En la búsqueda de un comentario sobre el significado del mes mariano por excelencia, nos deparamos con este excelente artículo del ilustre pensador católico, escrito para el periódico «Legionario» (n° 563, 23 de mayo de 1943). El autor, de quien este año se conmemora el centenario de su nacimiento, aborda el tema de modo magistral y perfectamente válido para nuestros días. Plinio Corrêa de Oliveira ¡No es sin tristeza que sentimos aproximarse el fin de este mes de María! En efecto, durante el mes de mayo sentimos que una protección especial de la Santísima Virgen se extiende sobre todos los fieles, y la alegría que brilla en nuestros templos e ilumina nuestros corazones expresa la universal certeza de los católicos de que el patrocinio indispensable de nuestra Madre celestial se vuelve, durante el mes de mayo, aún más solícito, más amoroso, más exuberante de visible misericordia y acogedora condescendencia. Sin embargo, algo queda después de cada mes de mayo, si hubiéramos sabido vivir convenientemente esos treinta y un días especialmente consagrados a la Santísima Virgen. Lo que nos queda es una devoción mayor, una confianza más especial, y, por así decir, una intimidad aún más acentuada con Nuestra Señora, con la cual en todas las vicisitudes de la vida sabremos pedir con más respetuosa insistencia, esperar con más invencible confianza, y agradecer con más humilde cariño todo el bien que Ella nos haga. La Santísima Virgen es la Reina del Cielo y de la Tierra, y, al mismo tiempo, nuestra Madre. Con esta convicción entramos siempre en el mes de mayo, y tal convicción se afirma cada vez más en nosotros, lanza claridades y fortaleza siempre mayores cuando el mes de mayo termina. Mayo nos enseña a amar a María Santísima por su propia gloria, por todo cuanto Ella representa en los planes de la Providencia. Y nos enseña también a vivir de modo más constante nuestra vida de unión filial a María. * * * Los hijos nunca están tan seguros de la vigilancia amorosa de sus madres como cuando sufren. La humanidad entera sufre hoy en día. Y no apenas todos los pueblos sufren, sino que casi se podría decir que sufren de todos los modos por los que pueden sufrir. Las inteligencias son barridas por el vendaval de la impiedad y del escepticismo. Tifones locos de mesianismos de todo orden devastan los espíritus. Ideas nebulosas, confusas, audaces, se infiltran en todos los ambientes, y arrastran consigo, no sólo a los malos y a los tibios, sino a veces hasta a aquellos de quien se esperaría mayor constancia en la Fe. Sufren las voluntades obstinadamente apegadas al cumplimiento del deber, con todas las contrariedades que les viene de su fidelidad a la ley de Cristo. Sufren los que quebrantan esa ley, pues lejos de Cristo todo placer no es en el fondo sino amargura, y toda alegría una mentira. Sufren los corazones, dilacerados por los horrores de las guerras que se dilatan, de las familias que se disuelven, de las luchas que arman por doquier hermanos contra hermanos. Sufren los cuerpos, diezmados por la ametralladora, debilitados por el trabajo, minados por la enfermedad, acongojados por todo tipo de necesidades. Se podría decir que el mundo contemporáneo, semejante al que vivía en el tiempo en que Nuestro Señor nació en Belén, llena los aires de un grande y clamoroso gemido, que es el gemido de los malos que viven lejos de Dios, y de los justos que viven atormentados por los malos.
Cuanto más sombrías se vuelvan las circunstancias, cuanto más agudos los dolores de toda especie, tanto más debemos pedir a la Santísima Virgen que ponga término a tanto sufrimiento, no sólo para hacer cesar así nuestro dolor, sino para mayor provecho de nuestra alma. Dice la Sagrada Teología que la oración de Nuestra Señora anticipó el momento en que el mundo debería ser redimido por el Mesías. En este momento lleno de angustias, volvamos con confianza nuestros ojos a la Santísima Virgen, pidiéndole que abrevie el gran momento esperado por todos, en que un nuevo Pentecostés abra claridades de luz y de esperanzas en estas tinieblas, y restaure por todas partes el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo. Debemos ser como Daniel, de quien dice la Escritura que era desideriorum vir, “varón de deseos”, es decir, hombre que deseaba grandes y muchas cosas. Para la gloria de Dios, deseemos grandes y muchas cosas. Pidamos a Nuestra Señora mucho y siempre. Y lo que sobre todo le debemos pedir es aquello que la Sagrada Liturgia suplica a Dios: Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae — “Envía tu Espíritu y todo será creado, y renovarás la faz de la tierra”. Debemos pedir por intermedio de la Santísima Virgen que Dios nos envíe nuevamente en abundancia el Espíritu Santo, para que las cosas sean nuevamente creadas, y purificada por una renovación la faz de la tierra. Dice Dante en la Divina Comedia que rezar sin el patrocinio de Nuestra Señora es lo mismo que querer volar sin alas. Confiemos a la Santísima Virgen este anhelo en que va todo nuestro corazón. Las manos de María serán un par de alas purísimas por medio de las cuales llegará ciertamente al trono de Dios nuestra oración. Como conclusión de este mes de María, hagamos nuestras dos súplicas de la letanía de las Rogativas, referentes a las necesidades mundiales de la Santa Madre Iglesia: “Para que os dignéis humillar a los enemigos de la Santa Iglesia, ¡te lo pedimos, Señor! Para que os dignéis exaltar a la Santa Iglesia, ¡te lo pedimos, Señor!”
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