María Rosa, madre de la hermana Lucía, era la catequista de la aldea. Los niños acostumbraban reunirse en su casa para aprender la lección. Lucía desde la más tierna edad asistía a las clases y en poco tiempo aprendió correctamente la doctrina cristiana. “Con su vivacidad y buena memoria no tenía dificultad en memorizar las formulaciones y siempre que no comprendía algo, no se hacía de rogar para preguntar y aclarar sus dudas, pues desde bien pequeña, siempre quiso llegar al fondo de las cosas”.1 Veamos, pues, cómo ella misma narra en sus Memorias el episodio de su primera confesión y comunión. * * * Se aproximaba, pues, el día que el señor párroco había fijado para que los niños de la parroquia hiciesen su primera comunión solemne. Mi madre pensó que ya que su hija sabía bien la doctrina y que tenía cumplidos los seis años, podría hacer la primera comunión. Para lo cual, me mandó con mi hermana Carolina asistir a la explicación de la doctrina que hacía el párroco a los niños como preparación para ese día. Allá iba, pues, radiante de alegría con la esperanza de recibir en breve, por primera vez, a mi Dios. El párroco hacía sus explicaciones sentado sobre una silla que estaba sobre un estrado. Me llamaba junto a él y, cuando algún niño no sabía responder a sus preguntas, para avergonzarlo, me mandaba responder a mí. Llegó, pues, la víspera del gran día, y el párroco mandó ir a la iglesia a todos los niños por la mañana, para decir definitivamente cuáles eran los que iban a comulgar. ¡Cuál no sería mi tristeza cuando el párroco, llamándome junto a sí, y acariciándome, me dijo que tenía que esperar hasta los siete años! Comencé entonces a llorar, y como si estuviese junto a mi madre, recliné la cabeza sobre sus rodillas, sollozando. Estaba en esta actitud, cuando entró en la iglesia un sacerdote 2 que el párroco había mandado venir de fuera para que le ayudase en las confesiones. El reverendo preguntó el motivo de mis lágrimas, y al ser informado, me llevó a la sacristía, me examinó con relación a la doctrina y al misterio de la Eucaristía, y después me trajo de la mano hasta el señor párroco y dijo: —“Padre Pena, su reverencia puede dejar comulgar a esta pequeña. Ella entiende lo que hace, mejor que muchas de esas”. —“Pero solo tiene seis años”, exclamó el buen párroco. —“No importa, esa responsabilidad, si su reverencia quiere, la tomo yo”. —“Pues bien —me dice el buen párroco—, ve a decirle a tu madre que sí, que mañana haces tu primera comunión”. Mi alegría no tenía explicación. Me fui batiendo las palmas de alegría, corriendo todo el camino, para dar la buena noticia a mi madre, que en seguida comenzó a prepararme para llevarme a confesar por la tarde. Al llegar a la iglesia, le dije a mi madre que quería confesarme con aquel sacerdote de fuera. El estaba confesando en la sacristía, sentado en una silla. Mi madre se arrodilló junto a la puerta, en el altar mayor, con otras mujeres que estaban esperando el turno de sus hijos. Y delante del Santísimo me fue haciendo las últimas recomendaciones. Y cuando llegó mi turno, fui a arrodillarme a los pies de nuestro buen Dios, allí representado por su ministro, a pedir perdón por mis pecados. Cuando terminé, vi que toda la gente se reía. Mi madre me llamó y me dijo: —“Hija mía, ¿no sabes que la confesión se hace bajito, que es un secreto? Toda la gente te ha oído. Solo al final dijiste una cosa que nadie sabe lo que fue”. En el camino a casa, mi madre hizo varias tentativas para ver si descubría lo que ella llamaba el secreto de mi confesión; pero no obtuvo más que un profundo silencio. Voy, pues, a descubrir ahora el secreto de mi primera confesión. El buen sacerdote, después que me oyó, me dijo estas breves palabras: —“Hija mía, tu alma es el templo del Espíritu Santo. Guárdala siempre pura, para que Él pueda continuar en ella su acción divina”. Al oír estas palabras me sentí penetrada de respeto interiormente y pregunté al buen confesor cómo lo debía hacer. —“De rodillas —dijo— a los pies de Nuestra Señora, pídele con mucha confianza que tome posesión de tu corazón, que lo prepare para recibir mañana dignamente a su querido Hijo, y que lo guarde para Él solo”. Había en la iglesia más de una imagen de Nuestra Señora. Pero como mis hermanas arreglaban el altar de Nuestra Señora del Rosario, estaba acostumbrada a rezar delante de Ella, y por eso allí fui también esta vez, para pedirle con todo el ardor que fui capaz, que guardase solamente para Dios mi pobre corazón. Al repetir varias veces esta humilde súplica, con los ojos fijos en la imagen, me parecía que Ella sonreía y que, con su mirada y gesto de bondad, me decía que sí. Quedé tan inundada de gozo, que con dificultad conseguía articular las palabras. Mis hermanas quedaron trabajando esa noche para hacerme el vestido blanco y la guirnalda de flores. Yo, por la alegría, no podía dormir y no había manera de que pasasen las horas. Constantemente me levantaba para ir junto a ellas y preguntarles si aún no era de día, si me querían probar el vestido, la guirnalda, etc. Amaneció, por fin, el día feliz; pero las nueve ¡cuánto tardaban! Ya vestida con mi vestido blanco, mi hermana María me llevó a la cocina para que les pidiese perdón a mis padres, besarles las manos y pedirles la bendición. Terminada la ceremonia, mi madre me hizo las últimas recomendaciones. Me dijo lo que quería que yo pidiese a Nuestro Señor cuando lo tuviese en mi pecho y me despidió con estas palabras: —“Sobre todo, pide a Nuestro Señor que te haga una santa”; palabras que se me grabaron tan fuertemente en el corazón, que fueron las primeras que dije a Nuestro Señor después que lo recibí. Y aún hoy parece que oigo el eco de la voz de mi madre que me las repite. Allá fui, camino de la iglesia, con mis hermanas; y para que no me manchase con el polvo del camino, mi hermano me subió sobre sus hombros. Cuando llegué a la iglesia, corrí hasta el altar de Nuestra Señora, para renovar mi súplica. Allí me quedé, contemplando la sonrisa del día anterior, hasta que mis hermanas me fueron a buscar, para colocarme en el lugar que me estaba destinado. Los niños eran muchos. Formaban, desde el fondo de la iglesia hasta la balaustrada, cuatro filas: dos de niños y dos de niñas. Como yo era la más pequeña, me tocó junto a los ángeles, en la grada de la balaustrada. Comenzó la Misa cantada, y a medida que se aproximaba el momento, mi corazón latía más deprisa esperando la visita del gran Dios que iba a descender del Cielo, para unirse a mi pobre alma. El señor párroco bajó por entre las filas para distribuir el Pan de los Ángeles. Tuve la suerte de ser la primera. Cuando el sacerdote bajaba las gradas del altar, el corazón parecía querer salírseme del pecho. Pero después que puso sobre mis labios la Hostia Divina, sentí una serenidad y una paz inalterables; sentí que me envolvía una atmósfera tan sobrenatural, que la presencia de nuestro buen Dios se me hacía tan sensible como si lo viese y lo oyese con mis sentidos corporales. Entonces le dirigí mis súplicas: —“Señor, hazme una santa, guarda mi corazón siempre puro, para Ti solo”. Aquí me pareció que nuestro buen Dios me dijo, en el fondo de mi corazón, estas palabras: —“La gracia que hoy te ha sido concedida, permanecerá viva en tu alma, produciendo frutos de vida eterna”. ¡Cómo me sentía transformada en Dios! Cuando terminó la función religiosa era casi la una de la tarde, debido a que los sacerdotes de fuera habían tardado mucho en venir, y por causa del sermón y de la renovación de las promesas del bautismo… Mi madre vino a buscarme, afligida, creyéndome desfallecida. Pero yo me sentía tan saciada con el Pan de los Ángeles, que me fue imposible, entonces, tomar alimento alguno. Desde entonces, perdí el gusto y atractivo que empezaba a sentir por las cosas del mundo; y solamente me sentía bien en algún lugar solitario, donde pudiese, a solas, recordar las delicias de mi Primera Comunión.3
1. Carmelo de Coimbra, Un Camino bajo la Mirada de María, Fonte, Burgos 2017, p. 26-27.
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