...Para evitar tales pecados [de pensamiento, cuya gravedad fue objeto de una columna anterior], usted habló, entre otras cosas, de los ejercicios espirituales. Quisiera saber dónde puedo conocer más sobre tales ejercicios, y si me podría adelantar algo para desde ya practicarlos en mi vida y en la lucha contra el pecado.
A esa pregunta, formulada el mes anterior, comenzamos a responder al tratar del tema de la lectura espiritual, que constituye una etapa previa a la meditación, de la cual prometimos tratar hoy. Es interesante observar cómo la gracia toca a las almas de los lectores, encaminándolas —muchas veces, sin que lo perciban— hacia el recto camino de la salvación, e incluso a la perfección. Habrá sido probablemente lo que sucedió con el autor de esta pregunta, quien, tocado por una gracia del Espíritu Santo, fue directo al punto: quiero conocer esos ejercicios espirituales y ponerlos en práctica, para luchar contra el pecado y así salvar mi alma. El libro de los “Ejercicios espirituales” La definición que San Ignacio de Loyola da de ejercicios espirituales es precisamente ésa. Ya en la primera frase de su célebre libro sobre el tema —escrito, según se cree, por inspiración de la Santísima Virgen— el gran fundador de la Compañía de Jesús así se expresa: “Por este nombre, ejercicios espirituales, se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal o mentalmente, y de otras operaciones espirituales, como adelante se dirá. Porque así como el pasear, caminar y correr son ejercicios corporales, de la misma manera todo modo de preparar y disponer el alma, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la [recta] disposición de su vida para la salvación del alma, se llaman ejercicios espirituales” (primera anotación). Como se ve, la finalidad de los ejercicios espirituales es extirpar de sí las afecciones (apegos) desordenadas que llevan al pecado, mistifican la visión que el hombre hace de sí mismo y le impiden ver cuál es la voluntad de Dios a su respecto. Ahora bien, Dios, en su eterna presciencia y providencia, tiene un designio específico para cada uno de nosotros, y el conocimiento de ese designio es indispensable para que le demos a nuestra vida la orientación querida por Dios, y así salvemos nuestra alma. Entre los diversos ejercicios espirituales que San Ignacio enumera están la oración vocal o mental, la meditación y el examen de conciencia. De otras “operaciones espirituales” él tratará adelante, en su libro.
De las facultades del hombre a las verdades de la Fe Aquí nos ocuparemos apenas de la meditación. Para que el lector entienda desde un comienzo de qué se trata, podemos partir del significado común de la palabra, como figura en los diccionarios de la lengua española: Aplicar con profunda atención el pensamiento a la consideración de algo, o discurrir sobre los medios de conocerlo o conseguirlo. En este caso, ese algo es una verdad de nuestra Fe. El objetivo de tal ejercicio es profundizar nuestro conocimiento de esa verdad, para amarla y ponerla en práctica. Así, en la meditación se combinan las tres facultades del hombre: la inteligencia, la voluntad y la sensibilidad. La inteligencia que escudriña la verdad, la voluntad que adhiere con amor a ella, y la sensibilidad que conforma todos nuestros sentimientos a la verdad que se desvendó a nuestros ojos. Para meditar una verdad de Fe, es obviamente necesario tener un conocimiento por lo menos genérico de la verdad que va a ser meditada; lo que, hoy en día, con la ignorancia religiosa que afecta a grandes segmentos de fieles, no es una observación banal. Fue por eso que, en nuestra columna del mes pasado, recomendamos al lector (tal vez para él fuera superfluo) que comenzara por hacer una lectura espiritual metódica, a fin de adquirir un mínimo de cultura religiosa que le sirva de base para el ejercicio posterior de la meditación. De cualquier modo, incluso en los buenos tiempos en que los fieles tenían un conocimiento mínimo de la Religión —obtenido en las clases de catecismo, en los sermones dominicales, en las homilías por ocasión de las grandes fiestas de la Iglesia, etc.— el ejercicio de la meditación no dispensaba un buen libro, con textos sobre los cuales la mente se irá aplicando de modo adecuado. Para este efecto, las diversas escuelas espirituales —benedictina, dominicana, franciscana, carmelitana, ignaciana, salesiana y muchas otras— adoptaban métodos propios, de acuerdo con la índole del espíritu de sus respectivos fundadores. Sin embargo, tales métodos tienen un fondo común, que enseguida presentaremos al lector. Colocarse en la presencia de Dios En el tumulto de la vida de hoy, con la agitación de la lucha por la vida, por un lado, y el bombardeo de informaciones (radio, prensa, televisión, internet), por otro lado, es indispensable que el alma se distancie de todo ese ruido, poniéndose en la presencia de Dios desde el comienzo de la meditación. Dios está en todas partes, Dios me ve, me conoce, me ama: esta verdad fundamental debe presidir mi meditación. Por lo demás, ¡ése es un tema que puede tomar toda mi meditación, todas mis meditaciones!... Dios me ve —ésta fue la divisa que San Marcelino Champagnat dejó para la congregación de los Hermanos Maristas fundada por él, quienes la colocaban en todas las aulas de clase y corredores de sus colegios. Puestos así en la presencia de Dios, de Nuestra Señora, de nuestro ángel de la guarda, se reza una Avemaría pidiendo la intercesión de la Virgen María para que el divino Espíritu Santo nos ilumine durante nuestra meditación. Se toma entonces el texto escogido para la meditación y empieza a hacerla. Resolución de corregir lo que esté equivocado Como sería de esperar, un modelo fácil que podemos tomar para nuestra meditación es precisamente el de la Santísima Virgen. Después de describir el nacimiento de Jesús en Belén, la adoración de los pastores y el coro de los ángeles que cantaban la gloria de Dios en lo más alto de los Cielos y la paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, San Lucas añade: Maria autem conservabat omnia verba haec, conferens in corde suo (2, 19).
¿Qué significa “conservar todas estas palabras, ponderándolas en su corazón”, sino meditar sobre ellas, amarlas y conformar toda su vida a ellas? Sin duda, en Nuestra Señora no había afecciones desordenadas que combatir, pues estaba exenta del pecado original, y por lo tanto de toda inclinación al pecado. No es nuestro caso, pero la finalidad primordial de los ejercicios espirituales señalada por San Ignacio, que es la conformación con la voluntad divina, es algo en lo que Ella constantemente se aplicó. Por eso, podemos tomarla como modelo perfecto. Confiriendo, pues, las verdades de la Fe, unas con las otras, verificamos durante la meditación cómo está nuestra conducta en relación a ellas y tomamos la resolución de corregir lo que esté equivocado, pidiendo a Dios, por medio de la Santísima Virgen, la gracia de poner en práctica tal resolución. “¡Todo es gracia!”, exclamó Santa Teresita. Aquí está, muy resumida y esquemáticamente, cómo se hace una meditación. Espero que estas líneas generales ayuden a mis queridos lectores a emprender este camino que, bien recorrido, nos conduce a la salvación y santificación de nuestra alma. “No hay jesuita sin meditación”, decía San Ignacio. No hay fervor sin meditación, decimos nosotros.
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