Le pido si fuese posible que Ud. me responda algo que ningún religioso consiguió aún decirme de manera precisa. Ayudo en la catequesis de jóvenes y adultos, y en diversas ocasiones fui indagado acerca de los límites del “enamoramiento cristiano”.
Es comprensible que algunos sacerdotes se hayan esquivado de responder de modo claro y preciso las preguntas de mi lector, porque en general esos temas deben ser tratados de forma más conveniente en el Sacramento de la Confesión, a propósito de algún caso concreto que se presente. Así, la conciencia moral del penitente va siendo adecuadamente formada en el secreto del confesionario, sin que temas tan delicados tengan que ser abordados en público. Tal es la praxis sapiencial y milenaria de la Iglesia, que considera que el trato público de esos temas hará más mal que bien, porque puede inducir a tentación a muchos oyentes. No obstante, el recuerdo de algunos principios generales, referentes a esas materias, podrá ayudar a muchos lectores a encontrar por sí mismos la solución para situaciones concretas nuevas, generadas por el mundo moderno. En efecto, las respetables prácticas en uso en las familias católicas, hasta poco después de la Segunda Guerra Mundial (1945), fueron encontrando cada vez más dificultades para su aplicación. En parte por la introducción de un creciente e inaceptable permisivismo moral en la sociedad en general, en parte también por las condiciones adversas creadas por la vida moderna para el modelo tradicional de familia. Aumentos exorbitantes de los gastos de manutención, educación y salud de la familia, inestabilidad de los empleos y precariedad de la situación económica indujeron a las familias a volverse cada vez menos numerosas, a que los hijos e hijas retrasen cada vez más el matrimonio. Por otro lado, se producía la dispersión de las familias en ciudades cada vez más grandes, acarreando una rasgadura de las relaciones familiares, otrora tan próximas, calurosas y efusivas. Como resultado de todos esos factores, la propia inestabilidad familiar se volvió un problema moral y social grave, con la frecuentísima disolución de los hogares, seguida muchas veces de “re-casamientos” propiciados por la legislación del divorcio, pero no por la moral católica. En esta situación, ¿cómo mantener las antiguas pautas de comportamiento moral? La costumbre tradicional recomendaba, por ejemplo, que los enamorados jamás quedasen a solas, sino por el contrario, estuviesen siempre acompañados por un miembro de la familia. ¿Dónde encontrar un acompañante en las reducidísimas familias de hoy en día? Además, ¿cómo sustentar esa norma en enamoramientos que se eternizan, pues los futuros cónyuges quieren antes garantizar un empleo razonable, que sin embargo se revela generalmente precario e insuficiente para formar un patrimonio? Las normas de la Moral, a pesar de todo, no cambian. Al fin, es todo un mundo que necesita ser reconstruido desde sus cimientos, como lo proclamaba ya en su tiempo el Papa Pío XII (1939-1958).
Como resultado concreto y reprobable, los enamorados se quedan frecuentemente juntos y solos... Rarísimamente se atienen a los principios sabios y austeros de la moral cristiana. Dentro de la libertad moralmente censurable de que hoy gozan, se vuelve utópico que renuncien decididamente a toda intimidad y demostración de afecto que les despierte la líbido. Y que los induzcan, próxima o remotamente, a actitudes contrarias a la castidad que, como fue recordado en la respuesta anterior, serán siempre pecado mortal, en las condiciones señaladas. * * * Una palabra en cuanto a la práctica de la castidad dentro del matrimonio. Se verifica una sensualidad desenfrenada en nuestros días, alimentada a cada momento, se podría decir, minuto a minuto por los medios de comunicación social, principalmente la televisión. Llega incluso a perturbar la castidad matrimonial, factor capital para una vida recta de los cónyuges dentro del matrimonio. La distinción de los sexos fue establecida por Dios para una finalidad específica, que es la propagación de la especie; dentro de la manifestación de un honesto y casto amor, y sólo lo que sigue en esta línea y se encuadra en este contexto es lícito y permitido. Este amor verdadero, los esposos cristianos lo alcanzarán por la práctica de la ascesis, de la mortificación y de la oración, junto con la asiduidad en la recepción de los Sacramentos. Y siguiendo los demás consejos clásicos de vida espiritual, entre los cuales cabe destacar la devoción a la Santísima Virgen, que la Letanía Lauretana invoca como Madre purísima, Madre castísima, Madre íntegra [es decir, inviolada] y Madre incorrupta [sin ninguna mancha].
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