Dios santificó el sábado en el Antiguo Testamento, pero los católicos guardamos el Domingo. ¿Podría Ud. explicar por qué la Iglesia hizo esa alteración?
Vivimos en una época en que todo se resuelve o se instituye sólo por medio de leyes, decretos, resoluciones, constituciones, etc. Así, hasta podría pasar por la mente de alguien que, en determinado momento, después de constituida la Iglesia, San Pedro o alguno de sus sucesores haya emitido una norma substituyendo el sábado por el domingo, como el día que debe ser santificado por los católicos. Sin embargo, los hechos no ocurrieron así. Como toda sociedad viva, la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, fue procediendo a esa substitución de modo muy natural y orgánico, sensible a las necesidades, a las costumbres y a los lugares, expandiéndose tal como un árbol abre sus ramas y sus hojas, venciendo o contorneando los obstáculos que aparecían.
Habiendo Nuestro Señor Jesucristo resucitado el primer día de la semana (el día siguiente al sábado), y aparecido en ese mismo día por la tarde a los discípulos reunidos en el Cenáculo, y de nuevo ocho días después, para confirmar en la Fe al apóstol Santo Tomás, era natural que los primeros cristianos se reuniesen ese día de la semana a fin de conmemorar tan grandioso acontecimiento. Ese era el día de la Resurrección del Señor, día por lo tanto del Señor, en latín Dies Domini, de donde se originó la palabra Domingo. El precepto divino del “Sabbat” sucumbía junto con los rituales de la Ley Mosaica, y la Iglesia debía emanciparse de la Sinagoga. Ese no fue, sin embargo, desde el comienzo un procedimiento absolutamente general. Lo prueba el hecho de que los Apóstoles, y en particular San Pablo, continuaron frecuentando las sinagogas–donde los judíos se reunían los sábados–, pero para anunciar en ellas a Jesucristo. Es interesante notar cómo muchas instituciones de la Iglesia nacieron para marcar su oposición al mundo exterior —en este caso, al judaísmo hostil—, o a errores que se diseminaban en sus mismos ambientes internos. Así, sólo con el paso del tiempo la celebración del Día del Señor el primer día de la semana, y ya no más el sábado, se fue generalizando y arraigando en la Iglesia por todas partes. Y la santificación de ese día era de tal manera concebida como una obligación de conciencia por los fieles, que sólo desde el siglo IV en adelante la Iglesia vio la necesidad de prescribirla como norma eclesiástica, justamente cuando el primitivo fervor comenzaba a decaer. Por ejemplo, en el Concilio de Elvira, del año 300, se establecen consecuencias punitivas para los fieles, después de tres ausencias a la Iglesia en día Domingo. A esto siguieron otros decretos de concilios particulares, y sólo en el siglo XX el Código de Derecho Canónico de 1917 compiló por primera vez esa tradición en una ley universal, hoy corporificada en el Mandamiento de la Iglesia: “oír misa entera los domingos y demás fiestas de precepto”. Lo cual se aplica a todos los fieles, con las excepciones obvias por razones superiores o de sentido común. ¡Cómo estamos lejos de la idea —común en nuestros días— de que todo comienza con un decreto... !
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