Con la lógica y la claridad que le caracterizan, el autor expone a continuación una característica esencial del matrimonio cristiano Mons. Tihamér Tóth Nadie debería sorprenderse si comienzo este artículo con una historia pagana, esto es, un antiguo mito griego. Revela una forma ejemplar de pensar, un atisbo del pensamiento cristiano. Merece la pena recordarlo y repetirlo no una, sino muchas veces. Se trata de Penélope, esposa del héroe griego Odiseo o Ulises. Ejemplo incomparable, noble, de la esposa fiel. Veinte años hacía que su esposo estaba ausente de la isla de Ítaca. Primero tomó parte en la guerra troyana, después se extravió en el viaje de vuelta e iba errando sin norte por los mares. Mientras tanto, pretendientes numerosos asediaban a su esposa, y no la dejaban descansar. Apremiada la pobre mujer, llegó a prometer que se casaría con uno de los pretendientes en cuanto acabase de tejer la labor que tenía entre manos. Durante el día, cuando la veían los pretendientes, iba tejiendo con diligencia su paño, pero durante la noche deshacía todo cuanto había hecho durante la jornada. Un día corre la noticia de que ha vuelto Ulises. ¡Después de veinte años llega el esposo! Y realmente el marido comparece ante ella. La mujer no se atreve a dar crédito a sus propios ojos: ¡quién sabe si la están engañando! Permanece sentada frente a su esposo en silencio, sin proferir palabra. Veinte años que no le ha visto. Le examina con mirada escudriñadora. Y no lo cree hasta que Ulises, como señal infalible, le relata un secreto que nadie sino él solo podía saber. Penélope estalla en llanto, abraza a su esposo, le besa y le dice: “No te enojes, mi amado Ulises, si al verte de nuevo no te he dicho nada. Es que mi pobre corazón siempre se estremecía de horror al pensar que podría venir alguien y engañarme con falsas palabras. Son tantos los malvados que me tienden trampas”. Penélope es el prototipo de la mujer rica en virtudes. ¡Qué admirablemente se portó durante tantos años! ¡Cómo seguía pensando continuamente en Ulises, el esposo de su juventud! La gloria de su fidelidad no pasará jamás. En efecto: hace ya milenios que perdura el noble recuerdo de este brillante ejemplo de fidelidad conyugal. El hecho no es histórico, ciertamente no es más que un mito; pero viene a ser un magnífico testimonio de que la humanidad, aun antes de Jesucristo, ya presentía que la forma sublime del matrimonio, digna del hombre, lleva aneja una fidelidad que dura hasta la muerte, y que el matrimonio ha de ser una alianza santa entre un solo hombre y una sola mujer. Lo que la humanidad presintió antes de Cristo, aparece mostrado con luz vivísima a partir de la venida del Redentor, como lo veremos en este artículo. El concepto del matrimonio exige que sea monogámico La forma del matrimonio digna del hombre no puede ser sino la monogamia, es decir, un lazo indisoluble entre un solo hombre y una sola mujer; de modo que no es lícita ni la poligamia ni la poliandria. Sé muy bien que he de aducir firmes argumentos para probar esta afirmación, porque hoy día se lanzan contra el matrimonio monógamo duros ataques. “La monogamia hoy está superada —dicen—, no puede ser una forma definitiva del matrimonio. Fue el orden económico del hombre antiguo el que la produjo, de modo que es una forma transitoria del desarrollo cultural. Y como quiera que hoy día ya es otro el sistema económico de la humanidad, hay que moldear según el mismo la forma del matrimonio”. Estas son en concreto algunas de las razones que se aducen para reformar el matrimonio, razones que —por desgracia— engañan y confunden a muchos.
Y, sin embargo, basta examinar con cierta detención el problema para ver que la monogamia dista mucho de ser un caprichoso invento humano, que se pueda cambiar a nuestro gusto. Pero no, no se puede renunciar a la monogamia, por la sencilla razón de que es un mandamiento expresamente ordenado por Dios; y tampoco es posible, porque de otra forma atentaría contra la dignidad humana. Que el matrimonio monógamo es realmente la forma primitiva del matrimonio y procede de la voluntad del mismo Creador, está patente, fuera de toda duda, para quien conozca la Sagrada Escritura (Gén 2, 24; Mt 19, 5; Mc 10, 8; 1 Cor 6, 16; Ef 5, 31). Según leemos en los libros sagrados, Dios creó un solo hombre y una sola mujer e instituyó entre ellos el primer matrimonio; de modo que originariamente el matrimonio se contrajo entre un solo hombre y una sola mujer, es decir, fue monógamo. Esta enseñanza de la Sagrada Escritura viene confirmada por las investigaciones etnológicas, según las cuales las familias de todos los pueblos vivían antiguamente en monogamia. Hubo un tiempo en que se quiso demostrar científicamente lo contrario. “Reconocemos —se decía— que la monogamia es la forma más perfecta del matrimonio, pero no la originaria; la monogamia es resultado de un largo desarrollo cultural”. Esto es lo que afirmaron algunos. Pero hoy ya se ha probado con toda certeza lo contrario, es decir, que la forma más antigua del matrimonio en todos los pueblos ha sido la monogámica, y que la poligamia y poliandria fueron una aberración posterior. Con derecho y mucho tino observa Guillermo Wundt, el célebre filósofo alemán: “No fue la cultura la que creó la monogamia, sino al contrario: la monogamia fue la base y el requisito previo de la cultura”. Así que no es posible renunciar a la monogamia porque ella fue instituida por voluntad de Dios. Tampoco es posible renunciar a ella por este otro motivo, porque la monogamia viene a ser un elemento constitutivo de la dignidad humana, fundamento de la cultura. La buena convivencia social de los hombres se hace imposible si se eliminan ciertas fuerzas y valores morales, como son, por ejemplo, la autodisciplina, la tolerancia, la abnegación, el tener los caprichos a raya. Son valores culturales. Y siempre serán imprescindibles para una buena marcha de la sociedad. Pero solamente el matrimonio monógamo los puede garantizar. Solo el matrimonio monógamo, precisamente por refrenar las pasiones egoístas del individuo, se convierte en fundamento de la vida familiar y del orden social. Tanto es así, que los que buscan —como el marxismo— hacer saltar el orden social establecido para conseguir sus propios fines, lo primero que hacen es atacar el matrimonio, promoviendo el divorcio. Únicamente en el marco monógamo puede la familia cumplir sus fines y ser la célula de una ordenada vida social. Solo así la familia puede educar en las virtudes sociales: responsabilidad, compasión, autodominio, respeto, atención personalizada, etc. Solo en un matrimonio estable pueden madurar estas virtudes. El matrimonio no es un contrato entre personas que buscan satisfacer sus ansias de placer durante un plazo determinado. Cuando Nuestro Señor Jesucristo restableció con palabras tan terminantes, que no admiten duda alguna, la monogamia (Mt 19, 4-6) en el matrimonio, nos mostró el plan originario de Dios sobre el matrimonio.
Además, asentó sobre un fundamento firme la dignidad de la mujer. La igualdad de categoría con el hombre y el respeto que se debe a la mujer no pueden mantenerse si se renuncia a la monogamia en el matrimonio. Con la poligamia se viene abajo la dignidad del sexo femenino. Esto es lo que tendrían que meditar seriamente todos los que dicen ser partidarios del divorcio, de la poligamia. Porque el divorcio y las segundas nupcias en vida del primer cónyuge no es más que una forma de poligamia, si no simultánea, sí sucesiva. Un solo hombre y una sola mujer, tal es el ideal propuesto por Jesucristo. Porque únicamente así podrán el esposo y la esposa amarse con un amor indiviso, completo, durante toda su vida. La intimidad del amor, la entrega total y absoluta, la nobleza de sentimientos, la confianza plena (sin nada que la perturbe), a que aspira todo matrimonio, solo es posible cuando se da la monogamia, entre dos personas: las dos se entregan del todo y se reciben al mismo tiempo. La monogamia exige la fidelidad conyugal Del matrimonio monógamo brota la flor más hermosa de la vida matrimonial: la fidelidad conyugal. La fidelidad de los esposos hasta que la muerte los separe es mandato terminante de Jesucristo y al mismo tiempo testimonio del amor pleno y sacrificado, el fruto más espléndido de la vida conyugal. Son estas cosas tan sabidas y verdades tan patentes, que sobran los comentarios. Pero hoy día se desconfía de que se pueda guardar fidelidad completa en el matrimonio. Somos partidarios de la honradez, de la fidelidad en saber guardar los contratos comerciales, en no mentir y faltar a la palabra dada: ¡No es lícito! —decimos—. Pero mentir a tu esposa, quebrantar la fidelidad a la que nos comprometimos mediante juramento, robar la felicidad ajena, todo esto lo queremos pasar como lícito. “¡Qué bien vendría —me escribe una mujer cuyo esposo la traicionó, yéndose con su secretaria— si usted pudiese explicar a estos gangsters del matrimonio, que robar un esposo es un acto muchísimo más perverso que robar dinero!”. La pobre mujer tiene toda la razón. A nadie se le ocurre defender seriamente el robo o la mentira. Sin embargo, ¿por qué defendemos el robo o la mentira en el ámbito del matrimonio, de la intimidad sexual? El séptimo mandamiento nos manda no robar; el octavo, no mentir, ser fieles a nuestros compromisos asumidos. Son dos mandamientos que todos admiten, que todos juzgan en principio justos, pues obedecen a una forma de pensar recta y honrada, acorde con la justicia. Pues bien, el sexto mandamiento no es otra cosa que la aplicación de este recto pensar en el ámbito sexual y del matrimonio. Contestemos, pues, a la cuestión: ¿es posible guardar la fidelidad conyugal tal como nos la mandó el Señor? Sí, es posible guardarla hasta la muerte; pero quien quiera guardarla, ha de evitar todo cuanto dificulta el cumplimiento de esta fidelidad y hacer todo cuanto la facilita. Quien quiere guardar la fidelidad conyugal ha de evitar todo cuanto la dificulta La dificulta el comportamiento frívolo, el jugar con fuego, el dar rienda suelta a la fantasía. “Oponte desde el principio”, y acuérdate de la seria amonestación dada por Jesucristo en el Sermón de la Montaña: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 28). Podría argüir alguno: Es de un rigor excesivo considerar que pecar solo de pensamiento sea igual a cometer el pecado en acto. Y, sin embargo, hemos de reconocer con qué profunda psicología procede el Señor. La esencia del pecado siempre es la decisión de la voluntad, no el acto exterior, no la ejecución del acto. El que se pone a pensar adrede en cosas inmorales, el que transige con tales deseos y sentimientos, ya ha empezado a bajar por la pendiente resbaladiza, en la que le resultará casi imposible pararse.
¿Por qué no se puede parar? Porque el proceso fisiológico seguirá su curso, la fantasía excitada voluntariamente excitará el sistema nervioso y el sistema nervioso excitado exigirá el pecado. ¿Es posible guardar la fidelidad conyugal? Sí, es posible, ¡con tal que no se le ponga obstáculos por osadía, frivolidad o ligereza! Es posible guardarla si no se echa al olvido la advertencia del apóstol san Pedro “Sed sobrios y estad en guardia, porque vuestro enemigo el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (1 Pe 5, 8). ¡Parece una advertencia para nuestro tiempo! ¡Cuánto disminuiría el número de hogares destruidos, de pecados contra la fidelidad conyugal, si estas palabras del apóstol resonaran en los oídos de todos aquellos que se ven expuestos a ocasiones peligrosas, aunque no sea por frivolidad, sino porque se lo impone el trabajo o deber! ¡Si resonara en los oídos de los jefes de oficina, de los directores, de los redactores, de los magnates, que trabajan diariamente con secretarias, cajeras, empleadas! Hermanos: el trabajo os impone trabajar en una misma sala; pero ¡cuidado!: nunca estáis los dos a solas, siempre hay un tercero en un rincón; el tercero es el diablo, león rugiente que busca una presa que devorar. Sin embargo, para guardar la fidelidad conyugal no basta lo negativo que he expuesto hasta ahora, no basta que el hombre evite todo cuanto pueda oponerse a cumplir con su deber, a faltar a la palabra dada. Es necesario también el elemento positivo. Hay que hacer además todo cuanto ayude a guardar la fidelidad conyugal No le resultará difícil guardar la fidelidad a todos los que se ayuden de los medios que ofrece la vida cristiana: oración, santa confesión, sagrada comunión, renovación de los compromisos matrimoniales ante el altar y, no en último lugar, la autodisciplina. ¡Sí, la autodisciplina! No hay que asustarse de la palabra. Porque no se puede paliar la verdad de que la fidelidad conyugal reclama gran dosis de autodisciplina, de mortificación, de abnegación y de renuncia. En las transacciones financieras, en los contratos comerciales se exige veracidad y autodisciplina a las dos partes. Se debe cumplir estrictamente lo establecido. Nadie puede eximirse. Para guardar la fidelidad conyugal, lo mismo. Para guardarla siempre, en todas las circunstancias, se requiere veracidad y autodisciplina, espíritu de sacrificio. “¡Precisamente esto es lo difícil! —objeta acaso alguno—. No me casé para ejercitarme en la continencia, ni para enfermarme de los nervios con tanto sacrificio”. Ciertamente, no te casaste para llevar una vida totalmente continente, sino para amar a tu esposa y unirte a ella en la intimidad del acto sexual. Pero si por algún motivo serio —por enfermedad de tu esposa, por no creerte en condiciones de tener ya más hijos— no puedes tener el acto sexual, entonces has de aceptar forzosamente las exigencias de la continencia. Es la única postura realmente cristiana, y no huir cobardemente a los pantanos seductores y engañosos de la infidelidad conyugal. “¡Pero me enfermaré a causa de la abstinencia sexual!” —Nadie se enferma por guardar el sexto mandamiento. No te dejes engañar por las falsas proposiciones del mundo. ¿Quieres reconocer que no eres hombre? Porque ser hombre significa saber acallar los gritos subversivos de los instintos. Ser hombre significa refrenar con mano firme las pasiones, para sujetarlas a la razón. Créeme, echa mano de la fuerza superior que hay en tu alma cristiana: la gracia divina. De esta forma te resultará mucho más fácil dominarte a ti mismo, tener autodisciplina. Haz caso a lo que te dice san Pablo: “No somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rom 8, 12-14). Así escribía el apóstol a los fieles de Roma. Nos asombra ver hasta qué punto pueden aplicarse estas palabras a la vida actual de la familia. El hombre ha intentado separar su vida sexual de la ley eterna y divina, y ahora ve con espanto que la vida conyugal regida únicamente por el instinto es arrastrada irremisiblemente hacia la ruina. El matrimonio: una alianza entre un solo hombre y una sola mujer Que la única forma del matrimonio, digna del hombre, sea la alianza contraída entre un solo hombre y una sola mujer, alianza que dura hasta que la muerte los separe, ya lo vislumbraron los paganos, con el mito del amor entre Penélope y Ulises, tal como hemos visto. Pero solo el cristiano puede comprender del todo esta fidelidad matrimonial, que no contemporiza, que es absoluta; solo la entiende el cristiano que se siente convertido en miembro del Cuerpo Místico de Cristo, y así sabe que el amor meramente natural se transforma
Mientras dos seres se quieran con inclinación meramente natural, no podremos fiarnos ni de la rectitud ni de la constancia de su amor. Pero si se sienten en el amor miembros del mismo Cuerpo Místico de Cristo, entonces no hay que temer los desvíos del amor, entonces los esposos no se “adorarán”, no cometerán actos pecaminosos ni se rebajarán a cometer actos indignos. El amor a Cristo los inmuniza contra los vaivenes del tiempo, contra los cambiantes estados de ánimo; son fieles uno al otro porque Cristo los amó primero. Este será el fundamento firme de su fidelidad conyugal, su más fuerte garantía. Porque aun el amor más noble y puro pasa, si es meramente humano; mas no pasa el amor que tiene por fundamento, por sostén y lazo al mismo Dios. * * * A lo largo de la vida se dan ciertos momentos en que hay tomar decisiones de suma responsabilidad. Sin lugar a dudas, uno de estos momentos más importantes es cuando los novios se arrodillan ante el altar y delante del Crucifijo, y se prometen guardarse fidelidad durante toda la vida, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, apoyados en el auxilio de Dios, que no les ha de faltar, y en la ayuda de la Santísima Virgen Inmaculada y todos los santos de Dios. Así lo deseamos también nosotros, para que después de una vida matrimonial feliz, lleguen a gozar eternamente juntos en el cielo como hijos de Dios.
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