SOS Familia Los dos lagos

“Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios le creó, los creó varón y mujer. Y les dio Dios su bendición, y dijo: Creced y multiplicaos, y henchid la tierra y enseñoreaos de ella” (Gn 1, 27-28).

Si existe una materia que no debería faltar, tanto en el hogar como en la escuela, es la educación de la pureza. Desgraciadamente, ¡en cuántos caos sucede todo lo contrario! Abundan los libros y cursos sobre educación sexual en que este delicado tema es tratado de modo a producir un verdadero tsunami de impureza.
Para neutralizar a la revolución cultural en curso, reproducimos a continuación extractos del libro “Energía y Pureza” escrito por el célebre
obispo de Veszprén, Hungría.

Mons. Tihamér Tóth

En los años mozos, cuando estudiante iba yo frecuentemente de excursión a un lago de las montañas. Sobre el espejo magnífico, cristalino, del agua bailaba jugueteando un rayo de sol. El agua pura brillaba con amabilidad y dejaba entrever en el cauce lleno de guijarros el alegre hormigueo de los pobladores del lago. Ágiles pececitos zigzagueaban de una a otra parte, no sabiendo qué hacer de puro alegres al sentir el rayo acariciador del sol.

Por la orilla soñaban nomeolvides de ojos azules, y lirios acuáticos estaban de guardia, tiesos, con sus hojas agudas en forma de espada. Los sauces inclinaban con majestad su ramaje hasta rozar el terso espejo del lago, y soñadores se deleitaban mirando la bóveda sonriente, sin nubes, reflejada en la superficie. Una brisa fresca, vivificadora, jugaba entre las ramas, y a su paso se inclinaban con suave murmullo las cañas.

Paraíso (detalle), Jan Brueghel el Joven, 1650

Este lago montañés era, como el alma del joven, rebosante de vida, sonriente, feliz; o como los ojos del niño, abiertos con admiración, ojos que tienen luz de estrellas…

No hace mucho volví otra vez. Ya habían pasado largos años.

Quedé espantado al ver en qué se había convertido mi amado lago. Un pantano lleno de limo, un lodazal amarillento, verdoso. Su agua estaba sucia, turbia. La abundancia de espadañas no permitía ver lo que en su seno se escondía; pero el aire pestilente delataba que solo había podredumbre. El croar soñoliento de unas ranas de ojos abultados salía del limo del fondo; y asquerosos reptiles, al oír pasos, se asustaban y se zambullían en el agua verdosa, podrida.

¿Qué ha sido de los lirios altivos que hacían la guardia? ¿Cómo se deshizo la suave corona de follaje que ostentaban los sauces? ¿Dónde está el cielo azul, sonriente, que se reflejaba en el espejo del agua?

Todo, todo había desaparecido. Una vegetación inútil llena la orilla, juncos que para nada sirven se inclinan a la más leve brisa, ¡no tienen carácter! Podredumbre, destrucción, asquerosidad por todas partes…

Sentí oprimírseme el corazón. ¿Es este el magnífico lago cristalino de mis años mozos?…

*       *       *

Los ojos de los muchachos son hermosos como las nomeolvides de las aguas de ensueño; y su alma es bella, como el magnífico cristalino lago montañés.

¡Ay, cuántas se truecan más tarde en lodazal fétido, lleno de espadañas!

*       *       *

Para que tu alma se conserve siempre limpia, joven mío, he escrito este libro. Porque conservar el alma y llegar así a la madurez… es el más bello arte de vivir.

La creación de Dios

Hacía ya millares de años que la tierra iba corriendo con ritmo vertiginoso por su órbita alrededor del sol. En su interior se agitaba aún la lava encendida; con ruido espantoso se rompía de tiempo en tiempo la capa exterior endurecida; pero el proceso del enfriamiento aún proseguía… Por toda la faz de la tierra tupidos bosques mostraban su verdor. La primavera florecía con deslumbradora pompa; alegres trinos de pájaros volaban en alas de una brisa suave. Todo rebosaba de vida, de fuerza; había una energía de gran tensión… Pero faltaba algo.

Mejor dicho, faltaba alguien.

Faltaba aquel a quien cantara el mirlo, para quien se desplegara la flor y diera el fruto el árbol. Faltaba el ser racional, consciente, que abarcara en su alma, llena de anhelo, todo este piélago de hermosuras; el que, en vez de ser una parte más del gran mecanismo de la naturaleza, lo sintiera todo y gozara con el canto del pájaro, el murmullo del arroyuelo, el perfume de las flores, el cuchicheo de los bosques, el suave rumor de la brisa, la augusta majestad de las montañas gigantescas coronadas de nieve, el zumbido de las abejas…, y se levantara con amor en alas de la gratitud, con el espíritu embriagado de las bellezas creadas, al Hacedor Supremo.

El primer hombre y la primera mujer

Entonces creó Dios la primera pareja humana: un hombre y una mujer. Esta y aquel tienen cada cual su sexo; uno y otra son seres acabados en sí mismo; no obstante, han de completarse mutuamente.

En el conjunto de los dos realizó el Creador la idea íntegra del “hombre”. Cada sexo tiene sus notas peculiares; pero unidos, sirviéndose mutuamente de complemento, realizan el concepto adecuado del “hombre”.

Es característica del sexo fuerte la actividad creadora que supone valentía, energía. Su voluntad es firme; su carácter, recio; su decisión, inconmovible. Gusta de oponer con ánimo tenaz de triunfo su ancha frente, cual muro de granito, a las mil tempestades que levanta la lucha por la vida.

La mujer se quebrantaría en este rudo combate. Su sitio es el blando nido de la familia, en que cuida con amor y espíritu de sacrificio inagotable su hogar, sus hijos; y pone un tinte de sonrisa en los labios del esposo cuando este vuelve del rudo trabajo cotidiano. Su fuerza creadora no es tan grande como la del hombre; en cambio, son mayores su perseverancia y su paciencia.

Justamente creando los dos sexos quiso Dios que se tradujesen en realidad los más hermosos designios de nuestro linaje. El encanto inagotable de la vida de familia, el amor conyugal, el cariño de los hijos; aún más: la nostalgia, y en parte el mismo amor patrio, se fundan en la diferencia de los dos sexos.

Por tanto, es necesario que haya hombre y mujer. Es necesario que junto a la fuerza del hombre esté la ternura de la mujer. Es necesario que al brío y actividad del hombre correspondan el amor, la hermosura, el sentimiento profundo de la mujer. Los dos sexos son necesarios y mutuamente se reclaman. Por esto colocó Dios la primera mujer junto al primer hombre; por esto formó, ya al principio de nuestra historia, la primera familia.

Los planes del Creador

Nos acercamos con esto a otros planes de Dios más profundos, más santos. Con la distinción de sexos comunicó el Señor fuerza creadora a los hombres. Quería que estos participasen en su función divina de Hacedor y compensasen las brechas abiertas en nuestro linaje por la muerte, dando vida a nuevas generaciones. Tal era el plan sublime, misterioso, del Creador al instituir el matrimonio. De modo que los jóvenes esposos —rebosantes de fuerzas, desarrolladas, según la voluntad de Dios, en una virginidad intacta—, unidos como en un solo cuerpo, vienen a ser la expresión de un solo designio creador.

La Creación (detalle), Giovanni di Paolo, 1445

Por la Sagrada Escritura sabes que Dios creó a nuestros primeros padres, a Adán y Eva, sin intermediarios, por Sí mismo. Pero llega el día en que se te ocurre esta pregunta: ¿Quién ha hecho a los demás hombres? Claro está que Dios no los ha creado inmediatamente, como a nuestros primeros padres; entonces, ¿cómo han llegado al mundo? Y ¿cómo he venido yo? Y ¿cómo nacen los niños?

Realmente es una cuestión muy seria, y que excita en gran modo la curiosidad de todos los muchachos. Más vale que te lo explique yo, y así no tendrás que curiosear con otras personas.

Fíjate, joven: seguramente sabes que los sabios dividen todos los seres creados en dos grupos: el de los seres orgánicos y el de los inorgánicos. A los del primer grupo (plantas, animales, hombres), Dios no solamente los creó, sino que les comunicó una parte de su propia fuerza creadora, de modo que ellos pueden transmitir la vida a otros pequeños seres, semejantes a ellos mismos. La planta da nuevas plantas, el animal pare sus pequeñuelos, el hombre comunica la vida a los hijos.

A los cuerpos inorgánicos (sol, estrellas, minerales, montañas, mares, etc.) Dios no les concedió esta fuerza creadora. ¿Por qué? Porque estos no perecen con tanta facilidad como los seres vivientes; y así, no era forzoso que, para compensar lo efímero de su existencia, llamasen otros a la vida. Pero esto sí es necesario cuando se trata de seres orgánicos. El pez y el pájaro, el árbol y la planta, el animal y el hombre, envejecen, mueren; millones de seres vivos dejan de existir en un año. Si este proceso prosiguiera siempre y no hubiera la compensación de seres nuevos, la vida se extinguiría en breve lapso de tiempo. Es verdad que Dios podría crear inmediatamente, por sí mismo, seres nuevos en sustitución de los que mueren. Pero su voluntad santa, misteriosa quiso realizar una cosa sublime; dio a todos los seres vivos la fuerza de comunicar por sí mismos la vida a nuevos individuos, y esto de modo tan misterioso, que los sabios más eruditos del mundo no han podido aún penetrar el secreto.

¿Te has fijado, acaso, amado joven, en las yemas de los árboles, que durante el invierno se esconden silenciosas, casi imperceptibles? Cada yema es el nido de un nuevo germen, de una nueva flor, de un nuevo fruto, de un nuevo arbolito. Las yemas acechan el beso del sol primaveral para empezar a abrirse, a desplegarse, a florecer.

Las flores esperan la visita de los insectos o de la fresca brisa en el mes de mayo, cuando el viento en sus alas o las abejas en sus patitas traen el polen de una flor masculina y empolvan con él el pistilo de una flor femenina. Cuando el polen toca el pistilo, en el mismo momento podríamos decir que las dos flores se juntan en un amor mutuo. Entonces empieza un proceso misterioso. El ovario fecundo crece, madura. De día en día es más grande, más desarrollado, hasta que por fin —al cabo de unas semanas o de unos meses— cae a nuestros pies el fruto completamente maduro; y dentro del fruto hay la nueva semilla: el germen de un nuevo árbol, de una nueva vida. De esta manera cuida el Creador de que la naturaleza vaya renovándose siempre.

El germen de la vida humana

De la misma manera provee a la renovación, a la conservación de nuestra especie. Dio al hombre una fuerza en cierto modo creadora: una fuerza misteriosa, una capacidad casi divina, de comunicar nueva vida, llamar a la existencia nuevos hombres. Semillas de vida en el hombre, pequeños gérmenes en la mujer, para que mediante la unión de ambos se produzca un nuevo ser viviente, un nuevo hombre. Esta fuerza engendradora, esta semilla de vida y estos gérmenes laten como adormecidos durante años en los niños, como las yemas del árbol durante el invierno. Pero llega la primavera de la vida, el niño se convierte en hombre, y la niña en mujer; sale el rayo de sol sonriente, vivificador; el joven se enamora de la muchacha, se casa con ella y en el santuario de la vida matrimonial se funden realmente, se unen en una sola cosa, las dos almas y los dos cuerpos.

Y esta unión corporal, y este amor que une a los esposos, no solamente los llena de gozo, sino que produce en la mujer el mismo efecto que el beso del príncipe del cuento al rozar la frente de la Bella Durmiente; el pequeño germen empieza a vivir, el capullo humano empieza a brotar, a crecer, a desarrollarse; y cuando, después de nueve meses es bastante vigoroso para salir de la envoltura, cae el fruto del árbol, y decimos: ha nacido un niño. Un niño, un nuevo hombrecito, que ya no es ni el padre ni la madre en miniatura, sino el resumen de ambos; un tercer hombre, aunque su vida se ve influida en muchos puntos por el modo de vivir que tuvieron el padre y la madre, por la vida anterior de estos, santa o pecadora. Por eso no hay amor en el mundo como el de los padres a sus hijos, ya que estos son, en el sentido más estricto de la palabra, carne y sangre de quienes los engendraron. 

¿Cuál es el valor de las oraciones privadas? La Virgen del Apocalipsis y los ángeles arcabuceros del Cusco
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Tesoros de la Fe N°265 enero 2024


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Enero de 2024 – Año XXIII ¿Cuál es el valor de las oraciones privadas? Los dos lagos  La Virgen del Apocalipsis y los ángeles arcabuceros del Cusco Santa Ángela de Foligno Malas palabras: vulgaridad y pecado Clasicismo pagano y delirio neopagano



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