La vida de familia es una aplicación continua de derechos y deberes que debemos conocer y amar. Aunque los católicos estemos hoy en día severamente afectados por la «dictadura del relativismo» que sacude al mundo moderno, no está demás dar un repaso a los tradicionales principios de la teología moral dos veces milenaria de la Santa Iglesia —no obstante el lenguaje jurídico que caracteriza a los textos que presentamos a continuación—, los cuales deben orientar sabiamente nuestra conducta personal y familiar. Del Compendium Theologiae Moralis, del P. Jean Pierre Gury S.J. (1801-1886), enriquecido con notas del P. Antonio Ballerini S.J. (1805-1881) y revisado por el P. Domenico Palmieri S.J. (1829-1909): Están los cónyuges obligados: 1. Al amor mutuo. Pues así como son una sola carne, también deben ser un sólo corazón. “Maridos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a la Iglesia” (Ef. 5, 25). “[Que las mayores vivan] enseñando la prudencia a las jóvenes, a que amen a sus maridos y a cuidar de sus hijos” (Tit. 2, 4). 2. A la sociedad conyugal y a la cohabitación. Lo cual resulta de la naturaleza y de los fines del matrimonio, y también de las palabras de Cristo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne” (Mt. 19, 5). 3. A la prestación mutua de todo lo que se refiere a la honesta sustentación de su condición. Pues “ya no son dos, sino una sola carne” (Mt. 19, 6). “Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida” (Ef. 5, 29). 4. A la prestación mutua del débito conyugal, cuando es pedido seriamente y no hay legítima causa de negar; porque a tal se obligaron. “La mujer no tiene poder sobre su cuerpo, sino el marido; igualmente no tiene el marido poder sobre su propio cuerpo, sino su mujer” (1 Cor. 7, 4). En orden a la procreación, evidentemente. El marido está obligado en particular: 1. A dirigir el patrimonio familiar con esmero, y a administrar no sólo los bienes comunes, como también los propios de la mujer, con la debida diligencia. 2. Cuidar que la mujer cumpla las obligaciones de la profesión cristiana, y ejecute los preceptos de la ley divina y de la eclesiástica. Pues el marido es cabeza de la mujer, y el rector de toda la familia, y por eso a él compete el recto gobierno no sólo de la mujer, como también de los otros miembros de la familia. 3. Corregir a su mujer en sus faltas, cuando convenga, para su enmienda y para prevenir el escándalo. No obstante, la corrección debe proceder de la caridad, o del amor por la justicia o del celo de quien procura el recto gobierno de la familia, y ser mucho más leve de lo que merece la culpa, porque la mujer es compañera y no esclava del hombre. Y además, cuidar para que no perezcan la paz y el amor entre ellos.
Por su parte, debe la esposa: 1. Reverenciar al marido, porque él es su superior, como consta de lo que fue dicho y de las palabras del Génesis (3, 16): “Estarás bajo la potestad de tu marido, y él te dominará”. 2. Prestarle obediencia, porque se le debe obediencia al superior en las cosas relacionadas con el gobierno. Y porque dice el Apóstol: “Mujeres, estad sujetas a los maridos, como es debido, en el Señor” (Col. 3, 18). 3. Dirigir el cuidado de la casa en los asuntos domésticos. Conclusiones: Puede el marido pecar gravemente: si injuria a la esposa, por ejemplo llamándola adúltera, hechicera, etc.; si, sin causa justa, le impide el cumplimiento de los preceptos divinos o eclesiásticos, o de devociones muy útiles, como, por ejemplo, una juiciosa frecuencia a los sacramentos; si la trata de modo tiránico, a la manera de vil esclava; si no cohabita con ella; si descuida el gobierno de la familia, etc. (San Alfonso de Ligorio, nº 356). La mujer también puede pecar gravemente si acostumbra burlarse del marido; si con palabras ásperas, con desobediencia contumaz o con excesiva morosidad provoca en él la ira o la blasfemia, etc. De modo ordinario, el marido debe comenzar a corregir a su mujer con palabras más suaves. Finja algunas veces no haber percibido la falta de la mujer, cuando pueda hacerlo sin pecado. Cuando la mujer esté menos dispuesta a recibir la corrección, sepa dejarla para después, a fin de que la corrección no parezca provenir de la ira y, así, carezca de fruto. Cuando el marido esté ebrio o irascible, es mejor que la mujer se calle: si fuera provechoso advertir al marido, que lo haga cuando él esté bien dispuesto; si responde airado, conteste suavemente; pues una respuesta blanda quiebra la ira, y la dura atiza el furor. Si con esto nada obtuvieren, procure que el marido sea amonestado, sea por el párroco o por algún otro hombre prudente.1 La piedad, virtud sobre la cual se asientan las bases de la familia y de la sociedad Del libro Principios de Teología Moral, de Mons. Antonio Lanza (1905-1950), arzobispo de Reggio Calabria, y del cardenal Pietro Palazzini (1912-2000), ambos profesores de Teología Moral de la Pontificia Universidad Lateranense de Roma: La piedad.- Noción. Como virtud moral especial (se puede tomar en varias acepciones; en el significado vulgar de conmiseración y en el de culto divino), en la forma como la entendemos, es la virtud con la que veneramos a nuestros padres y a nuestra patria, como principio de nuestra existencia. En este sentido, la piedad forma parte esencial de la justicia. (...) Esta virtud no sólo liga los descendientes a los ascendientes, sino también a estos últimos con aquellos, esto es, los padres frente a los hijos. (...) Cuando se sale del ámbito de las relaciones entre padres e hijos y se examinan otros objetos terminales de la virtud de la piedad (cónyuges, consanguíneos, afines), el vínculo de la piedad es más o menos estrecho, según la medida de las relaciones de dependencia. (...) La virtud de la piedad se nos impone en el cuarto precepto del Decálogo: “Honra a tu padre y a tu madre, a fin de que la vida que tu Señor Dios te dará sea larga sobre la tierra” (Éx. 20, 12. Cf. también: Deut. 5, 16; Ef. 6, 2-3). Este mandamiento cimienta las bases de la familia y de la sociedad. La vida de familia es un cambio y circulación continuos de deberes y de derechos. Ni el padre tiene derechos solamente, ni los hijos sólo deberes. Unos y otros están sometidos a leyes santísimas que culminan en Dios, diversas según sus diversos términos, pero correlativas. (...) Deberes de piedad entre cónyuges También los cónyuges entre sí son término de la virtud de la piedad. Ciertos deberes que derivan de la piedad son comunes a ambos, otros son propios de uno de ellos. A) Son comunes a ambos: a) el amor, que en este caso puede y debe “ser ordenado y llamado santo” (Manzoni), entendido como unión verdadera, sobre todo de las almas; b) la cohabitación, que significa la misma casa, la misma mesa y lecho común en las circunstancias ordinarias; c) fidelidad conyugal, por la que todo derecho sobre la mujer pertenece al marido y viceversa. Toda intrusión de terceros constituye una violación de estas obligaciones; d) sustentación honesta, según el estado propio. Este deber corresponde en primer lugar al marido y subordinadamente a la mujer. B) Son obligaciones propias del hombre: a) una buena administración familiar (...); b) un gobierno recto de la casa. C) Son obligaciones propias de la mujer: a) el respeto debido al marido; b) la obediencia en lo que se refiera al gobierno de la casa; c) un diligente cuidado de la misma.2 1. Gury-Ballerini-Palmieri S.J., Compendium Theologiae Moralis, ex Officina Libraria Giachetti, Filii et Socii, Prato, 1901, 14ª ed., t. I, pp. 367-369. 2. Antonio Lanza-Pietro Palazzini, Principios de Teología Moral, Ediciones Rialp, Madrid, 1958, t. II, pp. 443-446, 451-453.
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