Gloria de la Iglesia y del Perú Insigne inquisidor de Granada, arzobispo de Lima y misionero, consolidó el catolicismo en gran parte del continente sudamericano Plinio María Solimeo La religión católica llegó al Perú en el siglo XVI, con los propios conquistadores. En efecto: “Aún cuando se considere veraz el hecho de que el oro fuera el objetivo principal en la mente de los conquistadores españoles del Nuevo Mundo, es un hecho histórico que en dicha conquista, desde los confines más septentrionales de México hasta el extremo sur de Chile, la religión jugó siempre un papel muy importante, y la marcha triunfal del estandarte de Castilla, fue también el avance glorioso de la cruz del Salvador. “Que la religión fue la nota primordial de las cruzadas americanas es evidente por la historia de su origen; la aprobación que les diera el Sumo Pontífice, la multitud de abnegados misioneros que siguieron la estela de los conquistadores para salvar las almas de los conquistados; las reiteradas instrucciones de la Corona, cuyo propósito principal era la conversión de los indígenas; y por los actos de los propios soldados”.1 Los frailes dominicos que acompañaron a Pizarro en la conquista fueron los primeros religiosos en evangelizar a los habitantes del imperio Incaico. Felipe II lo nombra Inquisidor Mayor Toribio nació de ilustre prosapia en la ciudad de Mayorga, en la provincia española de León, el 16 de noviembre de 1538. Su padre era señor de Mogrovejo. Desde pequeño cultivó una tierna devoción a la Santísima Virgen, recitando diariamente su oficio y el rosario. Estudió en Valladolid y después se doctoró en derecho por la famosa universidad de Salamanca. El rey Felipe II lo nombró Inquisidor Mayor de Granada, con apenas 30 años de edad. “Es el momento en que don Juan de Austria acaba de apaciguar la insurrección de los moriscos. Los vencidos encuentran en el inquisidor un padre, un consejero, un protector”.2 Santo Toribio ejerció el cargo durante cinco años con una integridad, una prudencia y una virtud tales, que le granjearon la estima general. Arzobispo de Lima y Metropolitano del Perú En 1575, al fallecer en Lima su primer arzobispo, fue necesario designar con la mayor urgencia a un sustituto, pues la situación en la Ciudad de los Reyes —nombre que Pizarro dio a la capital del Perú— era extremamente delicada. La riqueza de las nuevas tierras había atraído al reino a muchos aventureros codiciosos que vivían sin ley ni Dios. Por eso, era necesario un pastor de comprobada virtud y pulso firme. Felipe II, eximio conocedor de los hombres, sirviéndose de un privilegio que mantenían los reyes de aquel tiempo, nombró a Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima y primado del Perú. Toribio quedó perplejo con ese acto. Juzgaba que no tenía la menor preparación para ocupar tal cargo. Era laico, no había recibido ninguna de las órdenes eclesiásticas, ni estudiado teología. Escribió entonces al Consejo del rey mostrando con colores muy fuertes su incapacidad para el cargo, y alegando sobre todo los cánones de la Iglesia, que prohibían expresamente nombrar a personas seglares para el episcopado. Ningún argumento tuvo efecto. El rey permaneció inamovible y Toribio tuvo que ceder, consolándose con la esperanza de obtener la corona del martirio en medio de los silvícolas del Nuevo Mundo. El santo recibió entonces las cuatro órdenes menores previas al sacerdocio en cuatro domingos sucesivos, a fin de tener tiempo de prepararse para cada una. Recibió después las órdenes mayores, fue ordenado sacerdote y consagrado obispo, embarcando al Nuevo Mundo. Toribio tenía entonces 43 años de edad. “Si no derramó su sangre como tantos otros evangelizadores de las tierras nuevamente descubiertas, tuvo la gloria de ser el más grande de los misioneros americanos. Fue un gran misionero y un gran prelado; resumió en su persona de una manera integral los rasgos vigorosos de Carlos Borromeo y de Francisco Javier”.3 Lima, capital del imperio español en América del Sur, fue fundada por el conquistador Francisco Pizarro en 1535. Erigida en 1541, la diócesis limense fue elevada a arzobispado en 1546, siendo su primer prelado el religioso dominico fray Jerónimo de Loayza. La extensión territorial de la arquidiócesis de Lima equivalía entonces a la mitad de Francia, extendiéndose desde la costa del Océano Pacífico, pasando por la Cordillera de los Andes, hasta los contornos de la región amazónica, en la cual había innumerables asentamientos indígenas. Como ocurre en los lugares donde el oro corre con facilidad, Lima había atraído a toda clase de aventureros y gente descalificada. Peor aún, el clero se había relajado y daba muy mal ejemplo. Pero, en honor a la verdad, al mismo tiempo, vivían muchas almas virtuosas. En aquel siglo de oro también espiritual, se incoaron más de 300 procesos de canonización. Lanza excomuniones contra los impenitentes Santo Toribio tenía en mente poner en ejecución las sabias prescripciones del Concilio de Trento en su arquidiócesis, celebrando sínodos, reformando al clero, organizando misiones, erigiendo iglesias y evangelizando a los indios. Para ello contaba con una prudencia consumada y un desvelo activo y vigoroso. Sabía dónde llevar el remedio y, si la llaga exigiera rigor, también emplearlo. De esa manera, lanzó sendas excomuniones cuando se hizo necesario: contra los sacerdotes que se desviaban de su misión y se entregaban a la buena vida o al comercio; contra el encomendero español que maltrataba y esclavizaba al indio bajo su custodia; e incluso contra el virrey, que oponía obstáculos a su ministerio. Todo esto con un espíritu sobrenatural sorprendente, pues el nuevo arzobispo, antes de actuar, ayunaba y rezaba para atraer la misericordia divina sobre las almas confiadas a sus cuidados. Conquistando al indio para la Iglesia y para la Corona La mayor parte de los indios de su arquidiócesis estaban sumergidos en los más infames desórdenes. La borrachera solo paraba cuando ya no tenían qué beber. Y la indolencia en que vivían era la madre de todos los vicios, alimentada a su vez por la más completa promiscuidad de vida. Para que su apostolado entre ellos resultara más efectivo, santo Toribio estudió la lengua quechua tan cuidadosamente, que fue capaz de hablarla corrientemente. Buscaba a los indios en las serranías y en la montaña, enfrentando a las fieras, a las inclemencias del clima y a un sin fin de inconvenientes para llevarles la palabra divina. Construía iglesias y colocaba en ellas a sacerdotes de virtud comprobada para consolidar los frutos de su apostolado. Santo Toribio estaba dispuesto a sufrir toda suerte de injurias de indios ingratos, con sus inconstancias y sus caprichos. Muchas veces pasó, sin perder la serenidad, entre el silbido de flechas envenenadas. Pero nada le detenía. Por una sola alma que salvar, era capaz de enfrentar los mayores peligros. El antiguo doctor en leyes se había transformado en catequista. Al hablarles en su propia lengua, penetraba en sus cabañas, les mostraba la vanidad del paganismo, echaba por tierra a sus ídolos y les enseñaba el fundamento de la vida cristiana, agrupándolos alrededor de la iglesia, bajo la dirección de un sacerdote. Los acostumbraba, en fin, a la vida sedentaria y laboriosa. Su bondad y su sonrisa conquistaban para el imperio de Cristo y para la civilización cristiana aquellos corazones ariscos. En sus andanzas apostólicas confirmó a cientos de miles de almas. “Su misma presencia contribuía a impresionar a las gentes sencillas de la tierra: talla majestuosa, nariz prominente, frente ancha y noble ademán”.4 En su palacio episcopal, santo Toribio vivía con el rigor de un cenobita, pero cuando aparecía en público, se revestía de toda la magnificencia de su dignidad episcopal. La maldición que cayó sobre el pueblo de Quives Los pecadores públicos, que antes ostentaban sus vicios por las calles de la nueva metrópoli como en terreno conquistado, encontraban en el arzobispo una verdadera barrera para sus tropelías. Les cabía convertirse o abandonar la ciudad. Hasta la llegada del virtuoso virrey Francisco de Toledo, santo Toribio sufrió persecución de parte de los gobernantes del Perú, que eran capaces de sacrificarlo todo para atender sus propios intereses. En 1597, durante una visita pastoral, el santo arzobispo llegó al pueblo de Quives. Nadie fue a recibirlo. Al entrar en la iglesia encontró apenas a dos niños y a una niña preparados por sus padres para recibir el sacramento de la confirmación. Al salir a la calle, fue recibido con burlas. Unos muchachos, con gestos provocativos, le acompañaron hasta su alojamiento, gritando en quechua: “—¡Cenca çapa! ¡Cenca çapa!” (¡Narigudo! ¡Narigudo!). Santo Toribio, sin el menor gesto de impaciencia, llenos los ojos de lágrimas, se contentó con decir: “—¡Desgraciados! ¡No pasaréis de tres!”. Y fue lo que sucedió, porque al poco tiempo en Quives no quedaron sino tres casas. Sin embargo, su viaje no fue inútil, pues la niña confirmada aquel día vino a ser ¡la gran santa Rosa de Lima! Funda el primer seminario de América Latina En 1591 santo Toribio fundó el primer seminario de América Latina, dotándolo de buenos profesores para que formen sacerdotes sabios y virtuosos. En algo más de dos décadas celebró quince sínodos diocesanos y en cuatro ocasiones reunió a los obispos de la América meridional. Visitó dos veces el territorio bajo su jurisdicción, que en aquella época comprendía gran parte del continente sudamericano. La primera visita duró siete años, la segunda cinco, y estaba atendiendo la tercera cuando falleció. Además del seminario, que hoy lleva su nombre, santo Toribio construyó iglesias y hospitales. Cuando estaba en Lima, visitaba diariamente a los enfermos en el hospital. Cuando la peste atacó a parte de los habitantes de su diócesis, el arzobispo recomendó oraciones y penitencia como medio de aplacar la cólera divina. Y se ofreció a Dios como víctima para la conservación de su rebaño. Encuentro de grandes santos Santo Toribio confirmó a más de medio millón de personas, entre las cuales a san Martín de Porres. Nacido en 1579, este santo extraordinario, obró después maravillas en el convento de Nuestra Señora del Rosario, de los padres dominicos, en Lima. Como ya dijimos, el santo prelado confirmó también a aquella que sería la primera santa de América, santa Rosa de Lima, oriunda de una numerosa y honrada familia. En 1590 llegó al Callao el franciscano español Francisco Solano, el futuro “Taumaturgo del Nuevo Mundo”, quien recibió el encargo de evangelizar a los indios durante veinte años. Este amable santo, que apaciguaba a los indios con el sonido del violín, no escatimó fatigas ni sacrificios para atraer a los naturales al seno de la Iglesia. Es considerado también apóstol de la región del Tucumán y del Paraguay. Santo Toribio murió un Viernes Santo, 23 de marzo de 1606, cuando realizaba la tercera visita pastoral por su extensa diócesis. Cuando enfermó gravemente. Pidió ser transportado a una iglesia para recibir el viático, pues no quería que Nuestro Señor fuera obligado a ir hasta su habitación. Pero tuvo que resignarse a recibir los últimos sacramentos en su lecho. Como el superior del convento agustino donde se encontraba sabía tocar el arpa, santo Toribio le pidió que lo hiciera acompañando el salmo In te Domine speravi durante su agonía. Así fue que, al sonido de la música sacra terrena, su alma se elevó al cielo donde se escuchan los cánticos de los ángeles.
Notas.- 1. Cf. William H. Prescott, Historia de la conquista del Perú, II, iii, apud J. Moreno-Lacalle, Perú, The Catholic Encyclopedia, CD Rom edition. 2. Fray Justo Pérez de Urbel OSB, Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. I, p. 550. 3. Id., p. 551. 4. Cf. Id. ib.
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Santo Toribio de Mogrovejo Gloria de la Iglesia y del Perú |
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