Por ocasión de la canonización de Fray Antonio de Santa Ana Galván —el primer santo canonizado nacido en el Brasil— surgió en un almuerzo de familia el tema de las gracias que recibimos a través de los santos. Uno de los presentes comentó que nuestras promesas a Dios y a los santos tenían un cierto carácter interesado, del tipo «do ut des» [doy para que me des]. ¿Esta censura es merecida? ¿Debemos cesar de pedir gracias a los santos, para que nuestro culto a ellos sea perfecto y desinteresado?
¡De ningún modo! Así como un padre o una madre se complace en atender, tanto cuanto pueden, los pedidos de los hijos, Dios también se complace y es glorificado en concedernos las gracias que le pedimos por la intercesión de los santos, pues así se resalta nuestra humildad y confianza.
Hay una cierta mentalidad rigorista condenable, que no toma en consideración la fragilidad humana y exige del hombre un comportamiento de una perfección tal que él no está en condiciones de alcanzar, pues fue concebido y nació con el pecado original. Cada uno de nosotros sabe, por experiencia propia, que a todo momento nos suceden imprevistos y necesidades de todo orden, que superan nuestras fuerzas. Entonces, recurrimos a Dios directamente, o por medio de Nuestra Señora y de los santos. En nuestra aflicción prometemos, por ejemplo, una peregrinación a algún santuario, dar limosna para una obra de caridad, o simplemente encender una vela delante de la imagen del santo de nuestra devoción. Esto no es un mal, es en sí un bien, porque nos aproxima a los santos, a Nuestra Señora, y por lo tanto a Dios. A través de la prueba, Dios nos llama hasta Él y se complace en atendernos misericordiosamente. “Yo os digo: Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; golpead, y se os abrirá” (Lc. 11, 9). ¡Está todo dicho! Claro es que sería más perfecto si nos aproximásemos a Dios por puro amor. Y entonces podríamos decirle, como Santa Teresa de Jesús: “Aunque no hubiese Cielo, yo te amara; y aunque no hubiese infierno, te temiera”. Pero esa perfección —a la cual todos somos llamados— en la práctica, sólo pocos la alcanzan. Reacción delante de la prueba que nos toca La mayoría de nosotros gime en la imperfección, en la cual nos hundiríamos inevitablemente, si Dios no nos llamase a Sí por medio de las pruebas que nos manda o permite que nos toquen. En esas horas se ve quién es verdaderamente fiel y temeroso de Dios. Delante de la prueba, quien tiene un corazón malo se rebela y blasfema contra Dios. Quien tiene verdadero amor a Él dice —como está escrito en el libro de la Imitación de Cristo, inspirado en el Libro de Tobías (3, 23)—: Sit nomen tuum, Domine, benedictum in saecula. ¡Sea tu nombre, Señor, bendito por todos los siglos, porque quisiste que esta tentación y tribulación se abatiese sobre mí!
Debería ser una especie de reacción espontánea, de nuestra parte, decir esa jaculatoria siempre que una prueba o una simple contrariedad nos sorprendiese: ¡Sea tu nombre, Señor, bendito ahora y siempre, y por todos los siglos! (Sal. 112). Al contrario del fraile agustino Lutero, que en medio de sus tentaciones contra la fe tenía ímpetus de decir, como se lee en su vida, refiriéndose a Dios: en vez de benedicite [bendecid], maledicite [maldecid]. Por lo tanto, recurrir a los santos y a Nuestra Señora en nuestras necesidades materiales o espirituales, para que intercedan por nosotros junto a Dios, es un acto virtuoso y sumamente laudable, que sólo merece aplauso, aunque haya otros estados más altos de perfección, en que la unión del alma con Dios es una continua oración. Reprobarlo sería incidir en la mentalidad censurable del rigorismo, de que hablamos al inicio. Mentalidades distorsionadas: rigorismo y laxismo Conviene explicar mejor esta cuestión del rigorismo. En el salmo 118, versículo 4, dirigiéndose a Dios, el salmista dice: “Tu mandasti mandata tua custodiri nimis”, esto es: “Tú promulgaste tus ordenanzas, para que sean guardadas cabalmente”. Guardar cabalmente significa guardar rigurosamente. Rigurosamente, no obstante, no significa despreciar las reglas del sentido común, una vez que la guarda de éstas también hace parte de los Mandamientos de Dios. Toda la Sagrada Escritura inculca a proceder con sabiduría y prudencia, lo que incluye tener sentido común en todas las acciones. Son las virtudes y dones del Divino Espíritu Santo. Ejemplo típico de falta de sentido común fueron los fariseos, cuyo “rigorismo” los condujo a los comportamientos más ridículos. Farisaico hasta hoy significa hipócrita. Por eso fueron ellos increpados por el Divino Salvador, que los llamaba de “sepulcros blanqueados” (Mt. 23, 27), esto es, limpios por fuera y podredumbre por dentro. De ahí las diversas confrontaciones que tuvieron con Nuestro Señor, de las cuales la más acentuada y obstinada tal vez haya sido la persecución tenaz por haber curado a un ciego de nacimiento en día de sábado. Delante del milagro estupendo, ¡el endurecimiento del corazón! Y todo esto por un mal entendido rigor en el respeto al mandamiento del descanso sabatino. Esquematizando un poco la cuestión, se puede decir que hay dos tipos de mentalidades distorsionadas: unos propenden al rigorismo; otros al laxismo, esto es, a la relativización de todos los preceptos y reglas. En el campo protestante, el luteranismo representó la corriente laxista, mientras la posición rigorista fue asumida por Calvino (1509-1564). En el campo católico, el calvinismo dejó ramificaciones a través de las doctrinas de Jansenio (1585-1638), obispo de Ypres, en la actual Bélgica.
El jansenismo fue una de las herejías más perniciosas de la Historia de la Iglesia. Infectó gran parte de obispos, sacerdotes y laicos en Francia y en otros países de la Cristiandad. Él inducía a los fieles al desordenado rigorismo, muy bien expresado en un ejemplo clásico: La Madre Angélique, abadesa del convento de Port-Royal, decía que antes de recibir la comunión era necesario un año de preparación, en la oración y penitencia. El resultado concreto era el alejamiento de los fieles de la sagrada comunión. En eso acababa el rigorismo jansenista. ¡Qué diabólica astucia! La herejía se proyectó en los siglos XVIII y XIX, y sólo fue debelada definitivamente cuando el gran San Pío X, al inicio del siglo XX, publicó el decreto sobre la comunión frecuente. Cuando se dice definitivamente, no se quiere decir completamente. Resabios de esa herejía aún hoy pueden persistir y manifestarse, a su modo, en opiniones como la relatada por un estimado lector en la consulta que aquí atendemos.
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