PREGUNTA Quisiera recibir algunas explicaciones sobre los dogmas y fundamentos de la doctrina de la Iglesia a respecto de los santos: ¿cómo interceden ellos por nosotros y nos ayudan a alcanzar la gracia, y cómo son santos, siendo que sólo Dios es santo? Por favor, ayúdenme a responder esta pregunta que me la hicieron a mí y no logré contestar. RESPUESTA
Si solamente Dios es santo, ¿cómo es que atribuimos a algunos hombres el calificativo de santos? Éste es el sentido central de la duda del lector. Se advierte, desde luego, que la pregunta dirigida a nuestro consultante es probablemente de origen protestante, pues es común entre éstos negar que algún hombre pueda ser santo. Pero puede provenir también de algún católico contaminado por las ideas protestantes, como lamentablemente no es raro encontrar hoy en día. Así, el esclarecimiento de esta cuestión puede ser útil para muchos que se sientan afectados por la prédica protestante. Tanto más que la propia Iglesia nos enseña que todo hombre es pecador, a tal punto que rezamos en el Avemaría pidiendo: rogad por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Esta oración es puesta en los labios de todos los fieles, sin excepción, inclusive de aquellos que ocupan los más altos cargos en la Jerarquía de la Iglesia. Al celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, todo sacerdote comienza pidiendo a Dios el perdón de sus pecados: que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. ¿Qué sentido tiene, en la doctrina católica, atribuir santidad a algún hombre sobre la faz de la tierra? Dios creó al hombre en estado de santidad Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, participando por lo tanto de la santidad del propio Dios. En el Paraíso, Adán y Eva habían sido elevados al orden sobrenatural por medio de la gracia, lo que caracterizaba un estado de inocencia, de justicia y de santidad. Además, gratuitamente Dios les había comunicado el don de la inmortalidad corporal (el alma, por su propia naturaleza, es inmortal), o sea, serían llevados al cielo sin conocer la muerte, después de pasar por la prueba de esta vida. A causa del pecado, todo eso lo perdieron: la gracia, la inocencia, la justicia y la santidad; perdieron el derecho al cielo; fueron expulsados del Paraíso terrenal; quedaron expuestos a muchas miserias de cuerpo y de alma; y, por fin, condenados a morir. Antes, según comentadores versados en la Sagrada Escritura, les bastaba comer del fruto del árbol de la vida existente en el Paraíso, para que conservasen la vida inmortal. El pecado de Adán fue un pecado personal. No obstante, siendo él la cabeza y el tronco del género humano, ese pecado se transmitió, por medio de la generación natural, a todos sus descendientes. Por eso todo hombre nace contaminado por ese pecado, que consiste en la privación de la inocencia y de la gracia. Se llama pecado original. Esto se puede entender con facilidad: si un hombre acaudalado hace malos negocios, al perder su casa y todos sus bienes, no tiene qué legar por herencia a sus hijos, en vida o después de su muerte. Del mismo modo la naturaleza humana, que había sido elevada en Adán al orden sobrenatural por medio de la gracia, perdió ésta al haberla perdido Adán al pecar, pues éste la perdió para sí y para todos sus descendientes. La obra de la Redención por Jesucristo Por sí mismo, el hombre no tenía condiciones de salir de ese estado de pecado. La gravedad de una ofensa se mide tanto por la naturaleza de la ofensa, como por la dignidad del ofendido. Siendo Dios infinito, el pecado de Adán tenía, de cierto modo, una gravedad infinita. Para ser reparada, sería necesario una acción de valor infinito, lo que ningún hombre podría practicar. Por otro lado, la reparación debía ser ofrecida por el hombre, que era el ofensor. La humanidad se encontraba, por lo tanto, en una situación de impasse. Dios se compadeció de la situación de los hombres y resolvió divinamente el problema, que humanamente era insoluble: la Segunda Persona de la Santísima Trinidad —el Hijo de Dios— se haría hombre y ofrecería a la Santísima Trinidad un sacrificio condigno, en nombre de los hombres. Así, al encarnarse en el seno virginal de María Santísima, por obra del Espíritu Santo, el Verbo de Dios hecho hombre, Jesucristo, pudo ofrecer de lo alto de la Cruz un Sacrificio que redimió a toda la humanidad, restaurando nuestra amistad con Dios y nuestra filiación divina. La restauración de la santidad por el bautismo Los méritos de la Redención se aplican a nosotros, primeramente, por el sacramento del bautismo, que borra en nosotros el pecado original. El bautismo nos comunica por primera vez la gracia santificante, que nos eleva al orden sobrenatural, nos hace hijos de Dios por adopción y herederos del cielo. Además, el bautismo nos introduce en la verdadera Iglesia de Jesucristo, es decir, la Iglesia Católica, convirtiéndonos en miembros vivos de ella y aptos para recibir los demás sacramentos. Aunque nos obtenga la remisión del pecado original, el bautismo no restaura la naturaleza humana en el estado de integridad en que se encontraban Adán y Eva en el Paraíso. Muchos de los efectos del pecado original permanecen en el hombre: continuamos sujetos al trabajo con el sudor de nuestra frente, y a muchas otras miserias; somos afligidos por las enfermedades y finalmente por la muerte. Peor aún, la inclinación al pecado permanece en nosotros, y contra ella debemos luchar hasta el último día de nuestra existencia terrena, con la indispensable ayuda de la gracia de Dios. Pero si tenemos la infelicidad de pecar gravemente, y perder así nuevamente la gracia santificante, podemos arrepentirnos y recuperarla con el sacramento de la confesión, confesando nuestros pecados a un sacerdote, que los perdona en nombre y por el poder de Jesucristo. Es sobre todo importante el Santísimo Sacramento de la Eucaristía —el mayor de todos los sacramentos— que es el propio Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Recibiéndolo en estado de gracia, es decir, después de haber obtenido el perdón de nuestros pecados mortales mediante el sacramento de la confesión, la gracia santificante aumenta grandemente en nosotros. En consecuencia, aumenta la santidad de nuestra vida. Intercesión de los santos, en esta y en la otra vida Vamos así caminando en nuestra existencia terrena, con avances y retrocesos, nuevos retrocesos y nuevos avances. Si prevalecen los avances, avanzamos en santidad. Si los retrocesos prevalecen, nos aproximamos peligrosamente de la condenación eterna. Algunas almas generosas y privilegiadas toman con resolución el camino de la santidad, movidas por la gracia de Dios. En ellas permanecen defectos menores, que van siendo vencidos poco a poco. Y el olor de la santidad se comunica a los que tienen proximidad con ellas. No obstante, no nos engañemos: no todos lo perciben. ¡Son muchos los casos de personas que convivieron con santos y no percibieron nada, pues sus ojos estaban cerrados a la santidad ajena! Pero esto poco importa. Lo que importa es que Dios los conoce y los ama, y les comunica cada vez una mayor participación en su propia santidad. Son los amados y privilegiados de Dios.
Es bastante comprensible que Dios atienda con mayor benevolencia la súplica de éstos que están más próximos de Él que la de otros que están más lejos, pues lo mismo sucede con nosotros cuando atendemos con prontitud los pedidos de nuestros amigos. Aquí está la explicación de la intercesión de los santos, aún en esta vida: Dios atiende con mayor presteza las oraciones de los más avanzados en santidad, que son sus mejores amigos. ¡No se trata en ellos de una santidad absoluta, que sólo Dios tiene, y por eso mismo se dice que sólo Dios es santo! Sino que es una participación finita en la santidad infinita de Dios. Claro está, que si Dios ya atiende en esta vida las oraciones de los santos por nosotros, con mucha mayor razón atenderá los pedidos que ellos hagan por nosotros cuando ya estuviesen en el cielo. Así se entiende lo que dijo Santo Domingo de Guzmán, moribundo, a sus hermanos de la Orden Dominicana, por él fundada: “No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida” (cf. Jordán de Sajonia, Lib. 93). Y Santa Teresita del Niño Jesús tenía una aspiración: “Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra”. (Novissima Verba, 17 de julio de 1897, Derniers entretiens, París, 1971, p. 270).
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¿Por qué hay santos, si sólo Dios es Santo? |
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