De la oscuridad inicial a una creciente glorificación a través de la Historia
La Santísima Virgen, por humildad, buscó durante su vida la oscuridad, siendo ésta necesaria también para velar su excelsa belleza y su esplendor. La devoción a Nuestra Señora fue siendo progresivamente explicitada por los teólogos y por el pueblo fiel a lo largo de los siglos. Armando Alexandre dos Santos Dice San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), el gran doctor mariano de los tiempos modernos, que Nuestra Señora obtuvo de Dios la gracia de permanecer oculta a lo largo de toda su vida terrena, y tan oculta que ni siquiera los Evangelios hablaron mucho de ella.1 Eso correspondía, sin duda, a un deseo del humildísimo Corazón de María, que Dios se complació en atender. Pero correspondía también a una necesidad. Pues en aquellos tiempos remotos, muchos espíritus embrutecidos por el politeísmo generalmente dominante, si viesen a la Santísima Virgen en todo su esplendor, fácilmente serían tentados a hacer de Ella una diosa, apartándose así de la verdadera creencia en un solo Dios, uno y trino, todopoderoso, creador de todas las cosas. Y el riesgo no era pequeño, pues en el orden de la gracia, pero también en el orden de la naturaleza, María fue la obra prima del Creador, apenas superada por el Hombre-Dios. Nuestra Señora tenía una distinción extraordinaria. Princesa de la Casa Real de David, fue nobilísima. Poseía además un cuerpo perfectísimo y una belleza física deslumbrante. Lo maravilloso, observa San Buenaventura 2, es que siendo Ella de una belleza tan deslumbrante, nunca fue deseada por hombre alguno. El porqué de esa maravilla es explicado por Dionisio Cartujano (1402-1471) al comentar la expresión de la Escritura sicut lilium inter spinas — “como lirio entre espinas” (Cant. 2, 2): “Aunque hayan existido muchas vírgenes santas, sin embargo con relación a la Virgen es como si fuesen espinas, ya que tenían en sí algo de culpa; y aunque fuesen personalmente puras, la concupiscencia, sin embargo, no estaba completamente extinguida en ellas, y fueron también espinas para otros, que al verlas se sentían excitados por el deseo. Pero la Virgen Madre de Dios fue completamente libre de toda culpa; la concupiscencia fue enteramente extinguida en ella; y vivió tan plena de intensa castidad, y de tal manera penetró con aquella incomparable virtud suya los corazones de los que la miraban, que no pudo ser deseada por ninguno; muy por el contrario extinguía inmediatamente en ellos todo deseo carnal”.3 Lo mismo enseñó Santo Tomás de Aquino: “La gracia de la santificación no sólo reprimió en la Virgen los movimientos ilícitos, sino también en los otros obró con plena eficacia, de modo que aunque siendo hermosa de cuerpo, nadie la deseara”.4 “Virgen pura, y única Inmaculada —escribió Santo Tomás de Villanueva— en quien la virginidad tuvo la nota distintiva de volver vírgenes a los que la miraban, pues su virginidad era tal que engendraba vírgenes”.5 Brillo singular en el rostro Al par de la extraordinaria belleza física, Nuestra Señora debe haber tenido en el rostro un singular brillo, en el sentido propio del término. Narra la Escritura que Moisés, después de conversar con el Señor, adquirió en el rostro un tal fulgor que los hebreos no conseguían mirarlo de frente, y para hablar con él necesitaban cubrirle el rostro con un velo.6 Privilegio semejante tuvieron muchos santos, cuyos rostros, después de haber tenido algún contacto especial con lo sobrenatural, brillaban y resplandecían. Un privilegio como ese no podría dejar de ser concedido a la Santísima Virgen, que no tuvo sólo contactos fugaces con Dios, sino que era la propia Madre de Dios, quien llevó en su seno al propio Verbo encarnado durante nueve meses, y convivió con Él íntimamente durante 30 años. Una vez más, cabe citar a Dionisio Cartujano:
“Cuanto más la amabilísima y gloriosísima Virgen María, aún niña y adolescente, fue objeto de las más abundantes infusiones de todos los carismas, tanto más esa misma exuberancia resplandecía en su rostro y en su mirada; y cuanto más abundantemente y mejor lo aprovechaba cada día en toda su gracia y virtud, en toda la luz de la contemplación, en la claridad de la teología mística, en la pureza interna y en la santidad angélica, tanto más aquella luminosa sinceridad interior celestial y divina aparecía claramente en la faz de la sacratísima María, y, como dicen también grandes doctores, visiblemente se irradiaba. Me parece, sin embargo, que esa irradiación fue templada por la moderación divina, para que fuese soportable en el trato con los hombres, y para que su excelencia no se manifestase demasiado antes del tiempo oportuno”.7 Esplendor velado Vemos así que, según el Cartujo Dionisio, el propio Dios parece haber querido hacer, con relación a Nuestra Señora, lo que hicieron los hebreos con relación a Moisés: poner un velo que velase tanto resplandor. No, empero, al punto de ocultarlo enteramente. Quien trataba con la Santísima Virgen debía quedar literalmente fascinado por su personalidad incomparable. Ahora bien, en aquellos tiempos los paganos embrutecidos fácilmente concedían honras y culto de dioses a simples hombres cargados de defectos morales, como tantos emperadores romanos, y hasta incluso a animales y a cosas indignas. Basta recordar que en Roma se daba culto de diosa a la cloaca máxima, o sea, ¡a la gran cloaca que arrojaba en el río Tiber todas las inmundicias de la ciudad! Era, pues, muy grande el riesgo de que, si viesen a la Virgen Santísima en todo su esplendor, la tomasen por una diosa. De ahí que el propio Dios haya querido velarla cuidadosamente en las Escrituras, como escondida fue Ella en su vida terrena. Según el célebre agustino portugués Fray Tomás de Jesús (1529-1582), María Santísima “hasta en lo exterior mostraba una tan soberana perfección, que San Dionisio Areopagita dice que, si la Fe no le hubiera enseñado que había un sólo Dios, cuando vio a la Virgen Nuestra Señora hubiera juzgado que en ella estaba acabada la divinidad”.8 “Revelación progresiva” de María Dios ocultó a la Santísima Virgen durante su vida terrena, pero reservó para Ella una forma muy peculiar de glorificación posterior. Él quiso que, a lo largo de los siglos, la Iglesia fuese poco a poco explicitando las glorias y las grandezas de María, más o menos implícitamente contenidas en las Escrituras, más o menos explícitamente formuladas por la Tradición. Esa especie de “revelación progresiva” de María delante de toda la Iglesia es uno de los más bellos aspectos del progreso de la ciencia teológica. Es razonable suponer que al final de los tiempos, cuando Nuestro Señor vuelva con toda su gloria a la Tierra para juzgar a los vivos y a los muertos, a esa altura la Iglesia haya concluido —tanto cuanto en este mundo es posible concluir— el inmenso trabajo de muchos siglos de explicitar las glorias marianas. Alguien podría objetar que esa “revelación progresiva” de María parece contraponerse al hecho —que es de Fe— que la Revelación oficial se cerró con la muerte del último Apóstol. En realidad, el progreso de la Mariología, como el progreso de la Teología en general, no constituye una revelación nueva, sino que se trata de un desarrollo, de una elaboración del intelecto humano, ayudado por la gracia, a partir de verdades que ya estaban contenidas, aunque menos explícitamente, en la Revelación oficial cerrada en el siglo I.
Dos vertientes de explicitud Ese esfuerzo multisecular de explicitar las grandezas marianas tiene dos vertientes que, aunque en la apariencia se contrapongan entre sí, en realidad se completan armoniosamente: de un lado, la elite intelectual de la Iglesia, de otro, el buen pueblo de Dios. Compete a los teólogos, a los doctores, a los estudiosos de la ciencia mariológica, siguiendo una metodología científica, aplicar su esfuerzo intelectual y buscar, a partir de la Revelación, de la Tradición, del Magisterio de la Iglesia, deducir verdades, de modo que constituyan toda una estructura doctrinaria lógica y coherente. Como es propio del científico cuestionar, a priori y por método, todo cuanto aparece de nuevo en la área de sus estudios, muchas veces esos estudiosos de la ciencia mariológica examinan con espíritu crítico ciertas manifestaciones populares espontáneas de amor y devoción hacia la Santísima Virgen. Lo que para un católico fervoroso común, sin grandes luces intelectuales, puede parecer evidentemente verdadero, no siempre es suficiente para contentar al exigente intelectual. Al buen pueblo de Dios, que muchas veces intuye ciertas realidades de orden sobrenatural aunque sin saber explicarlas (e incluso sin sentir ninguna necesidad de explicarlas), la actitud reservada del teólogo puede parecer fría, poco fervorosa, hasta sospechosa. Ambas vertientes pueden sin duda pecar por exceso: de un lado, caer en la credulidad infantil y poco esclarecida; de otro, en el espíritu ácido e hipercrítico. Curiosamente, si observamos a lo largo de la Historia de la Iglesia el proceso de explicitación de ciertos dogmas —y específicamente el de la Inmaculada Concepción— veremos que ambas vertientes, la popular y la docta, aunque se hayan hasta cierto punto entrechocado, en realidad colaboraron íntimamente entre sí. En una como en otra trabajaba la gracia de Dios. Y el resultado de esa colaboración sólo se puede admirar convenientemente cuando se pronunció, definitiva e infaliblemente, el Supremo Magisterio de la Iglesia. Esa feliz colaboración de las dos vertientes aparentemente opuestas y en conflicto, la supo resumir con felicidad el Papa Paulo VI, cuando, hablando el 16 de mayo de 1975 a los participantes del VII Congreso Mariológico Internacional y a los participantes del XIV Congreso Mariano Internacional, les explicaba cómo se debe presentar a la Santísima Virgen a los hombres de nuestro tiempo: “Dos vías pueden ser seguidas. La vía de la verdad, ante todo, o sea, la de la especulación bíblico-histórico-teológica, que concierne a la exacta colocación de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia: es la vía de los doctos, aquella que vos seguís, ciertamente necesaria, por la cual progresa la doctrina mariológica. Pero aparte de ella hay también otra, una vía accesible a todos, hasta incluso a las almas simples: es la vía de la belleza, hacia la cual conduce, al final, la doctrina misteriosa, maravillosa y estupenda que constituye el tema del congreso mariano: María y el Espíritu Santo. En efecto, María es la criatura «tota pulchra»; es el «speculum sine macula»; es el ideal supremo de perfección que en todos los tiempos los artistas procuraron reproducir en sus obras; es «la mujer vestida de sol» (Ap. 12, 1), en la cual los rayos purísimos de la belleza humana se encuentran con los sobrehumanos, pero accesibles, de la belleza sobrenatural”.9 Notas.- 1. Cf. Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, in San Luis María Grignion de Montfort — Obras, B.A.C. , Madrid, 1984, p. 274.
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