PREGUNTA ¿Los católicos afirman que sólo la Iglesia Católica es la auténtica y la verdadera? Estuve leyendo ciertos textos de la Biblia, y descubrí que no somos ni auténticos ni verdaderos, sino apenas pretenciosos e idólatras. Vivo un drama de conciencia y hasta dejé de ir a misa. RESPUESTA La confusión de los días en que vivimos explica una cierta maraña de ideas, que la redacción de la presente carta manifiesta. Procuremos ordenar esas ideas, a fin de ayudar a mi estimado interlocutor a vencer su drama de conciencia. En primer lugar, el principio protestante —que hoy en día incluso contamina ciertos ambientes católicos— de que se debe poner la Biblia en manos de cualquier lego, sin adecuada preparación ni explicaciones previas, y sin pedir, por medio de Nuestra Señora, las luces del Espíritu Santo, da origen a esas distorsiones. No se trata aquí de decir que el consultante no está preparado, y por eso se enredó en pasajes difíciles de la Escritura (y a veces ni siquiera tan difíciles). Sucede que la exégesis (interpretación) bíblica requiere frecuentemente una especialización, e incluso personas con razonable formación cultural y religiosa pueden no atinar con la explicación de numerosos pasajes. Por lo demás, ¿cuál es el campo de la cultura religiosa, filosófica o científica que no exige hoy en día la consulta de un especialista? Tomemos el campo de la Medicina. ¿Cuántas veces sucede que un paciente abre el sobre de un examen de laboratorio y queda perplejo con los términos técnicos, cuyo alcance no comprende? Puede hasta ocurrir que se asuste, pensando que está con una molestia grave, cuando en verdad no es nada. Peor será cuando se tranquiliza pensando que todo está bien, y los términos técnicos esconden por el contrario un diagnóstico altamente preocupante... Si eso es así en Medicina, ¿por qué habría de ser diferente en el campo de la exégesis bíblica? Incluso un sacerdote experimentado necesita recurrir frecuentemente a los manuales especializados de exégesis para explicar ciertos pasajes a quienes lo solicitan. Y hasta hoy hay pasajes que son discutidos inclusive entre los especialistas.
Así, resulta muy peligroso que un católico común —aunque con buena formación cultural, pero lego en el asunto— se ponga a sacar por sí mismo conclusiones de textos bíblicos, principalmente si esas conclusiones lo precipitan en una crisis de conciencia al punto de hacer vacilar su fe. Lamentablemente, quien me escribe no indica cuáles son los textos de la Sagrada Escritura que lo lanzaron en esa crisis, de modo que quedamos sin condiciones de ofrecerle la correspondiente exégesis bíblica que disipe sus dudas. Pero la cuestión que él levanta puede ser abordada por otros ángulos que tal vez le permitan alcanzar alguna luz para su alma. ¿Idolatría? Si hay un punto pacífico en la doctrina de la Iglesia, es la condenación de toda y cualquier idolatría. ¿Cómo el lector llegó a la conclusión contraria, a partir de textos bíblicos que él no indica? Y además no especifica en qué puntos él ve idolatría en los ritos de la Iglesia. Tendremos que intentar imaginar dónde los pueda haber visto. Tal vez se quiera referir al culto a la Eucaristía. Como católicos, sabemos que Jesucristo reveló que en la Hostia consagrada Él se encuentra presente en su verdadero Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; y por eso es digno y justo que la adoremos. Pero para quienes, erróneamente, ven en ella apenas un pedazo de pan, la consecuencia lógica sería tachar a los católicos de idólatras: “¡adoran un pedazo de pan!” ¿Habrá sido esa la absurda conclusión del consultante? ¿O será que ve idolatría en el culto a las imágenes? En este caso, probablemente se basará en ciertos textos del Antiguo Testamento que prohibían la confección de imágenes a los judíos. Éstos vivían rodeados de pueblos idólatras, y corrían el riesgo de volverse ellos mismos idólatras si se les permitiese materializar la imagen de Dios, como lo hacemos hoy, por ejemplo, representando al Padre Eterno como un anciano y al Espíritu Santo como una paloma. Con el advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, que nos explicitó el misterio de la Santísima Trinidad, las representaciones con imágenes del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no constituyen ningún peligro de materializar las nociones relativas a las tres Personas divinas. Tanto más cuanto que la Segunda Persona se hizo hombre y habitó entre nosotros, siendo pues legítimamente representada en su figura humana. En cuanto al culto que prestamos a las imágenes de Nuestra Señora o de los santos, cualquier católico con buena formación sabe que en ello no hay ninguna idolatría, pues no hay nadie tan escaso de inteligencia que no sepa que se trata de una mera representación, que nos facilita dirigirnos al santo de nuestra devoción —quien ya goza de la beatífica presencia de Dios— para pedirle las gracias que necesitamos y agradecerle las que recibimos. Ver en ello una manifestación de idolatría sería manifestar el contagio de la absurda idea protestante opuesta al culto a los santos, y en particular al de la Virgen Madre de Dios. Si ésa era la duda del consultante, queda de este modo explicada. ¿Poseedora de la verdad? Vivimos en una época de “pluralismo” cultural y religioso, en que es disonante que alguien se presente como “dueño de la verdad”. Lo bonito es ser agnóstico y afirmar que la verdad —sobre Dios, sobre ángeles y demonios, sobre el alma humana o cualquier otra realidad espiritual— es incognoscible por el hombre. Como, según los agnósticos, no es posible tener certezas sobre nada, se sigue que es preciso respetar las opiniones de los otros, por más disparatadas que nos parezcan. De ahí la máxima del impío Voltaire: “No creo nada de lo que decís, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Entonces viene la Iglesia Católica y afirma su “pretensión” de poseer —¡ella sola!— la verdad. No puede haber contradicción mayor con el espíritu agnóstico dominante en el mundo moderno. Nuestro lector parece estar sucumbiendo a esta onda avasalladora, basado en textos de la Biblia que lamentablemente no cita. Así, nuestra respuesta tiene que coger el problema por la otra asa y mostrar que el agnosticismo es, él sí, insostenible.
Contemplemos la obra de la Creación y reconozcamos la sabiduría admirable con que fue hecha. Así, la Creación refleja resplandecientemente las perfecciones de Dios. Y, por lo tanto, Dios es indiscutiblemente cognoscible por sus obras. Se trata obviamente de un conocimiento limitado por la pequeñez de nuestra inteligencia, que, por su naturaleza, no puede comprender el infinito, pero es suficiente para que adquiramos la certeza de su existencia y la grandeza infinita de su sabiduría. De ahí la invectiva de San Pablo contra los ateos y agnósticos, varias veces referida en esta columna, de que ellos son inexcusables (imperdonables) en su incredulidad: “ita ut sint inexcusabiles” (Rom. 1,20). Ahora bien, puesto que Dios existe y se reveló a los hombres a través de sus obras, como también por la predicación del Verbo Encarnado, se sigue que Él quería que la verdad sobre Sí mismo fuese comprensible a todos los hombres. Y que la Iglesia fundada por su Divino Hijo, encargada de conducir a los hombres a la salvación eterna, tuviese todas las notas de veracidad y de fácil conocimiento, para que fuese reconocida sin dificultad por todos los hombres. Sin duda, este paso del alma en dirección a Dios y a la verdadera Iglesia es dado bajo el impulso de la gracia, que el Creador no rehúsa a nadie. Este don de la fe, que es concedido en el bautismo, es gratuito por parte de Dios, sin ningún merecimiento previo por parte del hombre; pero el hombre puede cerrarse a él o deshacerse de él, y en esto se vuelve gravemente culpable. Éste es uno de los misterios o una de las miserias más indescifrables del alma humana. * * * Convidamos repetidamente a quien nos escribe a que haga un atento, minucioso y sincero examen de conciencia para ver en qué momento y a propósito de qué, la duda se instaló en su alma. Y le pida a la Reina de los Corazones, que haga nuevamente manar la luz en su corazón de bautizado. Si estos raciocinios lo enredan en vez de liberarlo, comience implorando a Dios. La oración insistente, si fuere hecha por medio de la Virgen Santísima, es el mejor medio de recuperar la fe perdida, o de acrecentarla cuando ella está debilitada.
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