluntad de Cristo, originando nuevos errores. Hasta en Roma, las diversas sectas se combatían encarnizadamente. Así, más allá del funesto arrianismo que dividía la Iglesia y el Imperio, San Dámaso tuvo que enfrentar los cismas de los sabelianos, eunomianos, macedonianos, fotinianos, luciferinos y apolinaristas. El cisma de los luciferinos provenía del nombre de su jefe, el obispo Lucifer de Cagliari, que nunca estaba conforme con los actos de misericordia de la Santa Madre Iglesia. Ni como legado pontificio él quiso aprobar que San Atanasio, en el Concilio de Alejandría (362), concediese a los arrianos verdaderamente arrepentidos la reintegración en sus funciones religiosas. Acabó por separarse de la Iglesia, con un puñado de exaltados, y fundar una iglesia independiente, dejando en Roma a un obispo rival de Dámaso, que causó trastornos al Papa. Otro problema que le tocó resolver fue el de un cisma en Antioquía, donde dos obispos disputaban la misma Sede, cada uno ejerciendo su episcopado sobre la parte de la población que le era adicta. Como los dos eran igualmente recomendables, Dámaso confirmó a ambos en la diócesis, determinando que deberían gobernar simultáneamente hasta que, a la muerte de uno, el otro quedara como único detentor del cargo. Caso menos grave fue el de Máximo, el Cínico, que llegó a Constantinopla no se sabe de dónde, fingiendo modos finos, piedad hueca y afectado desdén de las cosas del mundo. En un comienzo ganó la confianza de San Gregorio Nacianceno, que lo elogió y defendió públicamente. Este santo, que no había consentido en ser reconocido oficialmente como obispo de Constantinopla mientras no fuese confirmado en el cargo, lo ejercía interinamente con el aplauso general. Pero la sede era considerada vacante. Máximo se apoderó de ella, se hizo consagrar fraudulentamente, y se puso a camino de Tesalónica, para que el emperador Teodosio lo reconociera como legítimo obispo de la capital del Imperio de Oriente. El emperador comunicó el hecho a San Dámaso, que excomulgó al intruso y procedió a la elección canónica de San Gregorio, matando así de raíz el cisma incipiente. En dos sínodos romanos (368 y 369), San Dámaso condenó a los herejes apolinaristas y macedonianos; también envió legados al Concilio de Constantinopla (381), que condenó una vez más la herejía arriana. En el sínodo romano de 369 (ó 370), fue excomulgado el obispo arriano de Milán, Auxencio, quien sin embargo, por favor imperial, permaneció en su diócesis hasta el año de su muerte, en 374, cuando lo sustituyó San Ambrosio. En medio de esas confusiones teológicas y doctrinarias, San Dámaso fue el hombre de criterio recto que servía de pauta a los verdaderos católicos. San Jerónimo participó del Concilio de Roma, convocado por San Dámaso en 374. El Papa conocía el profundo saber y capacidad del solitario de Belén, y lo tomó como secretario. Le encargó responder, en su nombre, las consultas que recibía; lo encargó también de muchos otros trabajos para el bien de la Iglesia. Entre esas tareas emprendidas por San Jerónimo, merece mención la revisión del Nuevo Testamento, de conformidad con el original griego, como también la confección del Salterio. Actualmente se atribuye a San Dámaso el catálogo de las Sagradas Escrituras, tenido antes como de San Gelasio, y que fue compuesto en el mencionado Concilio romano por influencia de San Jerónimo. Combate a los remanentes del paganismo Cuando San Dámaso subió al solio pontificio, subsistían en el Imperio importantes restos de paganismo, principalmente entre la aristocracia. Al lado de las basílicas romanas que se erguían, había templos paganos en que se ofrecían continuos sacrificios. En la propia sala de deliberaciones del Senado se conservaba aún, desde el reinado de Augusto, el famoso altar de oro de la diosa Victoria, uno de los símbolos del paganismo. Por influencia del Papa, el emperador Graciano, católico sincero, ordenó su demolición. Los senadores paganos apelaron al emperador pidiendo que el altar fuese restaurado, pero los senadores católicos protestaron ante San Dámaso, cuya autoridad evitó la restauración. En 382, por influencia del Papa, el emperador Graciano había privado a las vestales de sus privilegios, lo que hizo perecer el falso culto a la diosa del hogar. Con la muerte de Graciano, los paganos volvieron a la carga para obtener la restauración del altar de la diosa Victoria. San Dámaso encargó a San Ambrosio defender la posición católica. Con su elocuencia y autoridad, éste obtuvo del emperador Valentiniano II la confirmación de la medida. Primacía y fortalecimiento de la Cátedra de Pedro San Dámaso fue de los primeros Papas en afirmar enérgicamente, con palabras y actos, el primado universal de la Iglesia romana. Esa supremacía de la Cátedra de Pedro fue favorecida por actos y edictos imperiales. Entre los pronunciamientos pontificios está el que afirma que la supremacía eclesiástica de la Iglesia está basada, no sobre los decretos de los concilios, sino sobre las propias palabras de Jesucristo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt. 16, 18). El año 380, también por inspiración suya, el emperador Teodosio emitió el famoso edito “De Fide Catholica”, que proclamaba como religión del Estado Romano la que había sido predicada por San Pedro a los romanos, y de la cual Dámaso era la cabeza suprema.
El desarrollo del papado en aquella época, principalmente en Occidente, le trajo mucho de grandeza exterior. Su extrema devoción por los santos mártires lo llevó a hacer remodelaciones en las catacumbas, como un sistema de drenaje para evitar que el agua estancada o las inundaciones damnificara los cuerpos de los mártires enterrados en ellas. También las embelleció con mármoles y artísticos epitafios, compuestos por él mismo. Dámaso compuso varias “epigrammata”, o breves noticias sobre los mártires, y algunos himnos. Fue también quien instituyó el canto frecuente del Aleluya, que antes era propio del tiempo pascual. Estableció aún normas para cantar los salmos, y señaló las horas del día y de la noche en que se debería cantar el oficio divino en las iglesias y monasterios. San Dámaso falleció el 10 de diciembre de 382. Obras consultadas.- 1. Thomas J. Sahahan, The Catholic Encyclopedia, vol. IV, CD Rom, Online Edition Copyright © 2003 by Kevin Knight.
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