Haciendo una búsqueda por Internet sobre el pecado de pensamiento, descubrí un artículo suyo que habla de la gravedad de esos pecados. Pues ellos tienen el mismo efecto de los que llegan a transformarse en actos, con tal que haya perfecta advertencia del entendimiento y pleno consentimiento de la voluntad [en el mal pensamiento]. Para evitar tales pecados, usted habló, entre otras cosas, de los ejercicios espirituales. Quisiera saber dónde puedo conocer más sobre tales ejercicios, y si me podría adelantar algo para desde ya practicarlos en mi vida y en la lucha contra el pecado.
Nada puede agradar más al corazón de un sacerdote, que alguien le manifieste la firme resolución de poner en práctica los ejercicios espirituales recomendados por nuestra Santa Madre Iglesia para luchar contra el pecado. Así, es con el mayor gusto que respondo a esta pregunta.
En la referida materia, publicada en esta columna en marzo del 2006, fueron mencionados algunos actos de la vida espiritual de un católico, tales como la devoción a María Santísima, la fuga de las ocasiones de pecado, la recepción de los sacramentos, etc. Pero el consultante desea saber más específicamente sobre qué son los “ejercicios espirituales” y cómo practicarlos. Así como se habla de ejercicios físicos, tan recomendados por los médicos para la salud del cuerpo, análogamente existen también los ejercicios espirituales para la salud y el progreso del alma. Queremos tratar aquí apenas de dos de ellos, muy aconsejados por los mejores autores hasta hace algún tiempo atrás, y hoy bastante olvidados y poco mencionados en los sermones dominicales y hasta en las reuniones de asociaciones religiosas católicas. Se trata de la meditación y de la lectura espiritual. Comencemos por esta última. Hagiografías y libros de lectura espiritual No es necesario leer toda la Biblia para después pasar a otros libros de lectura espiritual. Naturalmente, es muy recomendable leer vidas de santos, cuyos ejemplos nos incitan a imitarlos, en la medida en que la gracia lo inspire, o sea, de la actuación del Divino Espíritu Santo en nuestra alma. Fue así que San Ignacio resolvió abandonar sus sueños de lances gloriosos en la guerra y consagrarse por completo al servicio de Dios. Fue también leyendo la vida de los santos que San Agustín se animó a emprender el camino de la santidad: “¿Si éstos y éstas pudieron, por qué no yo?” No obstante todo el prestigio de que gozó antiguamente, la Imitación de Cristo tiene una laguna —dicho sea de paso, incomprensible— que es su casi completa omisión de Nuestra Señora, citada apenas de pasada. Pero el lector de la Imitación de Cristo puede llenar esta laguna con dos libros importantísimos: el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, de San Luis María Grignion de Montfort, y Las Glorias de María, de San Alfonso María de Ligorio. En estos dos libros encontrará una síntesis maravillosa de lo que hay de mejor sobre la devoción a Nuestra Señora, como medio indispensable para nuestra salvación y santificación. Debemos tener una devoción genérica a los santos, pero tal devoción no nos obliga a ser especialmente devotos de este o de aquel santo en particular. Seremos más devotos de uno u otro de ellos, según nuestras legítimas inclinaciones personales, nuestras necesidades del momento, la historia de nuestra vida, etc. Pero la devoción a la Santísima Virgen María, por una admirabilísima disposición divina, es necesaria para todos, como Medianera Universal de todas las gracias. También son muy provechosos los libros que narran las grandes apariciones marianas de los siglos XIX y XX, principalmente de la Medalla Milagrosa (1830), La Salette (1846), Lourdes (1858) y Fátima (1917). Naturalmente, estamos dando apenas una lista a manera de ejemplo. Téngase presente que las obras escritas por santos gozan de una autoridad especial y merecen nuestra preferencia, indudablemente, por la garantía de su ortodoxia. El Prof. Plinio Corrêa de Olivera, varón de insigne virtud, acostumbraba decir que el mejor modo de conocer a Nuestro Señor Jesucristo es verlo reflejado en la vida de los santos. La Biblia como lectura espiritual Como los protestantes acostumbran criticar a los católicos por no leer la Biblia, se organizaron en ciertos medios eclesiásticos y seglares, sobre todo “progresistas”, campañas para colocar indiscriminadamente el texto sagrado en manos de los fieles, bajo el slogan “¡Lea la Biblia!”. Como si —máxime en esta época de ignorancia religiosa generalizada— todos los fieles estuviesen en condiciones de entender la Sagrada Escritura y sacar de ella provecho para su formación y progreso espiritual. En eso hubo un optimismo poco realista, más allá de un enfrentamiento poco esclarecido y pusilánime con los protestantes, que no dejaron de cantar victoria: “¡Vean cómo teníamos razón [en nuestras críticas]!”
La Santa Iglesia siempre fue mucho más prudente en esta materia. La recomendación que antes prevalecía era la de comenzar la lectura por los Santos Evangelios, en seguida los Hechos de los Apóstoles, mucho más fáciles de entender y provechosos para la vida espiritual de los fieles. Ése es también mi consejo para el consultante y para los lectores de esta columna en general. En una segunda etapa se pueden leer las Epístolas de los Apóstoles, dejando para más adelante la lectura del Apocalipsis, cuya comprensión es más compleja y exige el acompañamiento de una buena interpretación (por lo demás, es un libro divinamente misterioso, cuya revelación viene desafiando hasta hoy a los mayores Doctores de la Iglesia, ¡qué decir de los simples fieles!). Una vez leído el Nuevo Testamento, se puede pasar al Antiguo Testamento, comenzando por los llamados libros sapienciales, es decir, según la enumeración del Concilio de Trento, el libro de Job, los Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés, el Cántico de los Cantares, el Libro de la Sabiduría y el Eclesiástico. Quedan para otra etapa el Pentateuco (los cinco primeros libros de la Biblia), los libros históricos, los didácticos y los libros proféticos. Además del provecho espiritual, la lectura de la Sagrada Escritura goza del don de la indulgencia, es decir, quien lo haga con la debida veneración a la palabra divina y a modo de lectura espiritual (por lo tanto, no como un simple estudio), gana una indulgencia parcial, que se transforma en plenaria si se extiende al menos por media hora, una vez al día. Constituiría una gravísima laguna si omitiésemos que el Autor Principal de toda la Sagrada Escritura es el propio Divino Espíritu Santo, y que los hagiógrafos [escritores de vidas de santos] son autores meramente secundarios, revelando lo que les es inspirado. Los ejercicios espirituales Al hablar, no obstante, de ejercicios espirituales, hay un nombre que no puede en absoluto ser omitido: San Ignacio de Loyola, cuyo inspirado libro sirve de base para los famosos “retiros espirituales”. Es verdad que, con la crisis progresista que afecta a extensos ambientes católicos, muchos retiros espirituales siguen hoy una línea bastante diferente. Razón a más para que deseemos un retorno a la auténtica espiritualidad de San Ignacio de Loyola. Conviene, sin embargo, aclarar que el libro escrito por San Ignacio es un manual sintético para el uso de predicadores, lo que supone pues una explanación hecha por los mismos predicadores. Algunos de ellos publicaron excelentes libros con sus explicaciones y/o comentarios. No obstante, temo que tales obras no se encuentren hoy con facilidad en las editoriales y librerías católicas, debido a la crisis progresista ya mencionada. Uno de aquellos comentarios, famoso y digno de elogio, es el del sacerdote jesuita italiano Juan Pedro Pinamonti. Así llegamos al segundo tema que nos propusimos tratar, es decir, las meditaciones. Pues éstas son las que componen el núcleo principal de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Como nos falta espacio para una explicación cabal, diremos aquí apenas una palabra: una lectura espiritual bien hecha tiende naturalmente para la meditación, e incluso para su fruto natural, que es la contemplación de los misterios divinos. Así como Arquímedes decía “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, Santa Teresa de Jesús vuela mucho más alto al decir: “Dadme un alma que haga un cuarto de hora de meditación todos los días, y Dios hará de ella un santo”. Sobre esto trataremos, si Dios quiere, en un próximo artículo.
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