¿Realidad o cuento de hadas? Se tendría el derecho de dudar, considerando la armonía, la levedad, la suprema distinción de este castillo, construido sobre las aguas, de una serenidad y de una profundidad dignas de servirle de espejo. Hasta podría decirse que esta inimaginable fachada fue hecha para ser vista principalmente en su reflejo en las límpidas aguas sobre las que posa.
Se trata de una realidad, sí, pero de una realidad feérica, nacida del genio francés. Es el castillo de Chenonceaux, construido en el siglo XVI. Se distingue por una armoniosa interpenetración de fuerza y de gracia, de simetría y fantasía, tan típica del alma francesa. La foto muestra tres elementos heterogéneos: un cuerpo de edificio largo y uniforme, que termina en la junción con otro bastante disparejo, flanqueado de pequeños torreones. Por fin, a la izquierda, una pesada torre. El cuerpo del edificio reposa sobre cinco arcos, de donde le viene su levedad. Cada una las pilastras de los arcos esta encaramada por una saliente a modo de torreón, aligerada por una gran ventana. Sobre el torreón, otra ventana, que termina graciosamente en el ojo ornamental casi risueño de la mansarda. Pilastra, torreón, ventana del segundo piso, ojo de la mansarda, constituyen una sola línea que se refleja por entero en la profundidad del agua, confiriendo una como que continuidad entre el edificio y su reflejo. Tal como la forma noble y armónica de los arcos también lucra en completarse en su propio reflejo. Estos dos elementos aseguran vigorosamente la continuidad estética entre el castillo real inmerso en el aire diáfano, y el castillo irreal “inmerso” en el río Cher. Los cinco arcos corresponden a cinco partes de la fachada, que se repiten una a otra. La armonía es perfecta. Tan perfecta que rayaría en la monotonía si lo que tiene de profundamente plácido no fuese armónicamente compensado y realzado por un contraste. El segundo cuerpo del edificio, considerado en sí mismo, también presenta el contraste armónico entre fuerza y gracia. El extremo de la fuerza es la base. El primero y segundo piso son más leves, con sus grandes ventanas y la poesía de sus torres. Las mansardas y el techo son de una lozanía, una diversidad, una belleza casi musical. Y a la izquierda, recuerdo grave y venerable de otras eras, heroica, sombría, inconmovible, bañada en una atmósfera legendaria, está la vieja torre, simbolizando la solidez de las tradiciones que son el alma de Chenonceaux. Esta torre y la parte del castillo sostenida por los arcos son absolutamente heterogéneas. Pero la parte central forma entre ellas una transición tan suave, que el todo forma un agradable conjunto. No es difícil imaginar cómo sería la vida en este castillo, en sus siglos de gloria, por ejemplo en las noches calientes y plácidas, con todas las luces encendidas reflejándose sobre el río, y las músicas saliendo por las ventanas abiertas y elevándose, hasta perderse entre las flores de los parques o en la superficie dulcemente móvil de las aguas… * * *
Siglo XVI, siglo complejo, en que el neopaganismo, que culminó en nuestro siglo con la crisis apocalíptica presente, ya comenzaba a mostrarse. Pero en el que muchas tradiciones cristianas de distinción, elevación de espíritu, armonía de alma, aún conservaban un gran vigor. Siglo en que el propio arte aún estaba marcado por una grandeza cristiana. ¿Qué hizo este siglo por los pobres? ¿Cómo vivían los servidores de este incomparable castillo? Según una leyenda estúpida, el lujo del castelano era obtenido por la opresión del servidor. Sería interesante elaborar un álbum con las fotografías de tantas de las residencias de servidores de castillo, que aún se conservan. Servirían para pulverizar la leyenda. Aquí tenemos, un vestigio de esas construcciones, en el propio Chenonceaux. Era destinada a los guardias. Un mimo de gracia campestre, de acogedor, de armonía despretenciosa, de pintoresco auténtico, muy adecuada para proteger cálidamente a lo largo del invierno contra la intemperie, con sus tres chimeneas. Formando un todo deliciosamente armónico con la naturaleza de fiesta en la primavera. Es un pequeño aspecto de la vida rural de otrora, que la civilización cristiana supo tornar tan fuerte, tan plácida, tan estable y tan inocente.
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