Continuamos abordando ahora este tema de vital importancia, no tanto para desarrollar los principios básicos que ya expusimos, sino para mostrar los riesgos de la tolerancia y las precauciones con que se la debe practicar
Plinio Corrêa de Oliveira
En nuestro artículo anterior tratamos del problema de la tolerancia, estableciendo que ésta, así como su contraria, que es la intolerancia, no se pueden calificar como intrínsecamente buenas, ni intrínsecamente malas. En otras palabras, hay casos en que tolerar es un deber y no tolerar es un mal. Y, por el contrario, hay otros casos en que tolerar es un mal y no tolerar es un deber. Para evitar la aridez de una exposición exclusivamente doctrinaria, figurémonos la situación de un oficial de ejército que nota en su tropa graves síntomas de agitación. Se le pone un problema: a) ¿Será el caso de castigar con todo el rigor de la justicia a los responsables? b) ¿O será preferible tratarlos con tolerancia? Esta segunda solución daría lugar a otras preguntas. ¿En qué medida y de qué manera practicar la tolerancia? ¿Aplicar penas blandas? ¿No aplicarlas, llamando a los culpables y aconsejándoles afectuosamente que cambien de actitud? ¿Fingir que se ignora la situación? ¿Empezar tal vez por la más benigna de estas soluciones e ir aplicando sucesivamente las demás, a medida que los procesos disuasivos o blandos se vayan haciendo notoriamente insuficientes? ¿Cuál es el momento exacto en que se debe renunciar a este proceso para adoptar otro más severo?
Éstas son preguntas que forzosamente asaltarán el espíritu de muchos oficiales, pero también de cualquier persona con autoridad o responsabilidad en la vida civil, siempre que tenga exacta conciencia de sus obligaciones. ¿Qué padre de familia, qué jefe de una repartición pública, qué director de empresa, qué profesor, qué líder, no se ha tropezado mil veces con todas estas preguntas, con todos estos problemas, con situaciones como ésta? ¿Cuántos males evitó por haberlas resuelto con perspicacia y vigor de alma? ¿Y cuántos tuvo que soportar por no haber dado una solución acertada a las situaciones en que se encontraba? Los “antidivorcistas” de la boca para fuera La primera medida que debe tomar quien se ve en situaciones como ésta, consiste en hacer un examen de conciencia para precaverse contra las celadas que su carácter le pueda tender. Debo confesar que a lo largo de mi vida, he visto en esta materia los mayores disparates. Y casi todos ellos conducían al exceso de tolerancia. Los males de nuestra época han adquirido el cariz alarmante que actualmente presentan, porque existe hacia ellos una simpatía generalizada, de la cual participan frecuentemente aquellos mismos que los combaten. Existen, por ejemplo, antidivorcistas. Pero entre ellos, numerosos son los que, oponiéndose al divorcio, tienen una manera de ser exageradamente sentimental. En consecuencia, consideran románticamente los problemas nacidos del “amor”. Puestos delante de la situación difícil de un matrimonio amigo, esos antidivorcistas pensarán que es sobrehumano, por no decir inhumano, exigir del cónyuge inocente e infeliz que rechace la posibilidad de “comenzar una vida nueva” (esto es, de dar muerte a su alma por el pecado). De la boca para fuera, continuarán “lamentando el gesto” de este último, de iniciar una “nueva relación”, etc. Pero cuando se les ponga el problema de la tolerancia, habrán hecho todo un montaje interior para justificar las condescendencias más extremas y más contrarias a la moral. ¿Cómo llegaron a la decisión de tolerar tan desdichadamente el cáncer roedor de la familia? Es porque en el fondo tenían una mentalidad divorcista.
Los amargos frutos debidos al exceso de tolerancia Pero no paremos aquí. Tengamos el valor de decir la verdad entera. El hombre moderno tiene horror a la ascesis. Le es antipático todo lo que exige de la voluntad el esfuerzo de decir “no” a los sentidos. El freno de un principio moral le parece odioso. La lucha diaria contra las pasiones le parece una tortura china. Y por esto, no sólo con los divorciados, el hombre moderno, aun cuando esté dotado de buenos principios, es exageradamente complaciente. Hay legiones enteras de padres y profesores que por esto mismo son indulgentes, en exceso, con sus hijos o alumnos. Y el estribillo es siempre el mismo: Pobrecito… Pobrecito porque tiene pereza, recibe mal las llamadas de atención de los mayores, come dulces a escondidas, frecuenta malas compañías, asiste a películas inmorales, etc. Y porque es un “pobrecito” raras veces recibe el beneficio de un castigo severo. No es necesario decir en qué desemboca esa educación. Los frutos ahí están. Son miles, millones de desastres morales ocasionados por una tolerancia excesiva. “Quien no usa la vara odia a su hijo”, enseña la Escritura (Prov. 13, 24). Pero hoy, ¿a quién le interesa eso? Lo mismo ocurre frecuentemente, mutatis mutandis, en las relaciones entre patrones y obreros, y en todos los campos los ejemplos se podrían multiplicar. Hay momentos para tolerar y momentos para no tolerar Claro está que dicha tolerancia se apoya en todo tipo de pretextos. Se exagera el riesgo de una acción enérgica. Se acentúa demasiado la posibilidad de que las cosas se solucionen por sí mismas. Se cierran los ojos a los peligros de la impunidad. Y así por delante. En realidad, todo esto se evitaría si la persona que está en la alternativa de tolerar o no tolerar, fuese capaz de desconfiar humildemente de sí. ¿Tengo ocultas simpatías hacia este mal? ¿Tengo miedo de la lucha que la intolerancia traería consigo? ¿Tengo pereza de los esfuerzos que una actitud intolerante me impondría? ¿Encuentro ventajas personales de cualquier naturaleza en una actitud conformista? Sólo después de un examen de conciencia como éste la persona podrá enfrentar la dura alternativa: tolerar o no tolerar. Pues sin este examen nadie podrá estar seguro de tomar con relación a sí mismo las precauciones necesarias a fin de no pecar por exceso de tolerancia. Los católicos hipertolerantes sólo argumentan con el corazón Otro excelente consejo para no pecar por excesos de tolerancia, consiste en desconfiar mucho más de una flaqueza nuestra en este punto cuando están en juego derechos de terceros, que cuando se trata de los nuestros. Habitualmente, somos mucho más “comprensivos” cuando los otros son los que están en causa. Perdonamos más fácilmente al ladrón que robó a nuestro vecino, que al que asaltó nuestra propia casa. Y somos más propensos a recomendar el olvido de las injurias, que a practicarlo.
Y en este punto no perdamos de vista el doloroso hecho de que, según los primeros impulsos de nuestro egoísmo, Dios sería muchas veces para nosotros un tercero. Así, estamos mucho más inclinados a disculpar una ofensa hecha a la Iglesia, que la injuria que nos es hecha a nosotros; a soportar la lesión de un derecho de Dios, que a un interés nuestro. En general, éste es el estado de espíritu de los católicos hipertolerantes. Su lenguaje es imaginativo, sin energía, sentimental. Sólo saben argumentar —si es que se puede llamar a esto argumento— con el corazón. Hacia los enemigos de la Iglesia, están llenos de ilusiones, atenciones, obsequios y muestras de afecto. Pero se ofenden terriblemente si un católico ardoroso les hace ver que están sacrificando los derechos de Dios. Y, en lugar de argumentar en términos de doctrina, transponen el asunto al terreno personal. ¿Acaso piensan que soy tibio? ¿Que no sé perfectamente lo que tengo que hacer? ¿Dudan de mi sabiduría? ¿De mi valor? ¡Oh no, esto no lo puedo soportar! Y su pecho resopla, su rostro se llena de rubor, sus ojos se inundan de lágrimas, su voz toma una inflexión particular. ¡Cuidado! Este hipertolerante está en el auge de una crisis de intolerancia. Cualquier violencia, cualquier injusticia, cualquier unilateralidad se puede temer de él. Veremos, finalmente, en un próximo artículo, cómo debe ser practicada la tolerancia en los casos en que es justa.
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