PREGUNTA Los protestantes (luteranos) afirman, en su revista, que en la época de Lutero la Iglesia vendía lugares en el cielo a los más ricos. Acusan igualmente a las autoridades eclesiásticas de la época de ser “mercachifles de indulgencias”. ¿Es justa esta acusación? ¿Cómo refutarlos? Es difícil justificar la posición de nuestros hermanos separados de que el “mandamiento” de la Iglesia fue impuesto por el Divino Maestro sólo a los doce Apóstoles y, en consecuencia, a la Iglesia. ¿Cómo convencerlos de eso? RESPUESTA
Todo pecado acarrea una doble consecuencia: una culpa, que nos aleja de la amistad de Dios, y una pena temporal o eterna que castiga la infracción cometida. El sacramento de la confesión o el arrepentimiento perfecto, libera al alma de la culpa, restableciendo la amistad con Dios. Pero no siempre, al menos totalmente, libera de la pena temporal exigida por la suprema justicia y majestad de Dios y que nosotros pagaremos aquí en esta tierra o en la otra vida, en el purgatorio. Para redimir al pecador de esa pena temporal, en todo o en parte, la Iglesia recibió de Nuestro Señor Jesucristo el poder de utilizar para ese fin los méritos obtenidos por su Pasión, así como los méritos de la Santísima Virgen y de todos los santos. Esto se basa en el Poder de las Llaves comunicado a Pedro y a la Iglesia: “Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 19). Es también consecuencia de la Comunión de los Santos, o sea, la íntima unión que existe entre la iglesia triunfante (los bienaventurados en el cielo), la iglesia militante (los que aún batallamos en esta tierra) y la iglesia purgante (las benditas almas del purgatorio). Conforme enseña san Pablo, por misericordia de Dios todos formamos un sólo Cuerpo Místico, del cual Nuestro Señor es la cabeza mientras que nosotros somos los miembros. Ese Cuerpo Místico de Cristo es la Santa Iglesia Católica (Cf. Rom 12, 4s.; 1 Cor 12, 12-27; Ef 1, 23; 5, 23-29; Col 1, 18-24; 2, 19; etc.). Entonces podemos rezar unos por los otros y participar, a través de la Iglesia, de los méritos del Redentor y de los santos. Este es el fundamento doctrinario de la concesión que hace la Iglesia de las llamadas indulgencias. ¿Qué son las indulgencias? La indulgencia es la remisión, delante de Dios, de la pena temporal debida por los pecados ya perdonados cuanto a la culpa, remisión que la autoridad eclesiástica, tomándola del tesoro de la Iglesia, concede a los vivos a la manera de absolución y a los difuntos a modo de sufragio. Como se ve, tal doctrina nada tiene que ver con la acusación ridícula de que la Iglesia “vendía lugares en el cielo”. En cuanto a que hubo abusos, por parte de predicadores inescrupulosos o ignorantes, en este valle de lágrimas, esto puede suceder con las cosas más santas. Y la propia Iglesia, en el Concilio de Trento, condenó toda clase de abusos o falsas concepciones a respecto de las indulgencias.
Pero los protestantes, comenzando por Lutero, se sirvieron de esos posibles y esporádicos abusos para combatir la propia doctrina de las indulgencias, o sea, el poder que tiene la Iglesia de distribuir y aplicar, por su autoridad, los méritos adquiridos por Nuestro Señor Jesucristo y por los santos para mitigar la pena temporal debida por nuestros pecados. Esta práctica la Iglesia la utilizó desde un comienzo, estando ella relacionada con ciertas formas piadosas de devoción: procesiones, peregrinaciones, cruzadas, oraciones, sacrificios, limosnas, etc. La condición básica para recibir las indulgencias, debo recordarlo nuevamente, es estar en estado de gracia, en amistad con Dios. Elección de los Apóstoles En cuanto a la negación de los protestantes de que Cristo constituyó un Colegio Apostólico, al cual le confirió poderes especiales de enseñar, santificar y gobernar, muy resumidamente se puede decir lo siguiente: Los evangelistas narran la elección que Jesús hizo de doce entre los discípulos, a quienes dio el nombre de apóstoles (Mt 10, 2-4; Mc 3, 13-19; Lc 6, 13,16). Él los instruyó de manera particular, los asoció a su obra y los mandó a predicar el reino de Dios (Mt 10, 5-42; Mc 6, 7-13; Lc 9, 1-6). El texto más elocuente relativo al Colegio Apostólico (que continúa en la Iglesia a través del Papa y de los obispos, sucesores de los apóstoles) es tal vez el de san Mateo, al final de su Evangelio, referido también por los demás evangelistas (Mt 28, 16-20; Mc 16, 14-18; Lc 24, 36-49; Jn 20, 19-23): “Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: ‘Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos’”. Estas palabras, en un sentido general, pueden ser aplicadas a todo cristiano, al significar que todo bautizado debe ser un apóstol. Pero en sentido propio y estricto, se aplica apenas a aquellos que recibieron no solamente la orden genérica de predicar y santificar, sino el sacramento del Orden con los medios necesarios para su plena eficacia, es decir, el poder sacerdotal u orden y el poder de jurisdicción, que permiten ofrecer el Santo Sacrificio, perdonar los pecados, enseñar y gobernar con autoridad. La Iglesia Católica es una sociedad jerárquica
O sea, Nuestro Señor Jesucristo fundó su Iglesia como una sociedad jerárquica, con un régimen aristocrático-monárquico, con miembros desiguales en cuanto a la función y al poder. La jerarquía (Papa y obispos) tiene el poder de gobernar, enseñar y santificar a los fieles —los cuales participan de ese poder apenas pasivamente—, habiendo enseñado, santificado y gobernado y así reflejado las enseñanzas y las normas dadas por los sucesores de los apóstoles, especialmente por el Soberano Pontífice. Fue en ese sentido que los cristianos siempre entendieron a la Iglesia, lo cual es confirmado en la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles y de las Epístolas de san Pablo. También los escritos de los primeros autores y apologistas cristianos, así como los monumentos y pinturas encontradas en las catacumbas y en las antiguas iglesias, reflejan esa inconfundible concepción jerárquica. Como los protestantes sólo aceptan como fuente de la Revelación las Escrituras, y aún así conforme su propia interpretación, despreciando todo Magisterio instituido por Nuestro Señor y el testimonio de la Tradición, ellos, en último análisis, sólo creen en aquello que quieren creer. Para ser coherentes, deberían abandonar cualquier confesión protestante y quedarse en sus casas interpretando la Biblia como les venga en gana. Sin una autoridad efectiva, con poder real de gobierno, es imposible que haya una sociedad organizada y se cae en la completa anarquía. Esto que es verdad en la sociedad doméstica, en los cuerpos intermediarios y en el campo civil, es aún más verdadero en el campo religioso, sobre todo donde el fundamento es la fe. Pues, si no existe una autoridad que interprete auténticamente esa fe, es imposible que haya una creencia común y una disciplina común, y, por lo tanto, una sociedad religiosa visible, una Iglesia.
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