Una cofradía surgida en el siglo XII le da al mundo, en pleno siglo XXI, una lección de caridad cristiana en tiempos de COVID-19 Luis Dufaur
En la ciudad de Béthune, en el norte de Francia, desde hace 800 años, la Confrérie des Charitables de Saint-Éloi (Hermandad de la Caridad de San Eloy) se encarga de dar cristiana sepultura a los muertos que nadie quiere tocar. No hacen la menor diferencia entre ricos y pobres. No hay pompas fastuosas ni imponentes cortejos, tan solo una cofradía medieval, que hoy en día lleva puesta unos trajes que evocan la época napoleónica. Así es como la describen “Le Figaro” de París, “Clarín” de Buenos Aires y otros grandes órganos de prensa impresionados por el hecho. Como el británico “The Guardian” y los franceses “Le Point” y “La Croix international”. En la ciudad, casi el 90% de los entierros son realizados por ellos y “es excepcional que una familia no cuente con nosotros”, dice Robert Guénot, mayordomo o rector de la hermandad. Guénot, de 72 años, no tuvo miedo de enfrentar a la pandemia, que es una más de las que pasaron en los ocho siglos de historia de los charitables (caritativos) de San Eloy. Comenzaron esta obra en 1188, durante la calamitosa peste negra que asoló Europa en ese momento, llegando incluso a exterminar a la mitad de los habitantes de algunas ciudades. Su lema es “Exactitud, Unión y Caridad”. En aquella época, en Béthune “había tantos muertos que la gente no se atrevía a tocarlos y los cadáveres desbordaban la ciudad”, evoca Guénot. Una historia digna de la Leyenda Áurea
Los herreros Germon, de la ciudad de Beuvry, y Gauthier, de la ciudad de Béthune, tuvieron el mismo sueño en que su patrón san Eloy se les apareció pidiendo: “Formad una institución de caridad para dar sepultura a los muertos”. Se trataba del obispo de Noyon, llamado Eloy o Eligio (588-660), un monje famoso por haber sido consejero del rey Dagoberto. Muy popular en toda Francia. Renombrado por su penitencia, su caridad hacia los necesitados, además de haber obtenido muchas conversiones y emprendido fundaciones. Tenía el don de las lágrimas. Los dos herreros no sabían cómo proceder, pero se encontraron en la fuente del parque de Quinty, como el santo se los había ordenado en sus respectivos sueños. Decidieron empezar de cero. Pronto aparecieron nuevos candidatos, y hasta el día de hoy el sueño sobrenatural sigue rindiendo admirables frutos de misericordia. La hermandad pasó por momentos en que otros con menos virtudes se hubieran rendido para siempre. Durante la Revolución Francesa, igualitaria y anticristiana, los “caritativos” fueron proscritos por los revolucionarios, pero continuaron su apostolado en secreto incluso cuando, en una represalia “republicana”, tres de sus miembros fueron decapitados por el Terror. La cofradía recuperó la legalidad bajo Napoleón Bonaparte, y en honor al emperador cambiaron el tricornio por el bicornio. La hermandad actualmente es una entidad seglar, y tal vez por esta misma razón fue exenta de las devastaciones progresistas de la revolución eclesiástica post-conciliar. Pero sigue vinculada al santo patrón de plateros, orfebres, joyeros, herreros y metalúrgicos, a sus procesiones y misas, y a su iglesia, cuyos vitrales, así como la capilla de san Eloy, reflejan la abnegada labor de los “caritativos”. Son el orgullo de la ciudad. Recibieron la medalla de la Legión de Honor al finalizar la Segunda Guerra Mundial, por desobedecer a los alemanes que les prohibieron enterrar a cien combatientes franceses muertos durante el bombardeo a un hangar, donde resistían. Uno por uno, llevaron a todos los cuerpos desde el edificio destruido hasta el cementerio. Sus entierros son solemnes, pero siempre gratuitos: las autoridades y los desamparados hacen de este su último “viaje” cargados en sus brazos. “Hoy somos unos treinta miembros y apenas una decena no están jubilados”, Guénot explica que fue él quien decidió seguir adelante cuando llegó el coronavirus. En el departamento de Pas de Calais hay 40 hermandades como la de Béthune, pero ella es una de las pocas que siguió trabajando a raíz de la epidemia del COVID-19. Una reciente jornada documentada por periodistas
La reunión de los “caritativos” tiene lugar en la puerta del camposanto. El rector y el “chéri”, encargado de organizar la ceremonia, son los primeros en llegar. También conservan la carroza negra en la que trasladan el ataúd. Poco a poco, los hermanos llegan vestidos con el uniforme correspondiente, al que ahora se le agrega un detalle circunstancial: las mascarillas. En sus casas se visten con parsimonia solemne y sus esposas son responsables de que los uniformes estén impecables. El “chéri” comprueba que no haya el menor descuido, de lo contrario, al final del servicio, impondrá una sanción de 50 céntimos a quienes hayan incurrido en alguna infracción al estricto protocolo. Cuando el periodista llegó al cementerio iba a tener lugar el entierro de Raimunda, de 92 años, que murió de coronavirus. Los parientes de Raimunda vinieron de Lille, y recurrieron a la fraternidad por una razón especial: “Mi abuelo murió hace cuarenta años y también fue enterrado por ellos. Me parece un bonito homenaje que estén ahora aquí para mi abuela”, dice el nieto de la fallecida. Los “caritativos” se colocan alrededor de la carroza y cuando el conductor de la funeraria abre la puerta trasera del vehículo, Guénot pronuncia algunas palabras a modo de responso. Con ritmo lento de procesión, atraviesan con firmeza la puerta del cementerio, seguidos en cortejo por los familiares de la difunta.
Algunos cofrades tuvieron miedo del coronavirus, pero una vez más se cumplió la vieja promesa: san Eloy los protege a ellos y a sus casas de todos los contagios. Ningún miembro de la comunidad, en el desempeño de sus funciones, fue víctima de alguna epidemia atribuible a los cuerpos de los difuntos. En la tumba abierta, junto a su marido que murió en 1981, el nombre de Raimunda ya está grabado en la lápida. En la misma fila, varias tumbas guardan los restos de hombres de la región representados por pequeñas imágenes esculpidas de mineros, muchos de los cuales murieron antes de cumplir los 50 años de edad. A su lado, el nombre de sus mujeres aparece solo con la fecha de nacimiento y un renglón abierto. La de Raimunda, hace 39 años que fue preparada, pero otras tumbas esperan más de 40 años para ser cubiertas… Exaltando la dignidad de la muerte
El último en ingresar a la hermandad fue Patrick Tijeras, hijo de inmigrantes españoles, que a los 55 años trabaja en logística. “Lo que me llevó a entrar en la hermandad es la elegancia de lo que representa, la dignidad de la muerte. Reconocemos la dignidad de la vida, de la enfermedad y a veces olvidamos que la de la muerte también existe para todos”, señala. “Nosotros no estamos allí para juzgar quién ha sido bueno o malo, sino para darle una ceremonia noble, como a un rey. En Béthune, todos serán reyes algún día”, dijo Tijeras. El local de la hermandad está incluido en el itinerario turístico de la ciudad. El alcalde, cualquier que sea su color político, respeta esta tradición y cubre los gastos con donaciones de las familias de los difuntos y del municipio, que les proporciona una casa para sus reuniones. “Los que llegan a nosotros lo hacen de boca en boca. Muchos piensan que la hermandad es algo elitista y no es verdad”, estima Guénot. La fraternidad no teme sufrir las críticas y estigmas de los hombres sin fe: se la acusa de ser cosa de viejos y de católicos. La última escolta Sin embargo, forman la última escolta, los que cantan el último adiós a los parientes y amigos que se van de este mundo. Y ahí van, dando “una ceremonia noble, como a un rey” a quien sea, sin recursos o cubiertos de oro, bajo las bombas alemanas o bajo el yugo invisible de la pandemia. Una gloria acumulada de ocho siglos por la iniciativa de un sueño de san Eloy, y bajo su bendición protectora, desde la Edad de la Luz, de la civilización cristiana medieval.
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