Paulo Henrique Américo Una multitud se apiña frente a la iglesia de Santo Domingo en la ciudad de Granada (España). Lentamente, los miembros del cortejo se abren paso por la puerta principal del templo para la procesión anual del 12 de octubre. Ricamente vestidos, los participantes portan preciosos estandartes e instrumentos musicales. Al repique de campanas, una inmensa anda, llevada en hombros por decenas de hombres, se asoma a la entrada de la iglesia. Suenan las trompetas y resuenan los aplausos entusiastas de la multitud. Todas las miradas se dirigen hacia la magnífica imagen de la Santísima Virgen que acaba de llegar. El anda se detiene por un momento... La banda militar entona el himno “Salve, Estrella de los Mares”, que es acompañado al unísono por las voces de los presentes. Al concluir la música, alguien grita: “¡Viva la Virgen del Rosario Coronada!”. Y se escucha la réplica inmediata: “¡Viva!”.1 Es difícil permanecer indiferente ante esta demostración de entusiasmo del pueblo español. A medida que la procesión avanza, vemos allí una especie de declaración pública de victoria: ¡el triunfo de la Santísima Virgen es inevitable! ¡Nosotros, españoles, así lo declaramos; y nos enfrentaremos a cualquier circunstancia para mantener nuestra posición! Esta nota de triunfo inminente se refleja en toda la figura de la Imagen de Nuestra Señora del Rosario de Granada, o Nuestra Señora de Lepanto. La Virgen lleva un manto dorado, tachonado de piedras preciosas. La túnica y la falda, que forman la parte interior del vestido, no son de tela, sino de plata, como una armadura, repleta de adornos. Alrededor del rostro, aparecen esplendores en forma de rayos, entre los que se distingue una estrella en la frente. La cabeza está ceñida por una gran corona. Desde ciertos ángulos, se pueden distinguir algunos mechones de pelo largo y castaño a la altura del cuello. En las manos, rosarios, anillos y un cetro.
Se podría pensar que estos adornos son un tanto exagerados. No, ellos no nacieron simplemente de la veneración irreflexiva de un pueblo devoto. Como veremos a continuación, todos los elementos de la imagen se relacionan con hechos y milagros estupendos. Al contemplar la bellísima fisonomía de la imagen, surge una dificultad. Muchos son los espíritus que solemos venerar a la Santísima Virgen por su lado maternal, tierno y bondadoso. En la imagen de Nuestra Señora de Lepanto vemos ciertamente estos aspectos, pero los rasgos de majestad, firmeza y poder aparecen en ella con mucho más brillo. Viendo su rostro, uno casi podría oírle decir: Yo soy la Reina del Universo, porque soy la Madre de aquel que todo lo creó. Tengo el derecho de mandar, de gobernar. Y para ti, que me ves, tu mejor actitud es seguirme. ¡Entonces tendrás una participación en mi propia gloria! El Niño Jesús, que lleva en su brazo izquierdo la Virgen-Madre, presenta características similares. A pesar de su semblante sonrosado, como el de un niño tierno, parece mostrar una santa indignación, sobre todo si observamos la posición elevada de su brazo derecho y la mano que empuña el cetro del poder. El pecado, el error y la herejía no tienen nada en común con este Divino Infante. Como hemos dicho, todo esto refleja muy adecuadamente la mentalidad española, una mentalidad impregnada de fuerza de voluntad, de coherencia, de principios categóricos. Pero, ¿qué hechos contribuyeron a que la Virgen fuera representada de esta manera, rodeada de tantos atributos de poder y majestad? A decir verdad, una Reina triunfante es muy apropiada para esta frase de la Escritura: “Terrible como un ejército en orden de batalla”. Fue precisamente así como María Santísima quiso aparecer ante sus enemigos, lo que explica las características de la imagen. Histórica victoria de la Virgen La imagen fue tallada en madera a principios del siglo XVI. Cedida por los duques de Gor, pasó a pertenecer a la Archicofradía de Nuestra Señora del Rosario de Granada a partir de 1552. En aquella época, su tamaño era menor que el actual, y no tenía el vestido de plata al que nos referimos anteriormente. En 1571, el granadino don Álvaro Bazán, marqués de Santa Cruz, decidió llevarla consigo en su nave y unirse a las fuerzas de la Santa Liga. Se trata de la coalición que, por iniciativa del Papa san Pío V, reunió a las flotas navales de España, Venecia y los Estados Pontificios, con el objetivo de eliminar la temible armada turco-otomana que amenazaba a la cristiandad.
El 7 de octubre del mismo año, en los mares de Grecia, las fuerzas católicas y musulmanas se enfrentaron en la famosa batalla de Lepanto. Un detalle curioso en el transcurso del enfrentamiento de aquel día revela una suerte de acción directa de la Santísima Virgen. Don Álvaro Bazán, que llevaba en su nave la imagen de Nuestra Señora de Granada, recibió la misión de comandar las fuerzas de reserva. Su flota, compuesta por unas pocas docenas de galeras, permaneció detrás de la línea principal de la escuadra católica, enviando socorro cuando la presión enemiga ponía en aprietos a las embarcaciones aliadas. Al menos en tres ocasiones durante la lucha, las reservas de don Álvaro evitaron el colapso de la Santa Liga. Se podría decir que la Santísima Virgen actuaba también allí, como un astuto comandante, observando atentamente las maniobras de la batalla, y enviando su preciosa ayuda en las horas más desesperadas. Pero faltaba que se produjera un último lance de la Madre de Dios. A pesar de todos los esfuerzos de los soldados de la cruz, las huestes turcas avanzaban. Entonces, algo que sucedió las detuvo: en el fragor de la batalla, los infieles vieron en el cielo a una Señora con aire amenazador que sostenía a un niño en sus brazos. Al parecer, la Virgen hizo que su imagen de Granada se transfigurara y tomara vida. Con aquel prodigio dijo “¡basta!” a los musulmanes, y en persona dio la victoria a los católicos. Los turcos se desesperaron, algunos huyeron y los restantes perecieron en el mar. Desde la victoria de Lepanto, la devoción a Nuestra Señora de Granada no ha dejado de crecer. A comienzos del siglo XVII, tras una restauración, su imagen fue reconstituida a tamaño humano natural. Además del traje perpetuo confeccionado en plata, recibió entonces numerosos mantos y otras prendas que le fueron donados. Estos vestidos permanecen hoy en un anexo de la iglesia de Santo Domingo, en el llamado Camarín de la Virgen. Por eso podemos contemplarla con diversos trajes y adornos, dependiendo de las diferentes fiestas y solemnidades del año. Milagros y prodigios La Santísima Virgen, después de mostrarse terrible con los enemigos de Dios, también quiso poner en evidencia su misericordia para con sus hijos. En 1670 se produjo un acontecimiento extraordinario. El 6 de abril, Domingo de Resurrección, dos camareras, Ana de San Pedro Mártir y Juana de Santo Domingo, estaban preparando la imagen para la procesión y notaron que su rostro había cambiado. Transpiraba y algunas lágrimas caían de sus ojos. El prior de Santo Domingo y las autoridades seculares también contemplaron el prodigio, que duró unas 32 horas. El arzobispo de Granada, don Diego Escolano y Ledesma, abrió un proceso canónico, que concluyó con una exhaustiva investigación y la declaración formal de que el fenómeno se había producido de forma sobrenatural. El motivo de las lágrimas no se explicaría hasta nueve años después, en 1679. Una temible peste se extendió por toda la región de Andalucía, y ya se dejaba sentir en Granada. La Madre Celestial había previsto el sufrimiento de sus hijos, y por eso había llorado de tristeza. Pero la Virgen también estaba preparando la salvación. En el mes de mayo de aquel año, se organizaron oraciones públicas ante la imagen. Dos días después, cuando la iglesia estaba llena de fieles, “vieron con admiración en el entrecejo del rostro de la santísima imagen, resplandecer una luz extraordinaria a manera de estrella, cuyos rayos brillaban como de plata unos, como de oro otros y verdes los demás, imitando propiamente los colores del arco iris”.3
La ciudad entera se movilizó para contemplar el llamado “Milagro de la Estrella” [dibujo a la izquierda], ¡que duró 60 días! Durante ese período hubo una sucesión de prodigios: conversiones de todo tipo; una mujer ciega recuperó la vista, otra la audición, y otra más, que había sido desahuciada, recuperó completamente la salud. Y lo más importante: pronto llegó el fin de la peste, declarada oficialmente extinguida el 6 de octubre durante la novena de la fiesta del Rosario. Entonces se instauró un nuevo proceso canónico. Al cabo de 38 testimonios de escultores, pintores y teólogos, el arzobispo Alonso Bernardo de los Ríos y Guzmán declaró “ser milagrosa dicha luz y estrella, por exceder las fuerzas naturales en la forma que se ha visto, y concurrir todas las circunstancias que se deben considerar para tenerla por milagrosa y así lo atribuimos a milagro de Dios Nuestro Señor y lo arrobamos y autorizamos por tal”.4 Vemos, pues, que todo en la magnífica imagen de la Virgen de Granada está perfectamente fundamentado en hechos y circunstancias comprobadas. No hay nada exagerado en ello. El momento culminante de la glorificación de Nuestra Señora del Rosario de Granada tuvo lugar el 14 de mayo de 1961. Más de 100 mil fieles asistieron a su solemne Coronación Canónica, oficiada por el arzobispo Mons. Rafael García y García de Castro. Por su parte, el gobierno español concedió a la imagen el máximo honor de Capitán General de la Armada Española. Este mes de octubre conmemoramos el 451º aniversario de la victoria de Nuestra Señora en Lepanto. Estamos seguros de que ella triunfará una vez más. En esta ocasión, no solo sobre los turcos infieles, sino sobre toda la impiedad de nuestro tiempo.
Notas.- 1. Video de la procesión: https://youtu.be/Tw9IedR9Ay8. 2. Las informaciones sobre la imagen fueron tomadas de la página: http://archicofradiarosariocoronada.blogspot.com/p/titulares.html. 3. Dossier Medalla de Granada a la Virgen del Rosario Coronada, p. 20 in https://issuu.com/archicofradiarosariogranada/docs/dossier_medalla_granada_virgen_del_. 4. Idem, p. 22.
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