Oriundo de la Galia romana, el roquefort se fue refinando a través de los siglos, transformándose en uno de los ejemplos más típicos de la máxima perfección del buen gusto en la comida Nelson Ribeiro Fragelli Con la historia del célebre queso roquefort pretendo narrar lo que el espíritu francés llama, de modo caballeresco, la aventura del roquefort. Fue casualmente que, en un viaje al sur de la Francia, me hospedé al lado de una antigua Commanderie —cuartel de una Orden de Caballería medieval— en la árida región del Larzac. Se trata de la Commanderie de Santa Eulalia: murallas, torres, y una iglesia, recogida y sobria, como la vida de los caballeros religiosos de aquella época. La región está salpicada de Commanderies: a pocos kilómetros está la de La Cavalerie. Más allá la de La Couvertoirade, primor de ciudadela medieval. La epopeya del roquefort En las cercanías, incrustada en la roca, se encuentra la pequeña ciudad de Roquefort-sur-Soulzon. Mi curiosidad fue atraída por ella. El famoso queso roquefort que allí se hace es el resultado de una feliz conjugación entre las ovejas del Larzac, las hierbas que sólo verdean en aquellos campos y un accidente geológico ocurrido antes de Cristo, en el enorme peñasco de Combalou. Otrora majestuoso, el Combalou, lentamente erosionado por filtraciones de agua, un día se desmoronó estrepitosamente. Inmensos bloques cayeron unos sobre otros, formaron grutas, algunas enormes. Cuando el viento golpea las ruinas del Combalou y penetra por los vanos de las piedras, llega a las grutas muy húmedas, favoreciendo así la aparición de cierta flora, desconocida en la aridez del Larzac. Cierto día, en los remotos tiempos de la dominación romana, un pastor, fatigado del ordeño, castigado por el sol, se cobijó en una de las grutas del Combalou. La atmósfera era fresca, corría allí un poco de agua. En una piedra depositó su balde de leche y sobre otra se apoyó perezosamente. Repuesto, resolvió explorar un laberinto —uno de aquellos vanos por donde corre el aire. Sorprendido, encontró otras grutas, mucho mayores, de un olor y de un frescor arrebatadores. Y en ellas se perdió. No pudo ubicar su balde, lo que no lo incomodó mucho, pues su descubrimiento bien valía la leche perdida. No fue difícil encontrar otra salida a casa. Días después encontró su leche. Evidentemente estaba cuajada. Pero sobre ella el viento de los túneles había depositado folículos y pólenes emanados de aquella rústica flora. El conjunto fermentó y el producto era un queso de agradable sabor, hasta entonces desconocido. Al ser probado, hizo saltar de contento las pupilas inadvertidas de nuestro pastor. Había nacido el roquefort. Las grutas poco a poco se transformaron en centros de producción del nuevo descubrimiento. Por el Larzac, una encrucijada de caminos norte-sur, de la entonces Galia, pasaban mercaderías destinadas al poderoso Imperio Romano. Esa ruta comercial favoreció la expansión del nuevo queso. Griegos e ibéricos lo importaban. Plinio el Viejo hace mención, en su Historia Natural, de un queso del Larzac que llegaba a Roma por el puerto de Ostia. Los primeros siglos del cristianismo destacan, en la misma región, un queso “producido en abundancia, que sacia a campesinos y se encuentra también en la mesa refinada de señores”. Todo lleva a creer que fuese el roquefort. Carlomagno, gran civilizador de pueblos, deseaba que los conventos por él fundados en toda Europa diesen, no sólo santos y educadores, sino también administradores y agrónomos. Cada monasterio era antes que nada un lugar de oración, pero también un centro civilizador, intelectual y agrícola. Es así que actualmente cerca del 40% de las ciudades francesas son de origen monástico. Según una tradición cara al roquefort, el emperador Carlos recibía todos los años, en Navidad, en su palacio de Aix-la-Chapelle, un cargamento de queso portado a lomo de mula. Órdenes monásticas y militares, cistercienses, caballeros de Malta, templarios, allí establecidos para la defensa de la región contra los asaltos de los musulmanes, reconocieron el alto valor del roquefort. Perfeccionaron técnicas de utilización del suelo y crianza de ovejas, sistematizaron la producción. Polémica sobre el número de quesos
Queso en francés se dice fromage. Tal es el sutil poder de los grandes quesos sobre las disposiciones del hombre que un estudioso de la cultura francesa dijo, cierta vez, que la palabra bien podría ser derivada de fro-magie: una forma de magia para encantar el espíritu. No le falta jocosidad a la observación. No le falta también un fondo de verdad. En el mismo sentido me acuerdo de la observación del General de Gaulle, como jefe de Estado, lamentándose de las dificultades para dirigir su inquieto país: “No es fácil gobernar un pueblo que creó más de 430 tipos de queso”. Observación que no hizo sino aumentar la polémica, pues sus gobernados jamás se pusieron de acuerdo con ese número, se sucedieron debates y demostraciones de que son 523, tal vez 367. Hasta hoy aún se publican correcciones a esos números. El hecho innegable es que los quesos son numerosos y deliciosos. Y que influyen en la opinión. Dos afirmaciones que, milagrosamente, obtienen el consenso francés. La victoria del emperador de los quesos... ¿Cómo comprobar esa magia ejercida por el roquefort? La reacción de un viejo amigo latinoamericano al probarlo por primera vez sirve bien de punto de referencia para medir el efecto sobre el ánimo de quien de él se sirve con gusto. Durante las vacaciones, él deseaba conocer palacios, iglesias y pinturas del Renacimiento. Renacimiento que él elogiaba como algo que supo dar al sentido artístico humano una perfeccionada expresión. Lo acompañé en honor a la vieja camaradería. Era un lunes lluvioso y gélido cuando llegamos a Sévérac-Le-Château, cerca de Roquefort, nos atrasamos recorriendo los caminos estrechos y peligrosos que serpentean los precipicios a lo largo del río Tarn. Diez de la noche. Tarde para los pueblos de la región. ¡Todos los restaurantes cerrados, y nosotros con hambre! Para no acostarnos hambrientos la dueña del hotel propuso servirnos algunos quesos. No serían muchos, dijo ella, pues no habíamos reservado la cena. Ella serviría, junto con otros dos, el roquefort. Al oír ese nombre deleitable, pensé: nos salvamos. No pasaremos hambre. Acomodado junto al fuego de una chimenea que se extinguía, aunque hambriento, mi amigo vaciló en tocar el roquefort. (Más tarde me dijo que el olor activo, recordando un corral de ovejas, lo había espantado). Se sirvió de los otros quesos. Fingí no notar su perplejidad. Esperaba animarlo. Visto que él era apreciador de la cultura, quería iniciarlo en las artes de aquella magia. Me serví abundantemente. Él me miró desconfiado y habiéndose liquidado los dos otros quesos, aún con hambre, miraba interrogativo, ya el roquefort, ya mi impasibilidad, como pidiendo socorro. Aquel roquefort estaba insuperable: su masa, blanca como la leche, salpicada por la germinación enverdecida de las hierbas, madurado en las grutas del Combalou, tenía un sabor inigualable. Con cierta pena, le pregunté si no prestaría honras al emperador de los quesos. Le corté una tajada, recomendando el vino como acompañante de estilo. A la primera dentada estremeció. Tuvo la falsa impresión de roer la pierna de un carnero curtida en pimienta. Un sabor agresivo invadió su capacidad degustativa. Para no sofocarse tomó dos sorbos de vino. Se alivió. Yo “no veía nada”, para dejarlo a gusto en su combate.
Pasado el susto, sintiendo que los primeros agrados de la combinación pan-roquefort-vino lo confortaban internamente, se aventuró a comer un segundo pedazo. Éste se fundió en la boca como un helado. Él nunca había notado esto en un queso, pues la característica es exclusiva del roquefort. Se desvaneció el corral. Y pasó a tener el paladar acariciado por copos de lana de albas ovejas; hongos y hierbas, de un verde musgo, se incrustaban en aquella blancura única y en todo aderezaban, transformando lo que al inicio juzgó que era pimienta, en pétalos de flores campestres. Él quedó meditativo al terminar la modesta tajada que le había dado. Matizados por el vino los sabores del roquefort, pasando por la degustación le subían a la mente como fuegos artificiales en que, a cada momento, un color reluce más que los otros. Y entre sabores que le recorrían ordenadamente la sensibilidad y el bienestar del cuerpo vigorosamente nutrido, en silencio, contemplaba los restos del roquefort como un león domado presentando la crin para ser peinada. Relajado, confiado, atacó una nueva tajada. Ya satisfecho, pensé que él buscaría el reposo. Todo lo contrario. Me propuso andar por las calles desiertas de Sévérac-Le-Château, bajo una fina y fría lluvia. Subimos hasta el castillo. Hablaba continua y meditadamente. Preguntó sobre quesos de la región, los Templarios, la causa que defendían, sus Commanderies, etc. Parecía haberse olvidado de los primores artísticos del Renacimiento, presto a inscribirse en la Orden del Temple y partir a una cruzada. Dominando el roquefort, terminó modelado por éste. Me acordé entonces de aquellas gloriosas órdenes militares, de los quesos de De Gaulle y de la fro-magie. Mi amigo había pasado por una aventura: la aventura del roquefort.
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