PREGUNTA Monseñor: participo de algunas comunidades y foros de debate en diversas redes sociales y, una u otra vez, surgen los mismos cuestionamientos sobre la ferviente devoción católica a la Santísima Virgen María. A nosotros los católicos nos dan el injusto título de «idólatras», por confusión o desconocimiento de nuestra grandiosa fe en la Madre de Dios. Los protestantes se basan en versículos aislados de la Biblia, para dar fundamento a las acusaciones. Pienso que eso es una forma muy presumida de acusación e injusticia. En fin, a su modo de ver, ¿cómo defenderse de estas acusaciones? Su ayuda me es de extrema importancia. Voy a recibir el Sacramento de la confirmación y estoy buscando intensamente transmitir a los demás aquello que va más allá de las Sagradas Escrituras. RESPUESTA
Ante todo, conviene hacer una observación sobre la forma equivocada de argumentar de los protestantes en general, que consiste en poner de lado los datos más elementales de la realidad que están al alcance de cualquier persona de sentido común. En el caso de la relación de Nuestro Señor Jesucristo con la Santísima Virgen, ellos raciocinan como si no existiera el amor inefable a la Madre santísima por el Hijo divino: ¡el amor del mejor de todos los hijos por la mejor de todas las madres! Muchas veces, basta caminar por las calles para ver la ternura de la más ínfima de todas las madres por el menos dotado de todos los bebes. Es su hijo, y eso basta para que ella lo cargue en sus brazos como el más precioso de todos los tesoros. Si esto es así con una madre común, ¿cómo habrá sido la ternura de la Virgen Madre Inmaculada con relación al Verbo de Dios, hecho hombre en su seno purísimo? Y, en contrapartida, ¿cuál habrá sido la inmensidad del cariño de Jesucristo por Aquella en cuyo seno Él se encarnó? ¡Bastaría que los protestantes tuviesen esas verdades elementales frente a los ojos, para que la mayoría de sus objeciones contra Nuestra Señora cayesen por tierra! Al crear a Adán, ¡el Padre eterno pensaba en Cristo! Christus cogitabatur! (“Pensaba en Cristo”) — Ésta fue la exclamación de Tertuliano, uno de los mayores genios del cristianismo, al comentar el pasaje del Génesis que describe el momento en que Dios modelaba el cuerpo de Adán, antes de colocarlo en el paraíso terrenal. Se trata de una descripción adecuada, para explicar en términos humanos lo que pasaba en la mente de Dios, cuyo modus operandi excede completamente nuestra capacidad de comprensión. De cualquier modo, algo se puede comprender. En ese acto que estamos considerando, el comentario de Tertuliano nos muestra que Dios no podía dejar de tener en mente que de Adán descenderían todos los hombres. Inclusive y especialmente el cuerpo humano de Jesucristo. En ese cuerpo, Dios infundiría un alma —el alma de Jesucristo, creada en el mismo instante de su virginal concepción— formando así un hombre completo, el cual, unido hipostáticamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad —el Hijo—, constituiría una sola persona divino-humana. En rigor, Dios podría haber formado ese cuerpo de la nada. Pero Él quería que Jesucristo se incorporara normalmente en el linaje humano, y, por lo tanto, naciera como todos los hombres de una mujer, y así fuese reconocido, sin ninguna duda, como un hombre. Llegada, pues, la plenitud de los tiempos, se formó, por obra del Espíritu Santo, en el seno purísimo de la Virgen María —que dio la contribución propia de todas las madres—, el cuerpo sacrosanto del Verbo de Dios encarnado. Ahora bien, una madre lo es del hombre entero. Siendo, pues, María Madre de Jesucristo, es Madre del Verbo encarnado. Por lo tanto, Madre de un Hombre-Dios. Simplificadamente, Madre de Dios, como lo proclamó el Concilio de Éfeso (año 431), contra la herejía del nestorianismo. En estas condiciones, la intuición genial de Tertuliano puede ser extendida a todo el proceso de formación del cuerpo de Jesucristo. Pero, como en la mente divina todo estaba determinado desde toda la eternidad, fue igualmente desde toda la eternidad que Dios Padre meditó en Aquella que sería la Madre de su Hijo Unigénito. Así, al modelar el cuerpo de Adán, Dios meditaba también en María —“Maria cogitabatur”— que le sería dada por esposa. Lo afirma expresamente el Papa Pío IX en la bula Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1854), con la cual proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción: la Predestinación de la Beatísima Virgen María para ser Madre de Jesucristo estaba incluida en el mismo y único decreto en que quedó establecida la Encarnación del Verbo, después de la previsión de la caída de nuestros primeros padres y como medio para sanarla. Relación con las tres Personas de la Santísima Trinidad En estas condiciones, la Virgen Santísima tiene una relación privilegiadísima con las Tres Personas de la Santísima Trinidad: a) como criatura de Dios, Ella es Hija predilecta de Dios Padre; b) por haber recibido la misión de dar a luz al Verbo Encarnado, Ella es Madre admirable de Dios Hijo; c) y lo que en Ella se engendró fue por obra del Espíritu Santo, puesto que no conocía varón. Ella es, pues, legítimamente llamada Esposa del Espíritu Santo. De ahí resulta que las tres Personas de la Santísima Trinidad la colmaron de privilegios como no lo hicieran a ninguna otra criatura. Los capítulos de la Teología que tratan de estos privilegios son tan numerosos y extensos, que constituyen una parte especial, denominada Mariología. Esos privilegios son bastante conocidos entre los católicos, razón por la cual nos limitamos a mencionarlos sumariamente: a) exención del pecado original (Inmaculada Concepción); b) inmunidad de cualquier tendencia al pecado, y de todo pecado actual; c) virginidad perpetua, antes, durante y después del parto; d) plenitud de todas las gracias, virtudes y dones del Espíritu Santo; e) incorruptibilidad en el sepulcro y gloriosísima Asunción a los Cielos. Mutilación mental de todas estas consideraciones La contraposición que los protestantes establecen entre Jesucristo y su Madre Santísima en la obra de la Redención del género humano proviene de la mutilación mental de todas estas consideraciones. Y por ello no llegan a entender determinadas expresiones de la Sagrada Escritura que presentan a Jesucristo como Redentor único y necesario, y Mediador, también único y necesario, entre Dios y los hombres. En efecto, de acuerdo con la doctrina católica, solamente Jesucristo es el Redentor único, necesario y suficiente. Pero el Hijo de Dios quiso asociar a esta obra los méritos de su Madre Santísima, que para ello contribuyó no sólo con el hecho de su gestación humana, como también, durante toda su vida, con la unión estrechísima de su Inmaculado Corazón con los designios del Sacratísimo Corazón de Jesús, a tal punto de formar con él cor unum et anima una (un sólo corazón y una sola alma). Y, por fin, con su participación inenarrable en los sufrimientos de su Divino Hijo, durante la Pasión. Participación de tal grado que muchos teólogos, e incluso Papas, reivindican para Ella el título de Corredentora (corredención entendida en los términos aquí explicados). Maternidad espiritual en la Iglesia y Reino de María Por todo cuanto fue dicho, se comprende que Dios quisiese también asociar a María Santísima a la obra de salvación que Jesucristo confió a su Iglesia. Proporcionan base para la tesis de esta maternidad espiritual las conocidísimas y solemnes palabras de Nuestro Señor en lo alto de la Cruz, al dirigirse a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y dirigiéndose a San Juan: “Ahí tienes a tu Madre” (cf. Jn. 19, 26-27). Los intérpretes católicos ven en estas palabras la expresión de la maternidad espiritual que María ejerce junto a todos los cristianos —Auxiliadora de los Cristianos— y también a los demás hijos de Eva, procurando atraerlos al verdadero redil de Nuestro Señor Jesucristo. Así, Ella fue constituida como Medianera junto al único Mediador necesario entre Dios y los hombres. No porque Ella fuese absolutamente necesaria, sino porque Dios así lo determinó. Verdad que estremece a un número incontable de protestantes. Pero que para los católicos representa una dulzura, como se la invoca en la Salve: “o clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria” (oh clemente, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María). Y esa misión de María junto a la humanidad atraviesa los siglos. Ella acompaña los acontecimientos terrenos. Y viendo cuánto la humanidad de hoy se distanció de Dios y de la Santa Iglesia, prepara su retorno por las vías sacrosantas de la civilización cristiana. Así, después de un castigo purificador —del cual nos habla el Mensaje de Fátima— volverán a tener vigencia en la tierra los principios católicos y los provechosos preceptos del Derecho natural en lugar de ese Estado laico que allí tenemos. Será el Reino de María, profetizado por muchos santos y, más próximo a nosotros, por la Santísima Virgen en Fátima, cuando dijo: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.
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