Esta sección ha tratado muchas veces de ambientes, tal como son creados por edificios, muebles, paisajes, etc. Sería interesante acentuar que el elemento principal de todo ambiente es el propio hombre. Verdad evidente en lo que se refiere a las ideas que el hombre expresa, y a los actos que practica, y menos evidente tal vez en lo que podríamos llamar los imponderables de la presencia humana: el porte, la actitud, la mirada. Detengámonos en la análisis de la mirada humana. Plinio Corrêa de Oliveira
Nuestra primera fotografía (izquierda) presenta a una de las personalidades más insignes del movimiento francés de defensa de los derechos de la Iglesia y el Papado en el siglo diecinueve, Dom Próspero Guéranger O.S.B., fundador y abad del famoso Monasterio de Solesmes, restaurador de la Sagrada Liturgia, escritor eximio, y gran amigo del célebre polemista católico Louis Veuillot. La frente amplia, los trazos acentuados y vigorosos, indican inteligencia y pujanza de personalidad. Pero todo cuanto estos trazos puedan significar está resumido, condensado, y llevado a la su más alta potencia de expresión en los ojos. Grandes ojos claros, llenos de luz, en los cuales parece nunca haberse reflejado la menor flaqueza o la menor bajeza humana. Grandes ojos que parecen hechos para la consideración exclusiva de lo que hay de más trascendental en esta vida y para los inmensos horizontes del Cielo. Pero al mismo tiempo una mirada de una invencible fuerza penetrante con relación a las cosas de la tierra, capaz de transponer todas las apariencias, todos los sofismas, todos los artificios de los hombres, escudriñando hasta el fondo más recóndito de los acontecimientos y de los corazones. Alma de varón justo y contemplativo, que ve alto y ve profundo, porque vive inmersa en las claridades de un pensamiento lógico, iluminado por una fe impecablemente ortodoxa. Ante tal mirada, cómo no pensar en las bellas palabras del Santo Padre Pío XII en su alocución del 12 de junio pasado* a los miembros del Primer Congreso Latino de Oftalmología: “Todo se refleja en los ojos: no sólo el mundo visible, sino también las pasiones del alma. Hasta un observador superficial descubre en ellos los más variados sentimientos: cólera, miedo, odio, afecto, alegría, confianza o serenidad. El juego de los diversos músculos del rostro se encuentra de algún modo concentrado y resumido en los ojos, como en un espejo”. * * * De los grandes ojos que Dom Guéranger mantenía tan abiertos para el Cielo y para esta vida, pasemos para la admirable expresión de otros ojos (abajo) que la muerte cerró, y que sólo se reabrirán in novissimo die — “el último día”, para contemplar los terribles esplendores del Juicio Universal.
Se trata de la admirable máscara funeraria de San Felipe Neri, el famoso apóstol de Roma en el siglo XVI. Tal fue el vigor de su personalidad, que su máscara mortuoria, por así decir, todavía reluce de finura, de fuerza, de una ligera y suave ironía que parece presta a entreabrir los labios en una imperceptible sonrisa; pero la “mirada” es aún su nota más expresiva, con una fijeza, una lucidez, una fuerza que traspone no sólo los párpados sino los velos de la muerte y del tiempo, dejando ver hasta el fondo la coherencia, la robustez, la sanidad del alma que ya se fue. Fuerza, armonía, lógica de un santo que mereció ver en el Cielo la luz diáfana de Dios. * Tomado de Catolicismo, nº 45, setiembre de 1954.
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