SOS Familia El matrimonio antes de Cristo

Contrato de matrimonio de Tobías y Sara, Jan Steen, s. XVII – Óleo sobre lienzo, colección privada

Después de exponer algunas consideraciones sobre la importancia de la familia, continuamos con la publicación de esta serie, basada en el estupendo libro “El matrimonio cristiano” del célebre obispo de Veszprém

Mons. Tihamér Tóth

El apóstol san Pablo, al tratar del matrimonio en su Carta a los Efesios, emplea esta expresión de profundo significado: “Es este un gran misterio (sacramento), “magnum mysterium” (Ef 5, 32).

Lo primero que tendremos que hacer, por tanto, es penetrar hasta el fondo en la esencia de este “gran misterio” mencionado por san Pablo.

¿Cuál es la esencia del matrimonio? ¿Cuál es el pensamiento profundo que el Creador quiso realizar al instituir el matrimonio? ¿Fue realmente Él quien lo ordenó? ¿O no fue, más bien, el matrimonio una imposición del capricho humano o un producto de la cultura? ¿Cuál es el matrimonio ideal según el plan de Dios? Estas son las cuestiones que estudiaremos en el presente artículo y en el siguiente.

Respondo en dos artículos, porque en la historia del matrimonio hay un punto decisivo que lleva consigo un cambio de gran importancia: el mandato de Jesucristo. Cosa santa, cosa edificante y venerable fue el matrimonio en los tiempos antiguos antes de Cristo, como sigue siéndolo hoy en día en los pueblos que aún no conocen a Cristo. Tal será el tema del presente artículo.

Pero Jesucristo, y solo Jesucristo, lo hizo misterio realmente grande; hasta lo elevó —como veremos en el siguiente artículo— a la dignidad de sacramento.

Ahora estudiaremos el ideal del matrimonio en los tiempos anteriores a Jesucristo. Veremos que el matrimonio siempre ha sido algo grande, porque fue fundado desde el principio por Dios. Y si fue fundado por Él, entonces es sagrado, intangible e indisoluble el matrimonio aun para aquellos que no han abrazado la religión cristiana.

Dios instituyó el matrimonio

El Antiguo Testamento ya pregonaba con toda claridad que el matrimonio fue realmente desde el principio una institución divina.

El joven Tobías, al dirigirse a Dios antes de casarse, le dice con toda sencillez y naturalidad: “Bendito seas, Dios de nuestros padres… Tú creaste a Adán y le diste a Eva, su mujer, por ayuda y apoyo” (Tob 8, 5-6). El Libro de los Proverbios llama explícitamente al matrimonio “contrato de Dios” (cf. Prov 2, 18). En el segundo libro de Moisés, el sexto mandamiento de la ley de Dios defiende el matrimonio de toda profanación: “No cometerás adulterio” (Ex 20, 14). Y por este motivo se contraía el matrimonio con esta hermosa bendición: “El Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob sea con vosotros, y él os junte, y cumpla en vosotros su bendición” (Vulgata, Tob 7, 15).

Y si queremos saber cuándo empezó a considerarse de origen divino el matrimonio, hemos de leer las primeras páginas del primer libro de la Sagrada Escritura. El primero y el segundo capítulos del Génesis pregonan clara y decididamente, sin dejar lugar a dudas, que el matrimonio es realmente una institución de Dios y no invención humana.

De modo que ya el primer capítulo del primer libro de la Sagrada Escritura —en que se describe la creación del hombre y de la mujer— atestigua el origen divino del matrimonio.

Si examinamos a los hombres, notaremos muchas y múltiples diferencias: uno es alto, el otro bajo; este es rubio, aquel moreno; los hay gordos y los hay enjutos; fuertes y débiles. Pero hay una diferencia mucho más importante: el ser hombre o mujer.

Y es interesante ver que una misteriosa fuerza reguladora suele mantener entre ambos elementos un equilibrio numérico, de modo que nacen aproximadamente el mismo número de niños y de niñas; con toda precisión: el número de los niños es algo mayor, pero su mortalidad, también más subida, viene a compensar esta diferencia inicial.

El Jardín del Edén (detalle), Jan Brueghel el Viejo, 1610 – Óleo sobre tabla, Museo Thyssen, Madrid

Dios creó aparte al hombre y a la mujer, y los unió en una alianza santa y les impuso un deber. “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó. Dios los bendijo; y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gen 1, 27-28).

Dios ha confiado al matrimonio, a la alianza indisoluble de un solo hombre con una sola mujer, la conservación del género humano; por tanto, únicamente en el matrimonio es lícito usar del acto sexual generador de vida. De otra forma sufriría perjuicio la familia. ¡Y la familia ha de ser defendida a toda costa por el bien de la humanidad!

Que esta interpretación del primer capítulo de la Sagrada Escritura no es un raciocinio artificioso, sino que expresa realmente la voluntad de Dios, aparece con toda claridad en el segundo capítulo. En él hay más pormenores respecto a la institución del matrimonio (Gen 2, 15-24).

El primer hombre se pasea en medio de la floreciente naturaleza y su alma se asombra al contemplar las maravillas del paraíso; pero en su interior siente que le falta algo muy importante: no tiene a nadie con quien hablar, no tiene un ser que se le parezca en esta tierra. Y entonces —para que no se sienta solo, para que tenga una ayuda, alguien con quien compartir la vida— Dios crea a la mujer.

Lo que Adán sintió en el primer momento de su existencia, aquel deseo de completarse, de ser comprendido, de comunicarse con otro ser semejante a él, un complemento de su ser, lo sienten desde entonces todos los jóvenes. El joven y la joven, cuando se acercan a pleno desarrollo, sienten la necesidad de ser completados con el otro sexo; sienten que han de buscar su complemento, porque solamente así puede realizarse el ideal completo del hombre.

“Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gen 2, 24).

El matrimonio es como una aleación de dos metales diferentes, que consigue unas propiedades muy superiores a las de los componentes por separado.

El hombre y la mujer se atraen y se completan porque poseen cada uno cualidades diferentes y complementarias. Si esto es lo natural, se comprende qué desatinadas son las modas que pretenden suprimir las diferencias entre los sexos, como si no tuviesen cualidades propias.

¿Qué es el matrimonio según la voluntad de Dios?

Por tanto, el matrimonio fue instituido por Dios.

¿Por qué lo instituyó el Señor? ¿Cuál es su pensamiento tocante a la esencia del matrimonio?

En otras palabras: ¿Qué es el matrimonio según la voluntad de Dios?

¿Es un contrato?

Lo es, sin duda, mas no lo es exclusivamente.

Los esposos hacen un contrato: se prometen mutua fidelidad, ayudarse recíprocamente, no abandonarse en la desgracia; hacen tal promesa en forma solemne…; por tanto, el matrimonio es un contrato.

Pero ¿quién no ve que su alcance es mucho más amplio? Es la fusión misteriosa de dos almas, es el encuentro y la unión para siempre de dos vidas humanas. Esto lo sintió la humanidad ya antes del cristianismo, y de ahí que el matrimonio ya entre los pueblos paganos se contraía enmarcado dentro de una imponente ceremonia religiosa.

Suele decirse que se necesitan dos seres para el matrimonio: un hombre, una mujer. En realidad, de verdad se necesitan tres: un hombre, una mujer y… Dios. Más exactamente: Dios ha de ocupar el primer puesto. El matrimonio fue instituido por Dios, por tanto, solamente con Dios y en Dios puede subsistir.

Y precisamente por no ser el matrimonio un mero contrato humano, una invención humana, su esencia no cae bajo el poder del hombre. La forma de vida, la cultura, la forma de gobierno en que vive el hombre…, dependen en gran parte de este. Mas no depende de él la manera cómo haya de ser la vida de familia.

Vuelvo a preguntar: ¿Qué es entonces el matrimonio? ¿Asunto privado de dos seres?

Sí, lo es; pero es mucho más aún: es también un asunto público, un asunto de la humanidad.

De modo que el matrimonio es también un asunto público de gran importancia. Y sin duda nos orientaríamos con más facilidad en el enrevesado laberinto de las cuestiones matrimoniales, si nunca perdiésemos de vista que el matrimonio no es solamente un asunto privado, sino también público. Es asunto privado en cuanto hay libertad de contraerlo y de escoger el cónyuge.

Pero una vez contraído el matrimonio, a él va vinculada la suerte de la especie humana; por tanto, es también asunto público: ya no depende de mí el disolverlo.

Vuelvo a preguntar por tercera vez: ¿Qué es el matrimonio, según la voluntad de Dios? Y ahí va la respuesta definitiva: Es la alianza santa de un hombre y de una mujer, alianza que dura hasta que la muerte los separe.

Lo sagrado que es a los ojos de Dios el amor mutuo de los esposos, y en qué alta estima tiene el Señor la vida en común, la vida matrimonial, lo demuestran de común acuerdo y con ejemplos el Antiguo y el Nuevo Testamento.

En el Antiguo Testamento vemos a cada paso que Dios da el nombre de alianza matrimonial a sus relaciones con el pueblo escogido, y de infidelidad matrimonial a la idolatría de este mismo pueblo.

Y hay otro hecho interesante: en el Antiguo Testamento hay un libro entero, el Cantar de Cantares, que, si bien en un sentido más profundo, simboliza el amor que Dios tiene al alma humana, no obstante tomado en su sentido literal, no es otra cosa que una colección de cantos epitalámicos, que cantan el amor mutuo del esposo y de la esposa.

En el Nuevo Testamento Jesucristo habla del matrimonio presentando pensamientos aún más sublimes.

“El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo” (Mt 22, 2) —dice en una de sus parábolas—. De modo que el Hijo de Dios, al querer sacrificarse por la humanidad, escoge por símbolo de este amor el más fuerte e íntimo de los amores: el amor conyugal.

Todos sabemos también que el Señor obró precisamente su primer milagro en unas bodas, cuando se acabó el vino, y que con este milagro sacó de apuros a los noveles esposos.

Cuando los discípulos de san Juan Bautista preguntaron a Cristo por qué no ayunaban sus discípulos, siendo así que ayunaban los seguidores de Juan y los fariseos, el Señor les contestó: “¿Es que pueden guardar luto los amigos del esposo, mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo y entonces ayunarán” (Mt 9, 15).

El matrimonio no solamente es cosa sagrada a los ojos de Dios, sino que es a la vez una bendición y algo muy valioso e imprescindible para el buen funcionamiento de la sociedad.

Las Bodas de Caná, Bartolomé Esteban Murillo, 1672 – Óleo sobre lienzo, The Barber Institute of Fine Arts, Birmingham, Inglaterra

La familia, formada por el matrimonio, es un organismo moral, vivo, en que cada cual tiene su derecho y sus deberes señalados por Dios. La familia no es solamente la célula constitutiva de la sociedad humana, sino también el más firme apoyo del orden social, ya que ella misma se funda en un orden y autoridad determinados. Miembros distintos viven en ella, miembros que han de cumplir diferentes deberes en interés de un fin común. Los hijos están subordinados a los padres, la madre tiene sus propias funciones, y el padre las suyas.

El hombre y la mujer tienen la misma dignidad, pero eso no quita que sean diferentes, al ser distinta su naturaleza. Por ser distintas sus cualidades, también lo serán sus deberes: y a deberes diferentes corresponden diferentes derechos. Por esto hemos de reconocer que la familia es un pequeño Estado, un pequeño organismo independiente, en que hay diferencias, coordinaciones y subordinaciones, división de trabajo. De lo contrario, si se quisiese igualar todas las funciones en los miembros de la familia, se disolvería la familia.

¿Quién ha de casarse y quién no ha de casarse?

Si el matrimonio ha sido instituido por Dios, entonces nos surge espontánea la cuestión: esta ordenación divina, ¿es obligatoria para todos sin excepción? ¿Es voluntad de Dios que se casen todos los hombres?

No todos deben casarse, porque hay personas a las que Dios las llama para que vivan solo para Él, en absoluta continencia; no obstante, para la mayoría de los hombres lo más apropiado es que se casen.

Que el matrimonio no sea obligatorio para todos los hombres; más aún, que el celibato dirigido a un fin más alto, al servicio más perfecto de Dios, sea más meritorio que el casarse, solo lo sabemos desde la venida de Jesucristo.

Él lo pregonó con toda claridad. En cierta ocasión dijo Nuestro Señor que algunos “por amor del reino de los cielos” (Mt 11, 12) no se casan; es decir, no se casan porque quieren vivir para Dios sin tener que dividir su alma.

Después, san Pablo trató más detenidamente la cuestión y dijo: “El no casado se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer, y anda dividido” (1 Cor 7, 32-34).

Así, pues, aunque el matrimonio es un plan santo de Dios, la virginidad es un estado más perfecto. Así hemos de interpretar este otro pensamiento de san Pablo: “Es bueno que el hombre no toque [se abstenga de] mujer” (1 Cor 7, 1), es decir, llevar una vida completamente virginal, abrazada por el servicio de Dios y el amor al prójimo, es más perfecto espiritualmente hablando. Porque el que no se casa para poder servir mejor a Dios y no tener el corazón dividido, hace un sacrificio mayor por amor al Señor.

Pero el Señor no impuso esta obligación a nadie. No es más que un “consejo evangélico”; no es un mandato. “Aquel que puede ser capaz de eso, que lo sea” (Mt 19, 12) —dijo el Salvador.

Y que la mayoría de los hombres no está obligada a ello lo dice también san Pablo, cuando en el mismo pasaje escribe que para evitar el pecado de fornicación “viva cada uno con su mujer, y cada una con su marido” (1 Cor 7, 2). La expresión “viva” tiene sentido de concesión: es lícito, puede vivir en matrimonio. Por tanto, para la mayoría de los hombres esta es la regla general, porque el don de la continencia para toda la vida es privilegio de pocos.

Así, pues, podremos ya responder a la cuestión: ¿quién ha de casarse y quién no ha de casarse?

¿Quién no ha de casarse?

Ante todo, aquellos que sufren una grave enfermedad hereditaria; estos hacen bien si no contraen matrimonio, porque corren un gran riesgo de transmitir su enfermedad a los hijos.

Retrato del Papa Pío XI, Philip Alexius de László, 1925 – Óleo sobre lienzo, Universidad de Oxford

Sin embargo, las leyes civiles que prohíben a estas personas casarse son generalmente más severas en este punto que la Iglesia. La moral cristiana, aunque no lo aconseje, tampoco lo prohíbe bajo pena de pecado grave…, según lo expresó sin ambigüedades el Papa Pío XI en su encíclica Casti connubii.

¿Por qué no lo prohíbe? Porque es posible que el matrimonio brinde consuelo, compañía y ayuda espiritual a estas personas, que ya de por sí sufren bastante, y les haga de esta forma más fácil el camino de la santidad. Y este es el principal objetivo de la Iglesia de Cristo: facilitar a los hombres la salvación eterna.

¿Quienes más no han de casarse?

Los que quieran poner su vida al servicio exclusivo de un gran ideal que les exija todo su tiempo y esfuerzo, como, por ejemplo, dedicarse a una obra de caridad muy absorbente, o los que han sentido la llamada de Dios para vivir solo para Él, como los sacerdotes o los religiosos. Estos tampoco han de casarse; pero han de guardar hasta la muerte una vida continente intachable.

Exceptuando estos casos, para todos los demás esta es la voluntad de Dios: “Sed fecundos y multiplicaos” (Gen 1, 28). Por tanto, el que no esta enfermo ni pone su vida exclusivamente al servicio de un gran ideal…, lo mejor es que se case. No solo por seguir el plan querido por Dios, sino por su propio interés: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gen 2, 18). Dios, que ha creado al hombre, sabe mejor que nadie lo que es mejor para la naturaleza humana.

La vida de un soltero, por la soledad que tiene que sufrir, no es envidiable de ninguna manera. Aunque el soltero posea muchos bienes, se encuentra solo y sin familia. Tendrá una casa magnífica, pero le falta un hogar en que se sienta acompañado y querido.

En el caso de las mujeres que se quedan solteras, en muchos casos, no tienen ninguna culpa: simplemente no tuvieron la oportunidad de casarse. En el caso de los hombres, en bastantes casos sí puede haber culpa: no quisieron casarse por puro egoísmo. La mujer que no pudo casarse tendrá el consuelo de que no fue por voluntad propia, y sabrá conformarse con la voluntad santa de Dios, que así lo ha dispuesto.

A los varones, por tanto, les digo: casaos o consagraos a Dios (siendo sacerdotes o religiosos).

*     *     *

Hemos visto que el matrimonio, desde que el hombre existe sobre la tierra, es una institución de origen divino. La familia es también la base fundamental de la sociedad. Siendo esto así, a la legislación civil le corresponde, por todos los medios posibles, asegurar que la familia se mantenga fuerte y sana.

Si la Iglesia hace todo lo posible para educar la conciencia, el Estado tendrá que hacer otro tanto defendiendo la moral pública, de forma que al ciudadano se le resulte más fácil seguir la voz de su conciencia. El Estado deja de cumplir su función cuando permite que la inmoralidad —en películas, espectáculos, diarios, revistas…— hagan befa de los ideales de la familia y socaven la moralidad pública.

¿De qué sirve que los políticos alardeen de “defender la familia” cuando con sus disposiciones y leyes permiten que los jóvenes se vean asaltados por toda una industria del placer (pornografía, alcohol, prostitución…) que solo busca explotarlos para conseguir ganancias materiales?

No olvidemos que el matrimonio y la familia no son una invención humana, sino una exigencia de la naturaleza humana, tal como lo ha dispuesto Dios al crearnos de una determinada forma.

Y la naturaleza humana no cambia, al igual que no cambian las leyes de la física o de la química.

Dios estableció en la naturaleza inanimada las leyes de la química y física. Dios ha querido también que la naturaleza humana se rija por unas leyes, como son las del matrimonio.

¡Ojala que todos lo reconozcamos antes de que sea demasiado tarde, y volvamos a acoger el ideal del matrimonio tal como lo ha querido Dios!

El coro Loreto, la nueva Nazaret
Loreto, la nueva Nazaret
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Tesoros de la Fe N°252 diciembre 2022


Loreto, la nueva Nazaret La casa que los ángeles transportaron
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