En su obra «El espíritu de familia en el hogar, en la sociedad y en el Estado», Mons. Henri Delassus (1836-1921) analiza con lucidez y profundidad los grandes problemas de la sociedad de nuestro tiempo e indica su solución. Prosiguiendo con la trascripción de nuevos pasajes de su célebre libro, presentamos su encendida defensa de la autoridad paterna frente a las corrientes revolucionarias y anticristianas que pretenden abolirla. En Atenas y en Roma, la autoridad del padre era absoluta. Entre los suyos, él era un rey. Tenía una dignidad y un poder verdaderamente soberanos y ese poder era tal que incluía hasta el derecho a la vida y a la muerte. En Francia, el padre nunca llegó a tener ese derecho, pero de cualquier modo era el primer juez de sus hijos. Hasta el siglo XVIII, conservaba el derecho de privar de la libertad a un hijo indigno, aunque fuese mayor de edad y casado, y se daba el caso en que el propio rey colocaba su poder a disposición del padre justiciero. Era lo que sucedía cuando un padre pedía al soberano que le extendiese una lettre de cachet (carta sellada), solicitando la asistencia del poder real contra un hijo, cuando estaba de por medio la honra de la familia. El rey podía entonces mandarlo a una prisión del Estado. Esta costumbre era admitida por todos, incluso por las víctimas de las llamadas lettres de cachet. Una imagen del Padre Eterno La autoridad paterna era considerada esencialmente superior a las otras y, por eso mismo, profundamente respetada. “El príncipe da órdenes a los súbditos —dice Jean Bodin—, el maestro a los discípulos, el capitán a los soldados... Pero a ninguno de ellos la naturaleza le dio tanta autoridad como al padre, que es la verdadera imagen de Dios soberano, padre universal de todas las cosas”. La idea que los hijos tenían de sus padres, era la de imágenes de Dios sobre la tierra. Es frecuente encontrar pensamientos como el siguiente, que es de Étienne Pasquier: “Debemos considerar a nuestros padres como dioses en la tierra, que no nos fueron dados apenas para transmitirnos la vida y conservarla, sino también para santificarnos por medio de una sabia instrucción”. Escribiendo a una de sus sobrinas, San Francisco de Sales afirmó: “Así que os encontráis al lado de vuestro señor padre, que veis como una imagen del Padre Eterno; porque es en esa calidad que les debemos honra y reverencia a aquellos de quien Él se sirvió para darnos la vida”. Las ideas revolucionarias entran en boga Una autoridad de carácter tan religioso inspiraba respeto y hacía fácil la obediencia, estimulaba la dedicación a la familia y mantenía la concordia entre los hijos. Sin embargo, a lo largo del siglo XVIII la autoridad paterna fue siendo estremecida por la corrupción de las costumbres y la Convención acabó por destruirla casi completamente. A partir del momento en que los hombres imbuidos del espíritu de Rousseau —que quería al individuo y no a la familia como elemento básico de la sociedad— tuvieron en sus manos el poder legislativo, se apresuraron a abolir el poder paterno sobre los hijos mayores de veintiún años y a debilitarlo con relación a los menores. “La voz imperiosa de la razón —proclamaba Cambacérès, uno de esos legisladores— se hizo oír. La patria poder ya no existe. Un hombre no debe de tener poderes directos sobre otro, aunque sea su hijo”. El socialismo, a su vez, buscó consagrar en la ley estos propósitos. Benoît Malon, en su libro Le socialisme intégral, decía: “Lo que importa es abolir radicalmente la autoridad del padre y su poder casi regio en la familia. En efecto, la igualdad sólo será perfecta en esas condiciones. ¿No valen los hijos tanto como los padres? ¿Con qué derecho éstos pueden mandar sobre aquellos? ¡Basta de obediencia, basta de desigualdad!” Hoy, el padre se encuentra frente a los hijos en una situación semejante a la de un soberano privado de los medios de reprimir la rebelión de los súbditos. La literatura y la prensa actúan en el mismo sentido que las referidas leyes, combatiendo a los adultos y a los mayores con afirmaciones que la razón desmiente. La propia escuela, por los conocimientos que transmite en el orden de las cosas materiales, viene a persuadir a los hijos de que tienen una verdadera superioridad sobre los padres, los cuales muchas veces ignoran tales conocimientos. De ese modo la autoridad paterna ya no es siquiera una sombra de aquello que fue antes de la Revolución Francesa. Tocqueville, aplaudía este cambio: “Pienso que, conforme las leyes y las costumbres se vayan haciendo más democráticas, las relaciones de los padres con los hijos se volverán más íntimas y dulces. La regla y la autoridad, al manifestarse menos, aumentarán la confianza y el afecto. Y así, si es verdad que el vínculo social se debilita, el vínculo natural cobra fuerza”. Funestas consecuencias para la sociedad entera Los hechos contradijeron tales previsiones que, por lo demás, la razón no puede admitir. Hoy todos deploran la ruptura de los vínculos familiares y sus consecuencias: la pérdida del respeto y de la obediencia de los hijos hacia sus padres, la emancipación de aquellos, la corrupción extrema de las costumbres privadas y públicas, y finalmente, la decadencia del pueblo. En las clases superiores se guardan más las apariencias, pero la realidad no es mejor. Alentada por las particiones igualitarias, la juventud se revela frecuentemente contra la disciplina del hogar. Cada vez más su preocupación es gozar, en el ocio y en la disipación, la riqueza creada por el trabajo de los antepasados. Es preciso restaurar cuanto antes la autoridad paterna Es pues de una urgencia apremiante restaurar la autoridad paterna. Ninguna tiene títulos más legítimos; nada es más necesario. El poder paterno es aquel que, en el orden natural, presenta las características más reveladoras de su institución divina. Él está incluso por encima del poder del rey, que se limita a dirigir una sociedad sobre la cual no puede reclamar derechos con base en la naturaleza, al paso que la autoridad atribuida al padre es una consecuencia legítima de esa dignidad natural: la de continuar la obra de la creación, dando vida a nuevos seres dotados de conciencia moral y que pueden ser elevados hasta el conocimiento y el amor de Dios. Revestida de una tan alta legitimidad, esta autoridad se impone por la necesidad de asegurar la existencia de los hijos, impotentes para conservarla por sí mismos. Se impone hasta al amor paterno, el más duradero y menos egoísta de los afectos humanos, porque los padres perciben que sin ella les sería imposible educar a hijos que traen en el corazón la mancha del pecado original. Se impone, en fin, por el servicio que presta a la sociedad, recogiendo y transmitiendo por la educación el tesoro de verdades morales y experiencias acumuladas a lo largo de los siglos.
La estabilidad social, depende de la estabilidad familiar De esta forma, la autoridad paterna siempre fue considerada, en todas partes —aunque entre nosotros no lo sea en la hora presente— como una de las bases del orden social, necesaria a todos los pueblos y en todos los tiempos, como uno de los elementos inmutables de la constitución social. Escribiendo a respecto de los primorosos estudios realizados por Le Play sobre los elementos del cuerpo social, Charles de Ribbe sacó una conclusión absolutamente demostrada por la experiencia: si las sociedades son la imagen de las familias que las componen, las familias son a su vez aquello que de ellas hace la autoridad paterna. Decía él: “Devolviendo al padre su autoridad, restauraremos al ministro de Dios en el orden temporal. Cuanto más pasa el tiempo, más nos daremos cuenta de que es necesario devolver a la familia su autonomía. Es imposible constituir buenos gobiernos con hombres entregados al error. En el triste estado en que nos encontramos, la salvación sólo puede venir de la única autoridad que, en virtud de la ley natural, permanece dedicada a sus subordinados. Sólo la autoridad paterna podrá cumplir aquello que es superior a las fuerzas de cualquier autoridad pública”. * Mons. Henri Delassus, O espírito de família no lar, na sociedade e no Estado, Editora Civilização, Oporto, 2000, pp. 135-140.
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