La Palabra del Sacerdote María y la vida pública de Jesús

PREGUNTA


Quisiera saber lo siguiente: ¿por qué Jesucristo hizo su obra de salvación sin la presencia de María, y en el Evangelio no cita el nombre de su madre? Incluso cuando los discípulos le informan que su madre y sus hermanos están afuera, Jesús pregunta: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”, no dándole importancia a María.

También en la Biblia no hay un relato sobre los poderes de María (ni en los profetas, ni en los apóstoles, ni en el Apocalipsis), y Dios dijo que no se puede añadir ni quitar una sola palabra de la Biblia, pues todo lo que Dios tenía que hacer y decir está relatado solamente en la Biblia.

En fin, ¿por qué Dios y Jesús dejan en claro que no existe ningún intermediario entre los hombres y Dios, sino directamente Jesús y nadie más? Quedo siempre en duda si la Biblia está equivocada, o Dios se olvidó de incluir estas orientaciones, y si el plan original de salvación que Él hizo usando a Jesús, falló.


RESPUESTA


Una vez más encontramos, en esta pregunta, el principio de inspiración protestante —y hoy en día muy diseminado en ambientes católicos— de que “todo lo que Dios tenía que hacer y decir está relatado solamente en la Biblia”. Analizamos ampliamente esta errada premisa en La Palabra del Sacerdote del mes de agosto pasado, y a ella remitimos al lector.

La Biblia no es la única fuente de la Revelación, sino también lo es la Tradición. Y la seguridad del resguardo e interpretación de la Revelación se encuentra en el Magisterio de la Iglesia. Estos elementos constituyen el trípode en base al cual se formulan todas las verdades católicas. En suma, no todo lo que Jesús hizo y enseñó está en la Biblia —esto está muy claramente afirmado al final del Evangelio de San Juan (21, 25)— sino que es complementado por lo que consta de la Tradición, o sea, de la Predicación de los Apóstoles. Y tanto de una como de la otra es intérprete fiel e infalible la Santa Iglesia fundada por Jesucristo.

“Envió Dios al ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José; y el nombre de la virgen era María” (Lc. 1, 26-27).

También el hecho de que los Evangelios no hayan registrado siquiera una mención directa de Nuestro Señor Jesucristo al nombre propio de su Madre Santísima, no significa que el nombre de Ella no aparezca ninguna vez en los Evangelios. En efecto, el nombre de María aparece diez veces en el Nuevo Testamento, siendo la primera, cronológicamente, en la descripción que San Lucas hace de la Anunciación: “Envió Dios al ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado José; y el nombre de la virgen era María (Lc. 1, 26-27).

Además, nada hay de extraño en que un hijo no llame a su madre por su nombre propio, pero lo haga, como todos lo hacemos, ¡simplemente por el dulcísimo nombre de madre! Razón más que natural para que Jesús se acomodase al uso general y tal hecho se haya reflejado en los relatos evangélicos. Que la haya llamado una u otra vez por el nombre genérico de Mujer, también ya fue objeto de una explicación en esta columna (cf. Tesoros de la Fe nº 5, mayo de 2002).

¿Menosprecio o elogio a su Madre Santísima?

Tampoco es exacto decir que, en el episodio en que los parientes de Jesús lo buscaban mientras Él estaba enseñando al pueblo (cf. Mt. 12, 46-50; Mc. 3, 31-35), el Divino Maestro habría dado poca o ninguna importancia a su Madre. Basta leer el relato evangélico correspondiente: “Pero Él, respondiendo al que se lo decía, replicó: ¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y mostrando con la mano a sus discípulos: Éstos, dijo, son mi madre y mis hermanos. Porque cualquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Mt. 12, 48-50).

Todos los intérpretes son unánimes en comentar que ese elogio hecho a “cualquiera que hiciere la voluntad de mi Padre” le cabía, en primer lugar y más que a nadie, a María Santísima, que entre todas las puras criaturas salidas de la mano del Altísimo fue la que más perfectamente cumplió la voluntad de Dios. Por lo tanto, el comentario de Jesús, lejos de ser un menosprecio de su Madre, fue un alto elogio hecho a Ella, que desde muy temprano se proclamó la “esclava del Señor” (Lc. 1, 38).

Los poderes de la Madre del Divino Redentor

Los teólogos católicos, trabajando con base en los datos de la Revelación —contenidos en la Sagrada Escritura y en la Tradición, y fielmente interpretados por el Magisterio de la Iglesia— extrajeron de aquellos datos riquísimos tesoros que muestran el gran poder de intercesión de María ante su Divino Hijo. En el libro El Culto a la Santísima Virgen, [3ª edición, El Perú necesita de Fátima, Lima, julio de 2002] el lector encontrará todo el fundamento bíblico y tradicional de aquella verdad teológica; de que tenemos necesidad de una Medianera ante el único Mediador Jesucristo, y cómo tal mediación secundaria de María apenas exalta el papel insubstituible y necesario del Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos.

En verdad, la misión de María en el plan de salvación ya puede ser vislumbrada desde el Antiguo Testamento, por las referencias —implícitas o explícitas— a la Madre del Redentor, desde la promesa hecha a Adán y Eva caídos en pecado (cf. Gen. 3, 15) hasta la mención de la Virgen que dará a la luz un Hijo que se llamará Emmanuel (cf. Is. 7, 14; Miq. 5, 2-3).

En cuanto al Apocalipsis, mencionado en la pregunta como omiso en relación a la Madre de Dios, la Iglesia aplica a María varios pasajes lindísimos de este libro del Nuevo Testamento que faltaría espacio para comentar: Citamos enseguida apenas uno de ellos: “Apareció un gran prodigio en el cielo: una mujer vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas” (Ap. 12, 1).

“Apareció un gran prodigio en el cielo: una mujer vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas” (Ap. 12, 1).

Un consejo excelente, pero no para todos

A esta altura de la exposición, no podemos dejar de comentar cómo, para entender correctamente las Escrituras, es menester recurrir siempre a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia, que durante dos mil años viene interpretando para los fieles el significado exacto de los pasajes bíblicos. Abandonado a sí mismo, el lector común fácilmente se enredará en interpretaciones erradas, como los lectores de Tesoros de la Fe lo han podido constatar por diversas cartas que reproducimos en esta columna. Y cómo es imprudente el consejo, tan difundido en ciertos ambientes católicos, que incita a los fieles a emprender por sí solos, sin mayores estudios ni cautelas, la lectura e interpretación de la Sagrada Escritura.

No sorprende, por lo tanto, que mi interrogador termine su carta manifestando con mucha autenticidad la peligrosa desorientación en que se encuentra: “Quedo siempre en duda si la Biblia está equivocada, o Dios se olvidó de incluir estas orientaciones, y si el plan original de salvación que Él hizo usando a Jesús, falló”. La actual desorientación de los fieles lleva así a errores clamorosos:
a) pensar que la Biblia pueda estar equivocada;
b) pensar que Dios “se olvidó de incluir” en la Revelación orientaciones fundamentales para que el fiel siga el camino de salvación;
c) ¡pensar que “el plan original de salvación”, que tiene como piedra angular a Jesucristo, falló! ¡O entonces, quien cometió un error clamoroso fue la Iglesia que, sin base en la Sagrada Escritura y en la Tradición, nos propuso a María Santísima como Medianera ante su Divino Hijo!

A estas peligrosas perplejidades llegó el lector que, inducido a leer las Escrituras sin tomar como guía a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia, no fue debidamente advertido, por quien le correspondía hacerlo, de las precauciones que debía tomar. Leer la Sagrada Escritura es una excelente acción, incluso enriquecida con una indulgencia plenaria concedida por la Santa Iglesia (para quien lo practique al menos por espacio de media hora). Pero esta excelente acción es sólo recomendable para quien lo haga debidamente esclarecido e iluminado por los comentaristas autorizados por la Santa Iglesia. De lo contrario, se puede temer que caiga en peligrosas perplejidades hasta para la manutención de su fe.     



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Tesoros de la Fe N°35 noviembre 2004


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