La Palabra del Sacerdote ¿Por qué Dios permite las enfermedades?

PREGUNTA

Tengo una duda y quisiera que sea respondida por Mons. Villac. Una amiga mía, que se encuentra con cáncer, quería saber el porqué de las enfermedades que Dios permite que padezcan sus criaturas. Si Dios es Dios y tenemos fe en ello, ¿cómo puede mandar enfermedades u otras desgracias a personas que tienen fe? Así, ellas podrían dudar del amor de Dios hacia nosotros. Yo quería saber si efectivamente Dios desea que ocurran esas cosas malas, o si ellas son mandadas por el demonio.

RESPUESTA

Monseñor José Luis Villac

La pregunta toca en uno de los misterios más recónditos de nuestra religión, y al mismo tiempo más bellos y consoladores: el misterio de la Divina Providencia, o sea, la verdad de fe según la cual “todo lo que Dios ha creado, lo protege y gobierna con su providencia” (Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Filius Dei), con el objeto de dirigirlo a su fin último.

La Providencia incluye no solo el plan divino para el mundo —el orden de los seres creados y la finalidad de cada uno de ellos—, sino también la realización y ejecución de aquel plan. Eso Dios puede hacer de manera inmediata, o sea, por un acto de la propia voluntad; pero también, y muy frecuentemente, por la cooperación de las criaturas, que por bondad Él así las hace partícipes en la ejecución de su plan.

Efectivamente, Dios es la causa primera de todo. Respetando la naturaleza de los seres que Él creó, conduce su creación por las causas segundas que están presentes en ella. Así, los seres materiales son conducidos por leyes que Dios colocó en la propia naturaleza; y los seres libres son guiados por la fuerza de la inteligencia, de la voluntad y de la consciencia que Dios les dio, así como por las decisiones de las autoridades a las cuales ellos deben obedecer. De esa forma, cada uno es en gran medida la providencia de sí mismo: Ayúdate que Dios te ayudará, dice sabiamente el proverbio. Pero un hombre puede también ser la providencia de otro hombre, y eso es particularmente cierto en lo que concierne a los padres con relación a sus hijos.

Belleza de la confianza en Dios

“Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacena y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta”

De cualquier manera, y mismo bajo la influencia de las causas segundas, ninguna criatura puede substraerse al plan divino del mundo. Bien o mal, consciente o inconscientemente, todas las criaturas cumplen el plan divino, porque todas lo sirven. Incluso las leyes físicas establecidas son sumisas a Dios, porque solo Él puede suspenderlas, revocarlas o cambiarlas por medio de un milagro. El resultado es que el orden divino del mundo fue fijado desde toda la eternidad. Tanto en el conjunto cuanto en los detalles, la Providencia es para nosotros un misterio, y solo nos será revelado en el otro mundo.

Las Sagradas Escrituras están repletas de testimonios de esa verdad: “Tan estable como la tierra que creaste, todo subsiste perpetuamente por vuestros decretos, porque el universo os está sujeto” (Sal 118, 90-91). Isaías pone en los labios de Dios la siguiente proclamación de la omnisciencia y omnipotencia divinas: “Desde el comienzo yo anuncio el futuro; de antemano, lo que aún no ha sucedido. Digo: ‘Mi designio se cumplirá, realizo lo que quiero’” (Is 46, 10).

Nuestro Señor Jesucristo muestra en sus parábolas cómo Dios tiene una providencia general para el mundo material y los animales: “Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. [...] Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos” (Mt 6, 26-29).

Jesús enseña también que existe una providencia especial para los hombres: “Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se arroja al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 6, 30-32). “Hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones” (Mt 10, 30-31).

Si Dios lo quiere

Santiago el Menor, hijo de Alfeo, nos recomienda en su epístola decir siempre aquello que se incorporó a las costumbres cristianas: “Si Dios lo quiere”

Santo Tomás de Aquino enseña que: “Con los justos Dios tiene una providencia más sublime que con los impíos, pues no permite que les suceda algo que al final les impida salvarse; pues, como se dice en Rom 8, 28: ‘todo coopera en bien de los que aman a Dios’” (Suma Teológica, I, q. 22, a. 2 ad 4).

Por eso Santiago nos recomienda en su epístola decir siempre aquello que se incorporó a las costumbres cristianas: “Si Dios lo quiere” (St 4, 15). Y san Pedro añade: “Descargad en él todo vuestro agobio, porque él cuida de vosotros” (1 Pe 5, 7). Nuestro Señor va más lejos, y nos incita hasta a importunar al Padre celestial en nuestras necesidades; como el amigo de la parábola cuyo vecino, “al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. Pues yo os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Lc 11, 5-9).

En realidad, nuestras oraciones no alteran el plan divino, pues Dios conoce desde toda la eternidad ese pedido, y puede tomarlo en cuenta al establecer su plan providencial. Pero también puede no atenderlo. Un buen ejemplo de eso es lo que hizo con el mismo Jesús, a quien no escatimó los inmensos dolores de la Pasión, a pesar de su lancinante gemido: “¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz!”. Y para actuar de acuerdo con el ejemplo de nuestro Maestro, siempre debemos añadir a nuestros pedidos: “Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42).

El mal es la subversión del orden

¿Cómo, entonces, explicar los males que afligen no apenas a los impíos, sino también a los que tienen fe? ¿Son los males obra del demonio?

Esta era la tesis errada sostenida por los promotores de una de las primeras herejías que afligió a la Iglesia al comienzo del cristianismo: el maniqueísmo, heredero del dualismo corriente en la mayoría de los pueblos de la Antigüedad. Enseñaban que el mundo es gobernado por dos principios contrarios, dos potencias rivales: dioses buenos y dioses malos (en el Panteón griego, por ejemplo), de donde resultaría la mezcla de bien y mal en el mundo físico y en la vida humana. Para los maniqueos, solo el espíritu es bueno, y la materia es mala. Dios no podría ser el autor de la materia, y sí Satanás, rey de las tinieblas en eterno conflicto con Dios, soberano del reino de la luz.

Contra aquellos errores se levantaron los Padres de la Iglesia, sobre todo san Agustín, que en su juventud había sido discípulo de los maniqueos. Estos grandes santos explicaron que el mal no existe por sí mismo, que es apenas la privación de un bien propio de la naturaleza de un ser. Por ejemplo, un ciego está privado de la vista, que es un bien propio de la naturaleza humana; y los enfermos están privados de la salud, un bien normal en el ser humano.

En el plano moral, el mal es la subversión del orden por la preferencia de un bien inferior en perjuicio de un bien superior, sobre todo de Dios, que es el bien infinito. San Agustín lo explica así: “Cuando la voluntad abandona lo superior y se vuelve hacia las cosas inferiores, se hace mala; y no por ser malo aquello hacia lo que se vuelve, sino porque es malo el hecho de volverse. Así, pues, no es un ser inferior el que ha originado la mala voluntad, sino la misma voluntad. Se ha hecho mala a sí misma, apeteciendo perversa y desordenadamente una realidad inferior” (La Ciudad de Dios, l. XII, c. VI).

Resignación y recompensa eterna

Dios jamás nos enviará una tribulación que no podamos soportar. Si ella estuviera por encima de nuestras fuerzas actuales, el Señor nos dará las gracias necesarias para cargarla. Alfie Evans (2016-2018), el niño británico que fue sentenciado a muerte por los tribunales.

Debemos afirmar que Dios jamás es el autor del mal moral, o sea, del pecado. Pero Dios permite las consecuencias del mal moral, así como permite el mal físico en las criaturas y el sufrimiento en los seres racionales. Por lo tanto, el mal espiritual puede generar la privación de un bien corporal, como es el caso de la enferme dad o pérdida de la integridad física.

Es cierto que Dios podría haber alejado esas privaciones de la Creación, sean las que resultan de causas segundas, como los estragos de un temporal, sean las causadas por defectos inherentes a la materia, como las enfermedades congénitas o adquiridas. De hecho Él las alejó del Paraíso donde colocó a Adán y Eva, pero no quiso alejarlas de este “valle de lágrimas”, por eso debemos aceptarlas con resignación. Además, debemos ofrecerlas en expiación por nuestros pecados o por los pecados de los demás, seguros de que el sufrimiento bien aceptado tiene la promesa de una recompensa eterna.

De una cosa podemos estar seguros: Dios jamás nos enviará una tribulación que no podamos soportar. Si ella estuviera por encima de nuestras fuerzas actuales, el Señor nos dará las gracias necesarias para cargarla: “Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará que encontréis el modo de poder soportarla” (1 Cor 10, 13).

Por lo tanto, el cristiano atribulado por alguna desgracia debe abandonarse a la voluntad de Dios, cargando con paz y espíritu sobrenatural su cruz. Fue el ejemplo que nos dio nuestro Divino Salvador en el Huerto de los Olivos, aceptando los sufrimientos de la crucifixión. No olvidemos también que le fue anunciado a la Santísima Virgen, poco después de las alegrías de la Natividad, que “una espada te traspasará el alma” (Lc 2, 35). Ella siempre estuvo al lado de su Hijo, particularmente a los pies de la Cruz.

San Remigio de Reims: Apóstol de los francos El portón del Palais de Justice
El portón del Palais de Justice
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Tesoros de la Fe N°202 octubre 2018


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