Capuchino, taumaturgo y mendigo Plinio María Solimeo De los ocho santos capuchinos que florecieron entre los siglos XVI y XIX, san Ignacio de Láconi —cuya fiesta se celebra el día 11 de mayo— es el único del siglo XVIII. Fallecido a los 80 años, pasó 60 de ellos entre los capuchinos de Cerdeña como hermano lego. Prácticamente desconocido en América Latina, la Positio sobre sus virtudes, publicada en 1868, contiene 207 páginas: 121 narrando los milagros que realizó en vida y 86 con los ocurridos después de su muerte. A pesar de ello, recién fue canonizado por el Papa Pío XII en 1951. Familia pobre, numerosa y virtuosa Francisco Ignacio Vicente Peis, el segundo de nueve hermanos, nació en la ciudad de Láconi, en el corazón de la isla de Cerdeña, el 17 de noviembre de 1701. Sus padres eran muy pobres aunque ricos en virtudes y dieron a su numerosa prole una esmerada formación religiosa. Después de aprender el catecismo, el niño fue enviado a la iglesia parroquial donde, en 1707, cuando tenía apenas siete años de edad, recibió la confirmación, hizo su primera comunión y se convirtió en monaguillo. Como tuvo que trabajar desde muy joven, Ignacio no aprendió a leer ni a escribir. Hablaba en un comienzo el español, como lengua materna, y algo del dialecto sardo. Pero ayudaba en misa todos los días. Desde pequeño, el muchacho sintió vocación religiosa. A medida que crecía, su padre le desanimaba, poniendo como excusa su débil constitución física y la necesidad de brazos para mantener a la numerosa familia. Al llegar a la adolescencia, Ignacio enfermó gravemente debido a sus ayunos y mortificaciones. Entonces le prometió a san Francisco que si se curaba entraría en su Orden, y así lo hizo. Pero su padre, una vez más, se negó a dar su consentimiento. Desde entonces el muchacho estuvo dotado de dones especiales de profecía y curación. A pesar de sus severas penitencias, su existencia transcurrió apaciblemente, manteniendo su espíritu siempre sereno y alegre, en estrecha comunión con Jesucristo. Entre los milagros que obró en aquella época, podemos citar el de una multiplicación de panes. En la Orden de los Capuchinos Un día, cuando Ignacio rondaba los 20 años de edad, su padre le ordenó ir a caballo a un campo para vigilar el ganado. Obedeció inmediatamente. Sin embargo, al llegar a un terreno pantanoso, el caballo se asustó por algo y salió al galope, dirigiéndose a un precipicio. Ante el peligro, el joven recurrió a Dios y salió ileso del percance. Entonces se acordó de su voto de hacerse franciscano, que no había cumplido. Al llegar a casa, describió el peligro que había corrido e insistió en ingresar al convento. Esta vez su padre accedió. Así, en noviembre de 1721 Ignacio pidió ser admitido en el convento capuchino del Buen Camino de Cagliari. Al comienzo no le aceptaron, porque estaba todavía demasiado débil. Entonces recurrió al padre Gabriel Aymerich, marqués de Láconi, amigo de la familia, que intercedió por él y el muchacho fue finalmente aceptado. A partir de aquel momento vistió el hábito capuchino con el nombre de fray Ignacio de Láconi.
Cabe destacar que durante el siglo XVIII la Orden de los Capuchinos gozó de un brillo inusitado, con la canonización o beatificación de muchos de sus miembros. En 1712, cuando fray Ignacio era todavía un niño, fue canonizado san Félix de Cantalicio. Siete años más tarde fue beatificado Serafín de Montegranaro. En marzo de 1729 fue el turno de fray Fidel de Sigmaringen, protomártir de los capuchinos, canonizado en 1746. José de Leonessa fue beatificado en 1737 y canonizado junto con fray Fidel en 1746. Bernardo de Corleone fue beatificado en 1768, y en 1769 se reconocieron las virtudes heroicas del futuro santo y Doctor de la Iglesia, Lorenzo de Brindisi. No es de extrañar que, con tantos ejemplos ilustres, fray Ignacio se sintiera fuertemente estimulado en el camino de la virtud. Durante el noviciado, según sus contemporáneos, “destacaba sobre los demás por el recogimiento, el silencio, la obediencia, la frecuencia de los sacramentos y el espíritu de oración”. Puede decirse que la presencia de María Santísima —que se le aparecía con frecuencia— y el ejemplo de su divino Hijo le acompañaron a lo largo de su vida, en todos los caminos, en todas las circunstancias, llevándole a enfrentar las vicisitudes de la vida con serenidad y jovialidad. Fray Ignacio profesó al año siguiente y fue trasladado al convento de Iglesias, donde ejerció el oficio de despensero y encargado de pedir limosnas para el convento. Vivió durante quince años entre varios conventos de Cerdeña, y luego regresó al del Buen Camino de Cagliari, donde permaneció hasta su muerte. “Una limosna, por el amor de san Francisco” De esta manera, en 1741, a la edad de 40 años, el humilde hermano lego volvió a su antiguo oficio, pidiendo limosna para el convento por las calles de la ciudad. Durante 40 años Cagliari fue el campo de su apostolado, realizado con eficacia y gran amor entre pobres y pecadores. Este benemérito hijo de san Francisco tenía el verdadero espíritu del fundador. Fue un ejemplo vivo de pobreza y disponibilidad absoluta hacia los pobres, los indigentes, los enfermos físicos y espirituales, es decir, hacia los pecadores, a muchos de los cuales consiguió reconducir por el buen camino. Todo el mundo lo veneraba por el esplendor de sus virtudes y por sus numerosos milagros, hasta tal punto que llegó a ser llamado el “padre santo”. Sin falsos respetos humanos, pedía limosna incluso en los barrios pobres, a lo largo del puerto, en tabernas y comercios, pues sabía que hasta un pobre puede dar al menos un vaso de agua. En este oficio, el santo nunca perdía la ocasión de dar un buen consejo, una palabra de consuelo, un estímulo para practicar la virtud. Mostraba una ternura singular hacia las mujeres que estaban por dar a luz, animándolas con palabras llenas de fe cuando notaba que eran tímidas. Por estas cosas llegó a ser conocido y querido en toda la ciudad. Era un espectáculo conmovedor para los habitantes de Cagliari ver a aquel humilde y silencioso fraile con una alforja a la espalda, apoyado en un bastón, desgranando su rosario al subir y bajar por las calles y escaleras de la ciudad, siempre dispuesto a prestar asistencia a unos, un buen consejo a otros, y conduciendo a muchos hacia una verdadera conversión.
Uno de sus tantos milagros en vida ocurrió cuando, yendo con un compañero a buscar pan para el convento, encontraron los hornos del pueblo prácticamente destruidos. El hermano Ignacio “comenzó a recoger piedras y a meterlas en sus alforjas, e hizo que su compañero hiciera lo mismo. Mientras avanzaba, notó un gran calor en su espalda y puso las alforjas en el suelo durante un rato. Cuando ambos entraron en el refectorio, encontraron las alforjas llenas de pan caliente y humeante”. En otra ocasión, yendo a mendigar al muelle de Cagliari, vio a un mercader que sacaba aceite de un barril. Le pidió un poco, “como limosna para san Francisco”. Apremiado a presentar un recipiente, el fraile ofreció una simple alforja de tela, rogando a Dios para que contuviera el aceite. Luego ensanchó la boca de la alforja para que cupiera más aceite. El comerciante llenó el insólito recipiente con el preciado líquido, que el fraile llevó de vuelta al convento sin que se perdiera “una sola gota de aceite”. El dueño del aceite envió entonces el barril entero al convento, y durante mucho tiempo se conoció como “el barril de fray Ignacio”. Un conocido pastor protestante, contemporáneo del santo, hizo de él el siguiente elogio: “Aquí disfrutamos de una fortuna que demuestra que la fe en los milagros aún no se ha extinguido en la Iglesia. Todos los días vemos mendigar por la ciudad a un santo vivo, que ya se ha ganado la veneración de sus compatriotas con varios milagros”. “Que el mundo entero sea católico” Los testigos del proceso de beatificación afirman que el hermano Ignacio “solía decir ‘antes morir que perder la fe’ … Daba gracias a Dios por haber nacido de padres católicos y por haber aprendido de ellos las máximas de la santa fe … Daba gracias a Dios por haberle llamado a la fe en el santo bautismo y a la religión en esta Orden de San Francisco … Repetía con frecuencia los actos de fe, esperanza y caridad, y con gran fervor los inculcaba a sus correligionarios; se los hacía recitar a los enfermos que visitaba … Instruía a los niños en el catecismo, exhortándoles a la oportunidad de orar a Dios por la exaltación de la Iglesia y la expansión del cristianismo; cuando iba a las casas a pedir limosna y visitaba a los enfermos, hablaba de los misterios de la fe, como la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, de su Encarnación … Con frecuencia expresaba con palabras el vivo deseo que tenía de que el mundo entero sea católico y se convirtiera a la adoración del verdadero Dios, Creador y Redentor; por el contrario, lamentaba que tantos infieles, herejes y cismáticos no estuvieran en el seno de la Iglesia, por lo que rogaba mucho al Señor por su conversión … Por las calles, entretenía a los niños instruyéndoles en la doctrina cristiana, a los que seducía con pequeños regalos, trocitos de pan, higos secos y cosas semejantes, y les exhortaba a aprender bien la doctrina … a ser buenos y obedecer a sus padres”. Habiendo perdido la vista en 1779, pasó los últimos cinco años de su vida en intensa oración.
Muerte y glorificación Dispensado de la mendicidad, el hermano Ignacio quiso seguir participando en la vida común de los frailes que seguían la Regla. Así lo hizo hasta su santa muerte, que tuvo lugar en Cagliari el 11 de mayo de 1781, a la edad de 80 años. Ante la noticia de su muerte, una impresionante multitud acudió al convento durante dos días ininterrumpidos, desfilando ante su humilde ataúd para implorar su protección. Aunque su proceso de beatificación, abierto en 1844, incluyó muchos milagros ocurridos tanto en vida como después de su muerte, y que fuera declarado venerable por Pío IX en 1860, fray Ignacio de Láconi no fue beatificado sino en 1940 por el Papa Pío XII, y canonizado por el mismo Pontífice en octubre de 1951.
Fuentes.- – http://www.fraticappucciniinsardegna.it/santignazio.html.
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