PREGUNTA Tengo veinticinco años y me considero hoy un católico practicante. Quedé con muchas dudas leyendo la revista del mes de marzo, en la sección “La Palabra del Sacerdote”, en la cual Ud. responde a una pregunta sobre cuáles serían las soluciones para la paz entre las religiones. Al final de su explicación, Ud. habla muy duro sobre un simulacro de barro. ¿Cuál sería ese simulacro de barro? Si fuera posible, quisiera una explicación. La paz de Jesús y el amor de María. Amén. RESPUESTA Cuando escribí la expresión “simulacro de barro” al concluir dicha respuesta, pensé: “Alguien no va a entender esta expresión y voy a tener que explicarla”. Como ya no había espacio, por haber llegado al final del artículo, quedé a la espera de que alguien hiciera la pregunta, para después indicar su significado. Es, por lo tanto, con mucho gusto que lo hago, pues la duda expuesta da ocasión para explicaciones de mucha actualidad. Comencemos por reproducir el final del referido artículo: “la pregunta sobre ‘la paz entre las religiones’ equivale a indagar sobre las soluciones para ‘la paz entre las civilizaciones’. Y la solución sólo puede ser una: el retorno de la humanidad a la práctica de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios y a los preceptos de su Santa Iglesia —del Dios verdadero, y no de los simulacros de barro ofrecidos a la adoración de los hombres”.
Un simulacro, conforme explican los diccionarios, significa, en su acepción primera, la imagen de una divinidad pagana, un ídolo. Como los ídolos eran muchas veces hechos de barro, utilicé la expresión “simulacros de barro”. La expresión está cargada de sentido. El barro es símbolo de la fragilidad de esos ídolos, por ser quebradizo. Como esas divinidades paganas son invenciones humanas para dar culto a los demonios, están bien representadas por simulacros de barro, que de por sí muestran la inconsistencia de esos seres que pretenden usurpar el lugar de Dios, del Dios único y verdadero. La Sagrada Escritura es clara en ese sentido: “Todos los dioses de los gentiles son demonios” (Sal. 95, 5). No debemos, por lo tanto, adorarlos, porque estaríamos dando culto a algún demonio. Pero, así como Dios tiene sus Mandamientos, los demonios también pretenden imponer a los hombres sus principios de acción, sus “mandamientos”. Debemos repudiarlos. Y aquí entra la actualidad del tema: en los días de hoy, los Mandamientos de la Ley de Dios y de su Santa Iglesia no sólo son olvidados, menospreciados, sino pisoteados. Como católicos, debemos tener la hombría de cumplir con altanería los Mandamientos de Dios y combatir de cabeza erguida los “mandamientos” de los falsos dioses que se disfrazan de simulacros de barro. El demonio es un ser espiritualmente deforme, feo, horripilante. Si él se presentara a los hombres tal cual es, horrorizaría a aquellos que no le están entregados completamente. Pues la entrega de los hombres al demonio puede ser efectiva y real, pero generalmente es progresiva, y no inmediata y total. Sólo cuando alcanza este último grado es que el hombre deja de horrorizarse ante la presencia del demonio. De ahí la utilidad, para el demonio, de los simulacros de barro, que velan algún tanto, ante los ojos humanos, la deformidad de los espíritus malignos. Los simulacros de la modernidad Los simulacros de la Antigüedad, así como de los pueblos paganos de la actualidad, hechos de barro, de piedra o de cualquier otro material, poca o ninguna atracción ejercen en general sobre el hombre occidental y cristiano, si bien que ya sea de lamentar la indiferencia con que representaciones de porcelana o bisuterías son adquiridas para “adornar” hogares cristianos. Es un “piecito” que esos falsos dioses colocan en ambientes incluso católicos, y que no dejan de ejercer su nefasta acción. Un católico ufano de su fe no debe admitir esas réplicas de dioses paganos en ambientes en los cuales vive, y debe repudiarlos donde quiera que estén. Pero aquí cabe ampliar la noción de “simulacros de barro ofrecidos a la adoración de los hombres”, mencionando los dioses de la modernidad, cuyos simulacros son mucho más insidiosos y perniciosos que los antiguos. Tomada en este sentido amplificado, la palabra simulacro representará todo aquello que el hombre moderno coloca en lugar de Dios. Así, el simulacro substituye a Dios en la práctica, o por lo menos lo relega a un plano enteramente marginal en la vida de las personas que lo adoptan. Para unos, serán simulacros ciertas “fiestas” en las cuales chicas y chicos, obcecados por la búsqueda del placer, prostituyen el cuerpo y el alma los fines de semana, o varias veces por semana. Para otros, serán simulacros los espectáculos de rock, cuyos ritmos, músicas y letras incitan a la sensualidad y a la animalización del hombre, cuando no directamente a la exaltación del satanismo. Simulacros son, para adolescentes e incluso niños de tierna edad, muchos juegos electrónicos de computadora, que los incitan a comportamientos agresivos y alocados. Simulacros son, para jóvenes y gente de más edad, los navegadores de Internet que los hacen, a veces, perder horas preciosas en búsquedas desprovistas de sentido, cuando no buscan en ellas la satisfacción de los apetitos sexuales más repulsivos. Para una gran mayoría, simulacros son programas y espectáculos de televisión, cuya falta de pudor ultrapasó las barreras de lo concebible, llegando hasta los reality shows, que dispensan comentarios.
Todo esto lo teníamos en vista cuando hablamos de simulacros de barro, al terminar rápidamente nuestro artículo del mes de marzo. Pero bastaría abrir la primera página de cualquier periódico, de cualquier lugar del mundo, cualquier día de la semana, para constatar que Dios es el Gran Ausente, substituido por los intereses más diversos que atraen la atención del hombre moderno, totalmente olvidado de que, después de la muerte, tendrá que ser juzgado estrictísimamente por Dios en el Juicio Particular. Y además, en el día del Juicio Final, delante de toda la humanidad reunida en el Valle de Josafat, tendrá que presentarse ante Nuestro Señor Jesucristo para rendir cuentas de todas sus acciones en esta tierra. Simulacros también de piedra... Ateo es aquel que afirma que Dios no existe. El agnóstico no va tan lejos, y se queda a mitad de camino: dice que no sabe si Dios existe o no; y, en la duda, procede como si Dios no existiera. Así, ateos y agnósticos trabajan juntos para construir una sociedad en la cual Dios no entra para nada. Es la llamada sociedad secularizada, expresión académica para disfrazar la realidad verdadera: una sociedad atea. A lo mucho se admitirá, durante algún tiempo, que se practique la religión. Luego que las circunstancias lo permitan, se desencadenará la persecución religiosa, como de hecho ocurrió en los países comunistas de reciente e infeliz memoria. No nos engañemos sobre el hecho de que también sobre nosotros, los católicos, esa persecución podrá recaer, más tarde o más temprano, como está descrito en el mensaje de Fátima. Para esta sociedad secularizada (vale decir atea), el mundo moderno construyó también algunos simulacros, pero esta vez de piedra, mucho más elaborados. Nos referimos especialmente al evolucionismo darwinista, el marxismo y el freudismo, que frecuentemente andan de las manos. No hay espacio para descender a pormenores. Digamos apenas que son simulacros de piedra porque tienen guarida en universidades e institutos científicos, y en su arrogancia seudo-científica, fundamentada en su ateísmo visceral, buscan poner en ridículo los principios de la Fe. No tengamos miedo, pues al final la victoria será de Dios, que se reirá de ellos: Qui habitat in coelis irridebit eos — “El que habita en los cielos se reirá de ellos” (Sal. 2, 4).
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