Santoral
Santo Tomás Becket, Obispo y MártirArzobispo de Canterbury y Primado de Inglaterra. Por defender los derechos de la Iglesia contra el absolutismo real, fue muerto a machetazos, en su propia catedral, durante un oficio. |
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Fecha Santoral Diciembre 29 | Nombre Tomás |
Lugar Canterbury |
Arzobispo Primado de Inglaterra Glorioso mártir, paladín de los derechos de la Iglesia contra el poder real cuando éste quiso desbordar sus límites, selló con su sangre la defensa de tales derechos Plinio María Solimeo
Tomás Becket nació en Londres el día 21 de diciembre de 1117, fiesta del Apóstol del cual recibió el nombre. De acuerdo con sus contemporáneos, era de elevada estatura, tez pálida, cabellos negros, nariz aquilina, ojos claros y firmes, que en la primera mirada se daban cuenta de todo. Jovial, de agradable y cautivante conversación, franco al hablar, aunque tartamudeando ligeramente. Tenía tan gran discernimiento y saber, que hacía fáciles e inteligibles los temas más difíciles.1 Sus biógrafos resaltan que, ya de pequeño, era muy inclinado a la piedad, tenía una tierna devoción a la Santísima Virgen y un particular amor por los pobres. Habiendo seguido estudios en su tierra natal y en París, de regreso a Inglaterra entró al servicio del arzobispo Teobaldo de Canterbury, Primado de Inglaterra. El prelado pronto descubrió en él sentido práctico para los negocios y prudencia, convirtiéndolo en el más confiable de sus auxiliares. “Era tan casto que, a pesar de las mil celadas que armaron contra su pureza, no pudieron jamás llevarlo a ninguna acción deshonesta. Tenía tanto candor y sinceridad, que jamás se le oyó pronunciar una sola mentira, aún por mera diversión o lisonja”.2 El arzobispo Teobaldo lo envió a estudiar derecho civil y canónico en Bolonia y Auxerre. A su regreso, le confirió el diaconato y lo elevó a arcediano (dignidad eclesiástica de una diócesis, que confiere ciertos poderes junto a los párrocos, curas, abades, etc.) con una magnífica prebenda, que él transformaba en abundantes limosnas, lo cual le valió el epíteto de padre de los pobres. En esa época gobernaba Inglaterra el joven rey Enrique II, de la familia de los Plantagenets. Este monarca unía una rara inteligencia práctica a una gran ambición, fuerte constitución física y mucha fuerza de voluntad. Cuando el arzobispo alabó en su presencia las bellas cualidades de su arcediano, Enrique quiso conocerlo. Como verdadero político, el rey comprendió al instante que había encontrado a un gran estadista en quien el talento se aliaba con la fidelidad. Lo escogió entonces como canciller, y de ese modo Tomás Becket se convirtió, a los 36 años de edad, en la segunda autoridad del reino. De tal modo el soberano y el canciller se unieron, que el pueblo comentaba que poseían un solo corazón y una sola mente. Ambos tenían en vista la prosperidad del reino, cazaban juntos y juntos iban a la guerra, se presentaban con fausto y esplendor. En la vida privada Becket era muy ascético, pero públicamente se rodeaba de aparato debido a la honra de su cargo. En 1158, cuando viajó a Francia para negociar un casamiento, lo hizo con gran pompa, y el pueblo maravillado decía: “Si este es apenas el canciller, ¿cuál no será la gloria del rey?”
Garnier, cronista francés de la época, describió las virtudes de Santo Tomás y su martirio, y declara que en la guerra lo vio derrumbar a varios adversarios guerreros, como el más valiente caballero.3 Él se destacaba aún en otros campos: “Jurisconsulto consumado y hábil financiero, tan capaz de una decisión enérgica que requiriera la fuerza armada como de una salida jurídica, viósele reprimir el bandidaje, aterrorizar a los usureros, favorecer la agricultura, mantener a raya a la nobleza, reorganizar la justicia, aumentar el prestigio exterior y asegurar la prosperidad y la paz en el reino”.4 Arzobispo de Canterbury, En 1161, la muerte del arzobispo Teobaldo dejó vacante la sede de Canterbury. El rey, que confiaba mucho en la fidelidad de Tomás Becket, juzgó que él sería la persona más segura para velar por sus intereses en aquel cargo tan importante. El canciller fue franco: “Señor, quiero que sepáis que el favor con que ahora me honráis pronto se trocará en odio implacable; porque, tratándose de cosas eclesiásticas, tenéis exigencias que yo no podría tolerar”. El rey no lo tomó en serio y confirmó la elección. Fue entonces ordenado sacerdote y consagrado obispo, y renunció a la cancillería, como incompatible con el munus episcopal. “A partir de su elevación al episcopado, Tomás Becket se entregó por completo a la vida apostólica. Expió con la penitencia y el silicio, la molicie de su anterior conducta. Si bien que se presentara con la dignidad y magnificencia propias a su elevado cargo, llevaba en privado la vida y el hábito de los monjes benedictinos, conforme a las tradiciones de austeridad que le legara el insigne San Anselmo, uno de sus predecesores en la sede primada de Canterbury”.5 No tardó mucho para que comenzara la lucha entre el altar y el trono. Las causas de la frialdad que poco a poco se estableció entre el rey y el arzobispo eran muy profundas. Basta decir que Santo Tomás Becket, en los encuentros que tuvo con el monarca, siempre defendió los derechos y los privilegios de la Iglesia, hasta con el riesgo de desagradarlo. La situación se fue deteriorando entre los dos, llegando al punto en que el rey pensó encarcelarlo. Disfrazado, Tomás consiguió huir a Francia, donde fue muy bien recibido por el rey Luis VII y por el Papa, que se encontraba en aquel país.
Enrique II le reclamó al rey francés por la buena acogida prestada al “ex-arzobispo”. El monarca francés respondió: “¿Ex-arzobispo? ¿Quién lo destituyó? Yo también soy rey, pero no puedo deponer ni al menor clérigo de mi reino”. Y continuó protegiendo a Santo Tomás Becket, que se retiró a la abadía de Pontigny, de la Orden del Císter, donde se entregó a la oración y a la penitencia. Enrique II amenazó con expulsar de Inglaterra a todos los cistercienses, en caso que la abadía de Pontigny continuara dando guarida al santo. Amenazó también al Papa Alejandro III de colocarse bajo la obediencia de un antipapa que el emperador alemán Federico Barbarroja acababa de crear, si continuaba apoyando a Tomás Becket. Por consejo del Sumo Pontífice, Tomás se trasladó al monasterio benedictino de Santa Columba, donde permaneció por espacio de cuatro años. En 1170, por mediación del Papa y de Luis VII, Enrique II aceptó recibirlo de vuelta sin imponer ninguna condición. Pero la situación nunca más se recompuso. Cierto día el rey, rodeado de cortesanos, exclamó en un acceso de cólera: “¡Malditos sean aquellos que yo alimento en mi mesa, honro con mi familiaridad y enriquezco con mis beneficios, si no me vengan de ese sacerdote que no hace sino perturbar mi corazón y despojar a mis mejores servidores de sus dignidades!”6 Esta insinuación al asesinato fue oída por cuatro de ellos, que se comprometieron bajo juramento a asesinar al arzobispo. “Soy el arzobispo, pero no traidor” En la noche de 29 de diciembre de 1170, Santo Tomás Becket se dirigió como de costumbre a la iglesia, para las Vísperas. Los asesinos forzaron la puerta del claustro y entraron en el recinto sagrado, gritando: “¿Dónde está el arzobispo? ¿Dónde está el traidor?” El santo estaba apoyado a una columna, y respondió: “Aquí me tenéis. Soy el arzobispo, pero no traidor”. Uno de los cuatro facinerosos, para hacerlo salir del templo, le gritó: “¡Sálvate!” Agarrándose más fuertemente a la columna, le respondió: “Consuma aquí mismo tu crimen. Pero yo te prohíbo, de parte del Todopoderoso, maltratar a quien quiera que sea de los míos”.
El primer golpe le alcanzó ligeramente la cabeza, pero casi cortó el brazo de uno de sus clérigos, que portaba la cruz arzobispal. Otro golpe le abrió una brecha en la cabeza, y él cayó de rodillas bañado en su sangre, exclamando: “Muero voluntariamente por el nombre de Jesús y por la defensa de su Iglesia”. Otros golpes se siguieron, y el santo entregó su alma a Dios a los 53 años de edad y nueve de episcopado, de los cuales dos tercios los había pasado en el destierro. Penitencia, canonización, devoción al mártir El hediondo crimen horrorizó no sólo a Inglaterra, sino a toda Europa. Lleno de pavor, el rey se encerró en su palacio, permaneciendo sin hablar con nadie durante varios días. Después compareció como peregrino y penitente ante la tumba del santo, donde se sometió a una severa flagelación en presencia de obispos, abades y monjes. Pasó después en oración el resto de aquel día y la noche siguiente. La conversión de Enrique II fue vista como el primer milagro de Santo Tomás Becket. La canonización ocurrió dos años después de su muerte. Los milagros operados ante su tumba se fueron multiplicando: enfermos, ciegos, sordos, mudos, paralíticos, encontraban remedio junto a los restos del mártir. En un espacio de tiempo extraordinariamente breve, la devoción al arzobispo-mártir se difundió por toda Europa, de tal manera que el santuario de Santo Tomás Becket se convirtió en uno de los más famosos de toda la Edad Media, al igual que el de Santiago de Compostela en el norte de España. Notas.- 1. Herbert Thurston, St. Thomas Becket, in The Catholic Encyclopedia, CD Rom edition.
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