En la edición anterior hemos trascrito un trecho del Padre Meschler explicando los Salmos y la Oración Dominical; en ésta, él nos explica luminosamente la Salutación Angélica o Avemaría. Mediante la Salutación Angélica, tenemos el consuelo de asociar nuestra plegaria vocal a María, Nuestra Señora, Soberana y Madre, de cuyas manos recibimos todas las gracias, y bajo cuya protección queremos vivir y morir.
El Avemaría es de noble estirpe. Es el saludo que, en nombre de Dios, un ángel trajo del Cielo. El Espíritu Santo la amplió por medio de algunas palabras inspiradas a Santa Isabel; y con el fin de transformarla en plegaria, la Iglesia añadió el pedido con que finaliza. Desde el siglo XVI el Avemaría es recitada por toda la Cristiandad bajo la forma actual. Acompaña a la Oración Dominical y, en el concierto de la plegaria cristiana, es el acorde que resuena en honor de la Virgen Madre. La llamaron, con razón, salutación ininterrumpida, porque efectivamente ella nunca cesa de resonar en la tierra para elevarse hasta el Cielo. ¿De qué se compone el Avemaría, y cómo se encadenan sus diversas partes? Como cualquier otra oración, contiene una invocación y una súplica. * * * La invocación comprende cinco títulos de alabanza en honor de la Madre de Dios. Los tres primeros, formulados por el ángel, se refieren al misterio de la Encarnación, del cual era mensajero el mismo ángel. Recuerdan cómo María, por la plenitud de la gracia recibida, estaba cabalmente preparada para ese gran misterio; explican, en seguida, la naturaleza de la propia Encarnación —“el Señor es contigo”—, Dios habitando en María, de modo especialísimo, por la concepción de su propio Hijo; finalmente, el efecto de ese misterio en la Virgen, que es por Él elevada y bendita entre todas las mujeres. A su turno, Isabel indica el principio y la causa de esa elevación y plenitud de gracias: el divino Infante que María concibió y dará al mundo. La excelencia de la Virgen, bienaventurada entre todas, ya comunicada por las revelaciones del ángel y de Isabel; la Iglesia, a su vez, la proclama y refrenda nuevamente, por medio de palabras que son y serán, para siempre jamás, un dogma memorable de nuestra fe: Madre de Dios. Esta gloriosa invocación encierra todo lo que la fe nos enseña con relación a María. Ella es, por así decirlo, la suma de la doctrina católica sobre el particular. * * * La súplica, de una profunda significación no obstante su brevedad, nos recuerda la hora presente y aquella en que habremos de abandonar el mundo, resume toda nuestra vida y la vehemente necesidad que tenemos de auxilio y protección; expresa elocuentemente la idea que tienen los cristianos de la omnipotente intercesión de María, y la confianza que depositan en la misericordiosa dispensadora de las gracias. [...] Pero, se podrá objetar, ¿no será fastidioso repetir siempre las mismas palabras, e insípida la monotonía de una única plegaria (como en el rosario)? Si la oración nos parece monótona, y las palabras sin sentido, es por culpa nuestra. La contemplación habitual de una imagen querida, la repetición de un nombre querido, o aún de un canto agradable, nada tiene de molesto en sí mismo. El pájaro repite siempre el mismo gorjeo, y nunca se fastidia. El niño no cesa de repetir los mismos nombres y emitir las mismas ideas; no obstante, los padres sienten, cada vez, un júbilo nuevo, porque esas cosas, siempre repetidas, parten de un corazón que ama. Lo esencial es amar y pensar en el objeto amado. Y lo que estimula el amor es la reiteración frecuente de las mismas ideas y verdades para que el espíritu se compenetre de ellas. Estas consideraciones se aplican también a la recitación del Credo, del Gloria y de las palabras que acompañan la Señal de la Cruz. Hasta en sus fórmulas de oración la Iglesia posee una fuerza, una diversidad maravillosa. Así como Dios esparce sobre la tierra mil gérmenes de flores, los cuales se abren en una infinidad de matizadas especies, así, en el magnífico dominio de la oración, el Espíritu Santo opera sin cesar una estupenda diversidad. * P. Mauricio Meschler S.J., La Vida Espiritual — Reducida a Tres Principios, Ed. Vozes, Petrópolis, 1960, pp. 40 y ss.
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