Obispo, Confesor y Doctor de la Iglesia Oriundo de una familia de santos, ilustró con su doctrina a la Iglesia en el siglo IV, combatiendo las perniciosas herejías de la época, principalmente el arrianismo Plinio María Solimeo Este ilustre Doctor de la Iglesia, junto con su hermano mayor, san Basilio Magno, y su gran amigo, san Gregorio Nacianceno, son los llamados “Padres Capadocios” o “Lumbreras de Capadocia”, por su santidad, doctrina y ortodoxia. Quedaron conocidos por esta fórmula: “Basilio, es el brazo que actúa; Gregorio Nacianceno, la boca que habla; y, Gregorio de Nisa, la cabeza que piensa”.1 Gregorio de Nisa nació en el Ponto —región de Cesarea de Capadocia— alrededor del año 335, en el seno de una familia de santos. Sus abuelos, sus padres y sus hermanos Basilio, Macrina y Pedro de Sebaste fueron también elevados a la honra de los altares. Otro hermano, Naucracio, graduado en derecho, se inclinaba por la vida ascética, pero murió muy joven y no pudo realizar sus deseos. En carta a Pedro, Gregorio manifiesta los sentimientos de profunda gratitud que ambos compartían hacia el primogénito, Basilio. Gregorio se refiere a él como “nuestro padre y nuestro maestro”, lo cual lleva a suponer que Basilio, mucho mayor que sus hermanos, tuvo un importante papel en su educación. Viviendo en una casa que era una verdadera escuela de santidad, Gregorio fue desde niño inclinado a la virtud. Muy propenso al estudio, cursó con éxito las bellas letras, convirtiéndose en un oráculo de elocuencia. Por lo que se deduce de una carta de san Gregorio Nacianceno, las enseñanzas de san Basilio Magno servían de antídoto contra las lecciones de las escuelas paganas, que Gregorio de Nisa siguiera en su juventud. De profesor de retórica a obispo de Nisa Como sus hermanos, Gregorio también pensó en consagrarse a Dios y siguió la carrera eclesiástica, ejerciendo el cargo de lector. Sin embargo, parece que se dejó seducir por el magisterio y, no sin cierto escándalo para sus hermanos, abandonó la carrera eclesiástica, comenzó a enseñar retórica y se casó con una piadosa mujer, de gran mérito, llamada Teosobia. San Basilio en vano intentó hacerle ver el error en que había caído; sin conseguirlo, pidió a un amigo común, san Gregorio Nacianceno, que lo ayudara a llamar al recalcitrante al verdadero camino. Y este lo hizo con éxito, pues Gregorio abandonó la retórica y retomó el estado eclesiástico. Habiéndose, de común acuerdo, separado de su esposa —a quien san Gregorio Nacianceno, en el elogio fúnebre, llama “ornamento de la Iglesia” y “gloria del siglo”— fue ordenado sacerdote. Al quedar vacante la sede episcopal de Nisa, pequeña localidad a orillas del Halys, en la carretera que va de Cesarea a Ancira, san Basilio, que había sido elevado a la sede episcopal de Cesarea, pensó en su hermano para ocuparla. Tal era el concepto que tenía de él, que escribió a Eusebio de Samosata: “Yo hubiera querido que mi hermano Gregorio gobernara una iglesia proporcionada a su mérito y a su capacidad; es decir, toda la Iglesia que está bajo el sol. Pero al no ser posible, era necesario contentarse con que Gregorio honre el lugar en que sea obispo. La verdadera grandeza no consiste solamente en ser capaz de grandes cosas, sino en poder hacer que parecieran grandes las pequeñas”.2 Quien no concordaba con esa opinión era el propio Gregorio, por juzgar que el cargo estaba por encima de su capacidad. Fue necesario que los obispos de la provincia hicieran violencia, para que aceptara la consagración episcopal. Perseguido por la herejía arriana Gregorio demostró desde un comienzo que la elección fue adecuada. Dedicado, caritativo, prudente, su ciencia profunda no lo alejaba de nadie. Practicaba la más extrema pobreza para socorrer a los pobres de Cristo. Velaba sobre todo para que los cánones sagrados fuesen observados con todo rigor, combatiendo el error y la herejía con santo ardor. Ninguna consideración humana le impedía de actuar en aquello que era del munus episcopal. Lo cual no podía dejar de irritar a los arrianos —los terribles herejes de la época— que lo acusaron a Demóstenes, gobernador del Ponto, adepto de dicha herejía. Este mandó soldados para arrestar al santo obispo, que se dejó llevar sin resistencia. Sin embargo, viendo después que los arrianos no querían dar voz ni cuartel a los obispos fieles, huyó. Fue entonces exiliado por el emperador Valente, seguidor también de la herejía. Los arrianos convocaron entonces un concilio en Nisa, que condenó a Gregorio. Este fue acusado de dilapidar los bienes de la diócesis y de irregularidad en su elección. Un intruso fue nombrado en su lugar y él se vio obligado a vagar de ciudad en ciudad durante ocho años. Al cabo de aquel tiempo, recibió una carta de Gregorio, el Nacianceno, que se mostró profética: “No te aflijas mucho por las cosas adversas, porque no las tendremos por tan tristes y contrarias, si no nos acongojáramos tanto por ellas. No te espante que los herejes tomen fuerzas, y como serpientes salgan de sus cuevas, convidados de la suavidad de la primavera. Poco les durará el silbar, y se volverán presto debajo de la tierra, vencidos de la verdad y del tiempo; y tanto más presto, si nosotros, sabiendo que Dios es el Señor, le dejáremos hacer y lo pusiéremos todo en sus manos”.3
Y fue lo que sucedió. Vencido por los godos y quemado miserablemente en una choza, murió Valente, el emperador hereje. Subió al trono imperial su sobrino Graciano, católico fervoroso, que llamó de regreso a los obispos exiliados y les devolvió sus iglesias. Pero no hay mal que por bien no venga. “El exilio de san Gregorio de Nisa no fue tiempo perdido para la Iglesia. Fue el momento más bello de su vida, porque las iglesias de los lugares por donde sabían que él debía pasar lo llamaban para que los pacificara, y para regular la ortodoxia y la disciplina. San Gregorio Nacianceno dice que esa mudanza continua de lugar en lugar lo volvía semejante al sol que, sin jamás detenerse en lugar alguno, lleva a todas partes el calor, la luz y la fecundidad”.4 Un lucero del concilio de Constantinopla Apenas vuelto a su diócesis de Nisa, san Gregorio fue llamado el año 379 a Cesarea para asistir a los últimos momentos de su hermano san Basilio. Ese mismo año fue a Antioquía, donde el patriarca san Melecio había convocado un concilio. Como la situación de muchas iglesias había sido arruinada por los herejes que en ellas gobernaron durante el tiempo del emperador Valente, el concilio escogió a los varones más insignes por su santidad y doctrina para que fuesen, como legados de la asamblea conciliar, a las diferentes provincias para restaurar la disciplina eclesiástica y animar a los católicos hasta entonces perseguidos por los herejes. Así san Gregorio de Nisa fue encargado de visitar Arabia y Palestina.
Antes de partir a esa misión, un movimiento de la gracia lo llevó a visitar a su hermana, santa Macrina, virgen, en el monasterio que gobernaba con gran sabiduría y santidad. Apenas llegó, supo que ella estaba en trance de muerte. Gregorio narró después que, al ver postrada en el lecho a su hermana, a quien veneraba como una segunda madre, “estaba todo perturbado, abatido, y no pude retener las lágrimas. Pero ella, lejos de dejarse abatir como yo, aprovechó el momento para decir cosas maravillosas sobre la Providencia divina y sobre la vida futura, de modo que quedé todo transportado y fuera de mí”. Así aquella virgen cristiana enfrentaba la muerte. De ahí siguió un diálogo tan elevado, que recuerda al de san Agustín con santa Mónica en el puerto de Ostia. San Gregorio se sirvió de él para componer su Tratado sobre el alma y la resurrección. El santo cerró los ojos de su hermana y encomendó su alma a Dios. Después escribió su biografía para edificación de los fieles. De lo ocurrido en el viaje de san Gregorio a Arabia y Palestina, prácticamente nada se sabe. Pero, por el relato que los otros legados hicieron, se puede inferir que fue muy provechoso para la gloria de Dios y la edificación de los fieles. San Gregorio de Nisa fue una de las luminarias del Concilio de Constantinopla (381), que formuló la doctrina trinitaria; y tuvo tanta importancia que, a pesar de ser compuesto solo por obispos de Oriente, por lo acertado de sus decisiones fue aceptado como universal por la Iglesia. Este concilio fue uno de los cuatro que el Papa san Gregorio Magno respetaba como los cuatro Evangelios. Durante el mismo, san Gregorio de Nisa conoció y trató familiarmente a san Jerónimo, otro gran Doctor de la Iglesia. Y pronunció la oración fúnebre de san Melecio de Antioquía, presidente de la asamblea, fallecido por entonces. Al año siguiente, participó de otra reunión en Constantinopla, donde pronunció un bello discurso sobre la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo. Por fin, hacia el año 394, avanzado en años y en virtudes, san Gregorio de Nisa fue a recibir en el cielo la recompensa demasiado grande que Dios reserva a los que lo aman.
Notas.- 1. P. José Leite SJ, Santos de cada día, Editorial A.O., Braga, 1993, t. I, p. 318. 2. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. III, p. 297. 3. P. Pedro de Ribadeneyra SJ, Flos Sanctorum, in Dr. Eduardo María Vilarrasa, La Leyenda de Oro, L. González y Cía., Barcelona, 1896, t. I, p. 557. 4. Les Petits Bollandistes, op. cit. p. 298.
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