¿QUIÉN NO SINTIÓ aún la frustración típica que asalta al hombre después de la visita a un gran museo? A lo largo de las salas y de las galerías en que las rarezas y las obras maestras están expuestas, el alma se va dilatando y enriqueciendo por la contemplación de mil maravillas. Pero al mismo tiempo una sensación de vacío, de postizo, de violentamente artificial se va formando en el fondo del corazón. Y esa sensación explota cuando el visitante, examinada la última colección, se encuentra en plena calle, reintegrado al ambiente moderno. Pues ahí, buscando, conscientemente o no el punto de unidad en torno al cual reunir, concatenar y guardar ordenadamente todo cuanto ha visto, se tiene la sensación viva de que ese punto de unidad no existe. De que se lleva dentro de sí un inmenso caos. Y como la naturaleza humana, en sus mejores aspectos, tiene horror al caos, lo que de ahí resulta es que el museo comienza a aparecer al hombre como un inhumano y antipático basurero de esplendores de todos los siglos. Sentimos entonces en el alma lo mismo que sentiríamos en los ojos si, en lugar de divisar en su calma y ordenada banalidad a las personas y cosas comunes, sólo viésemos luces espléndidas pero locas, cruzándose en una danza frenética y sin sentido. Una esfinge de Egipto, un bastón de Pasteur, un fetiche de los indios de Canadá, un espejo de Catalina de Medicis, y otras interesantísimas e incongruentísimas cosas incongruentísimamente expuestas a lo largo de kilómetros de pared, ¿qué puede dejar en el alma, sino una horrible sensación de incongruencia? Como es evidente, la incongruencia no está en cada objeto aisladamente considerado, sino en su conjunto. Al contrario, cada objeto, considerado en el medio para el que fue imaginado y ejecutado, es por lo general un modelo de congruencia, de armonía, de grandeza o de gracia. Pero es en el “basurero” deslumbrante del museo, que él se vuelve incongruente. Los museos del siglo XIX presentaban por lo general este lamentable aspecto de caos. Un ejemplo de ello es el Museo de Chantilly, legado por el duque d’Aumale al Instituto de Francia. En aquella mansión, célebre en los fastos del Antiguo Régimen, se quisiera encontrar el ambiente en que se desarrolló la existencia pomposa de los Príncipes de Condé. No se puede dar un paso en Chantilly sin recordar a las figuras brillantes de sus antiguos habitantes, y los episodios históricos que dentro de aquellas paredes se desarrollaron. El duque d’Aumale, al contrario, hizo de gran parte del castillo una fría pinacoteca —un verdadero depósito— en que los cuadros se suceden sin orden, ni gracia. Muebles insípidos del siglo XIX, de vez en cuando, invitan al reposo al visitante.
Para obviar este inconveniente, algunos museos más recientes pasaron a agrupar los cuadros y otras piezas según las épocas, o los temas. Provocan así cierta sensación de orden. Es lo que se observa, por ejemplo, en el Museo de Bellas Artes de Rennes. Sin duda, existe en este museo más orden que en Chantilly. Es un depósito bastante ordenado. Pero continúa siendo un depósito. Esos cuadros fueron hechos para capillas, para mansiones señoriales, para catedrales o palacios. Ellos sólo quedarían completamente bien en los lugares para los cuales fueron hechos. Esto se puede decir también de obras maestras de otros géneros diferentes a la pintura. Fuera de su hábitat natural, la obra de arte, la mayor parte de las veces, pierde su “vida”, y pasa a ser como las hierbas o las flores secas y muertas de un museo de botánica. Así, la verdadera solución para la organización de los museos seria de… vaciarlos, no de todo sino en amplia medida, reintegrando los objetos a sus ambientes propios, e así haciéndolos más comprensibles y naturales.
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