En la forma como hoy las conocemos, las cofradías más antiguas surgen en el siglo XI, en plena Edad Media, para promover el culto y la devoción a ciertos santos, y ya entonces son muy numerosas. Hacia el siglo XII, son considerables las dedicadas a honrar a la Santísima Virgen. En los siglos XIV y XV surgen cofradías para honrar a Jesucristo principalmente en la consideración de su Pasión, y en el siglo XVI las del Santísimo Sacramento y las del culto a las Ánimas Benditas del Purgatorio.A partir del siglo XVIII nacen las dedicadas a honrar y venerar al Sagrado Corazón de Jesús. La participación de los laicos en la vida de la Iglesia data de sus primerísimos días, como fruto directo de la prédica de Nuestro Señor Jesucristo y de los Apóstoles. Pero es sólo con el tiempo que el concurso de los seglares en el apostolado fue adquiriendo características más peculiares, dando origen a las llamadas cofradías, hermandades, congregaciones marianas, escuelas de Cristo y otras. “Cofrade” viene del latín cum fratre (con el hermano). Con raras excepciones, “las cofradías son y han sido a lo largo de toda su historia las instituciones eclesiásticas más auténticamente laicales y de laicos”.1 Una obra “rápida, fulminante, asombrosa” En su interesantísima obra Perú Cristiano, el P. Enrique Fernández García S.J. reconoce que entre otros factores la cristianización del Perú se afirmó “mediante la incorporación del pueblo cristiano en agrupaciones de comprometidos voluntariamente en numerosas cofradías para ahondar personal y colectivamente en la fe recibida en el bautismo, los demás sacramentos y la vida de piedad. Estas cofradías se implantaban por todas partes y difundían la vida cristiana en círculos concéntricos por las comarcas respectivas”.2 Resaltando que la implantación del Evangelio en el Perú y la incorporación de nuestra patria a la Iglesia Católica fue un proceso rápido, fulminante, asombroso, señala que tal proeza se logró, concretamente, “por el celo de las órdenes religiosas misioneras y el número y la calidad de tantos religiosos que evangelizaron, predicaron, catequizaron, asimilaron lenguas y costumbres indígenas para cristianizar el Perú sin perdonar viajes larguísimos, expediciones peligrosas, soledad y aislamiento en las doctrinas, abnegación apostólica perseverante con sacrificio personal hasta el heroísmo”. Pero también por la disposición de la masa indígena para aceptar la fe verdadera en el único Dios. “Esta adhesión popular de los indios al cristianismo –concluye el P. Fernández– tuvo su expresión en la apetencia del bautismo y de la confesión y en el florecimiento de tantas cofradías para comprometerse individual y colectivamente en la práctica de la fe cristiana”.3
Las primeras cofradías limeñas No es de extrañar, pues, que el auge de las cofradías que se vivía en la España del siglo XVI, como saludable efecto de la Contrarreforma, se extendiera rápidamente a nuestro país. En 1540, don Francisco Pizarro funda en Lima la Cofradía de la Vera Cruz de Caballeros, para venerar una reliquia insigne de la Santa Cruz, de la que el Papa Paulo III se desprendió a pedido del Rey Carlos V, con el fin de apaciguar los enconos fratricidas entre los conquistadores. A ésta le siguió muy probablemente la Cofradía del Santísimo Sacramento fundada por los dominicos en su convento de Lima, y en 1554 la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, inicialmente para los indios y extendida luego en 1562 y 1564 a españoles y negros. Ésta era una característica muy particular de la época en que las cofradías reunían en muchos casos a personas de una misma condición u origen, aunque también las hubo mixtas. Se concentraban en la catedral, abundaban en los grandes templos de las órdenes religiosas y no faltaban en parroquias e iglesias. También las hubo que congregaban a personas que se dedicaban a un mismo oficio, como la del Patriarca San José, integrada por carpinteros, o la de los santos Crispín y Crispiniano, que agrupaba a zapateros, ambas en la catedral limeña. Gran auge alcanzaron igualmente las así llamadas cofradías de caridad, como la fundada por el primer Arzobispo de Lima, Fray Jerónimo de Loayza, para socorrer a pobres y enfermos, casar a doncellas huérfanas y dar sepultura a los ajusticiados. Hubo además cofradías penitenciales, como la del Santo Cristo de Burgos, y otras consagradas a la difusión de la doctrina cristiana, como las del Santísimo Nombre de Jesús o del Niño Jesús, que los jesuitas promovieron particularmente en la región del Cusco. Casi todas las cofradías contemplaban también una función social. Auxiliar viudas y huérfanos, socorrer presos, enterrar difuntos, dotar doncellas para el matrimonio o la vida religiosa, liberar esclavos, redimir cautivos, fueron algunos de sus fines benéfico-asistenciales. Plétora de cofradías marianas Una muestra de la dilatada y profunda devoción que en el Perú virreinal se alcanzó hacia la Madre de Dios, lo constituye el número de cofradías erigidas en su honra. Sólo en la arquidiócesis de Lima había casi un centenar de ellas, es decir, un número igual a aquellas que veneraban a todos los santos, y el doble de las que había para el culto al Santísimo Sacramento o a las Ánimas Benditas del Purgatorio. Las advocaciones más difundidas fueron las de Nuestra Señora del Rosario con quince cofradías, de la Purísima con igual número, de Copacabana con ocho, de la Candelaria con siete, de la Soledad con cinco y de Guadalupe con tres. Otras cofradías marianas fueron dedicadas a Nuestra Señora de la Natividad, de los Remedios, de Loreto, del Monte Carmelo, de la Consolación, de la Victoria, de la Piedad, de la Antigua, de los Reyes, de la Gracia, del Pilar, de la O, del Prado, del Agua Santa, del Buen Viaje, del Reposo, del Valle, etc. El padre Fernández en su mencionada obra calcula en 300 el número de cofradías existentes solamente en la arquidiócesis de Lima, que entonces abarcaba desde Santa al norte hasta Acarí en el sur y Huánuco al este. Y con respecto a las establecidas en el actual territorio del Perú, conjetura que hacia 1632 existirían no menos de 150 en la jurisdicción del obispado del Cusco, y 50 en cada una de las diócesis de Arequipa, Huamanga y Trujillo. Es decir, un total de 600 cofradías, muchas de las cuales han logrado atravesar las borrascas de los tiempos y perduran hasta hoy. Tal fue la abundancia de estas instituciones que el III Concilio Limense (1582-83) prohibió la erección de nuevas cofradías y aconsejó reducir las ya existentes, para evitar excesos y abusos de los que no estaban libres. La necesaria revitalización En la larga historia de nuestras cofradías, algunas de las cuales por su antigüedad o privilegios reciben el apelativo de archicofradías, hubo momentos de gloria y momentos de pesar; auges, decadencias, erguimientos, nuevas caídas. Sufrieron los embates de la ilustración, las devastaciones producidas por las encarnizadas guerras del siglo XIX, las confiscaciones del liberalismo anticlerical, el desprecio de los progresistas y teólogos de la liberación del siglo XX. Sufren hoy la crisis y pérdida de fe, de la que la Santísima Virgen nos vino a prevenir en Fátima, y que envuelve a la Iglesia en general.
Pero si ellas, como bien lo dice el padre Fernández, fueron “el método de compromiso con la fe cristiana más eficaz en el Perú”,4 ¿por qué —decimos nosotros— no lo pueden ser nuevamente ahora? Como muestra de la fuerza de esa espléndida tradición, muchos provincianos radicados en Lima han formado en los últimos años asociaciones bajo la protección del santo patrón de sus pueblos, al modo de las antiguas cofradías. Asimismo, con la galopante emigración de cientos de miles de peruanos al exterior, de manera análoga comienzan a aparecer símiles de la Hermandad del Señor de los Milagros en lugares tan distantes como Nueva York y Milán. * * * Frente a los graves problemas que aquejan al Perú de hoy se corre con afán atrás de nuevas recetas, fórmulas extrañas, soluciones mágicas para resolverlos. Pero se olvida con mucha frecuencia la medicina espiritual que siempre funcionó: “buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura” (Mt. 6,33). Esa búsqueda es lo que caracteriza buena parte de las nuevas generaciones, agredidas por la realidad de un mundo en acelerada descomposición moral –precisamente por haberse apartado de la fe– y deseosas de una estabilidad y orden interior que sólo nace de las almas con fe e idealismo; y es lo que explica que tantas cofradías experimenten en nuestros días un reflorecimiento digno de nota, y merecedor de todo aplauso y apoyo. Notas.- 1. José Sánchez Herrero, La evolución de las Hermandades y Cofradías desde sus momentos fundacionales a nuestros días, en www.hermandades-de-sevilla.org2. P. Enrique Fernández García S.J., Perú Católico, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2000, p. 78. 3. Op. cit., p. 229. 4. Op. cit., p. 129.
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