Robusto, voz potente, elocuencia arrebatadora, gran fecundidad de imágenes apropiadas para encantar el alma del pueblo —dándole así la formación más apta para reconocer el error y huir de él—, San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), famoso misionero y predicador popular francés, es también considerado por sus admirables obras sobre Nuestra Señora (entre las que sobresale su célebre «Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen») como insuperable Doctor mariano. Sabiendo que una de las cosas más difíciles de conseguir de un pecador es el reconocimiento humilde y sereno de sus pecados y que los confiese con verdadera contrición, para llevar a los fieles a ese arrepentimiento, San Luis Grignion pronunciaba sermones conmovedores, seguidos de cánticos que él mismo componía y eran acompañados por las multitudes admiradas y movidas por la gracia divina, que de todas partes acudían a oírlo. El texto que sigue, sobre el Santo Rosario, es un magnífico ejemplo de la fuerza comunicativa de sus sermones: “A vosotros, pobres pecadores, uno más pecador todavía os ofrece esa rosa enrojecida con la sangre de Jesucristo a fin de que florezcáis y os salvéis. Los impíos y pecadores empedernidos gritan a diario: Coronémonos de rosas (Sab. 2, 8). Cantemos también nosotros: coronémonos con las rosas del santo rosario. ¡Ah! ¡Qué diferentes son sus rosas de las nuestras! Las suyas son los placeres carnales, los vanos honores y las riquezas perecederas, que pronto se marchitarán y consumirán. En cambio, las nuestras –es decir, nuestros padrenuestros y avemarías bien dichos–, unidos a nuestras buenas obras de penitencia, no se marchitarán ni agostarán jamás y su brillo será, de aquí a cien mil años, tan vivo como en el presente. Sus pretendidas rosas sólo tienen la apariencia de tales. En realidad son solamente espinas que los punzarán durante su vida a causa de los remordimientos de conciencia, que los taladrarán a la hora de la muerte con el remordimiento y los devorarán durante toda la eternidad a causa de la rabia y desesperación. Las espinas de nuestras rosas son las espinas de Jesucristo, que Él convierte en rosas. Nuestras espinas punzan, pero sólo por algún tiempo y para curarnos del pecado y darnos la salvación. Coronémonos a porfía de estas rosas del paraíso recitando todos los días un rosario, es decir, las tres series de cinco misterios cada una o tres pequeñas diademas de flores o coronas: 1º para honrar las tres coronas de Jesús y de María (la de gracia de Jesús en la encarnación, su corona de espinas durante la pasión y la de gloria en el cielo, y la triple corona que María ha recibido en el cielo de la Santísima Trinidad); 2º para recibir de Jesús y María tres coronas: la primera, de mérito, durante la vida; la segunda, de paz, en la hora de la muerte, y la tercera, de gloria, en el cielo. Creedme que recibiréis la corona inmarcesible (1 Pe. 5, 4), que no se marchitará jamás si os mantenéis fieles en rezarlo devotamente hasta la muerte, no obstante la enormidad de vuestros pecados. Aunque estuvierais ya al borde del abismo, aunque estuvierais ya con un pie en el infierno, aunque hubierais vendido vuestra alma al demonio como un mago, aunque fuerais herejes tan endurecidos y obstinados como demonios, os convertiréis tarde o temprano y os salvaréis, siempre que —lo repito, y notad bien las palabras y términos de mi consejo— recéis devotamente, todos los días hasta la muerte, el santo rosario con el fin de conocer la verdad y alcanzar la contrición y el perdón de vuestros pecados”. Cf. San Luis María Grignion de Montfort — Obras, B.A.C., Madrid, 1984, pp. 398-399.
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