En la edición anterior, el padre Mauricio Meschler S.J. (1830-1912)* nos explicó en qué consiste orar; en el texto siguiente nos indica algunas condiciones para la eficacia de la oración La ineficacia de nuestras oraciones la debemos atribuir a nosotros y no a Dios. Tres son las causas determinantes de esa insuficiencia. O ella se encuentra en nosotros, o en nuestra oración o, en fin, en el objetivo de la misma. Generalmente la oración debe reunir las siguientes condiciones:
Primeramente es preciso que tengamos una conciencia nítida de lo que constituye el objeto de nuestra oración; es decir, es menester la intención, la atención y el recogimiento. El punto importante es que no queramos distraernos o no nos entreguemos conscientemente a las divagaciones. ¿Cómo podrá Dios atendernos, si nosotros mismos no tenemos conciencia de lo que vamos a decir? Ciertamente nuestro ángel custodio tendrá vergüenza de presentar semejante oración a la Majestad divina. Además, nuestro propio interés exige que procedamos de otro modo, por que las distracciones voluntarias no sólo constituyen un obstáculo a las gracias divinas, sino que acarrean necesariamente un castigo. En cuanto a las involuntarias, que sobrevienen contra nuestra voluntad, ellas no nos privan del mérito ni quitan a la oración su valor satisfactorio. Apenas interceptan el gusto, la dulzura que en ella podríamos disfrutar. Dios conoce nuestra debilidad y tiene paciencia con nosotros. En segundo lugar, es necesario tomar la oración en serio y empeñarnos para ser atendidos. Por consiguiente, debemos orar con celo y fervor. Éstos no consisten en la multiplicidad de las oraciones, sino en la parte que la voluntad toma en ellas. No sube el incienso si el fuego, al consumirlo, no le desprende el perfume que se eleva a los cielos. El fervor es el alma de la oración; Dios escucha la voz del corazón, y no las palabras que los labios profieren. Conversar con Dios es siempre un acto importante; y lo que le pedimos, algo de gran valía. Por eso es que el celo y el deseo son imprescindibles. Si acaso la confianza en la virtud de la oración viniera a flaquear en nuestro espíritu, recurramos a la intercesión de otro, por medio de la oración en común o pública. Invoquemos a los santos y al bendito nombre de Jesús, al cual está particularmente unida la eficacia de la oración (Jn. 16, 23). En tercer lugar, importa que la oración sea humilde. Debemos aproximarnos a Dios como mendigos y no como acreedores. Somos reos de pecado y no podemos tratar al Creador de igual a igual. La propia humildad exterior viene muy a propósito. Ella le place a Dios, lo predispone a nuestro favor y excita el celo en nuestro corazón. En seguida —y esta condición es de suma importancia— es necesario orar confiadamente, con seguridad. Todo nos incita a ello. Dios quiere que oremos; luego, quiere atendernos. Somos criaturas suyas e hijos suyos. Estos títulos, que nos dan el derecho de ser oídos favorablemente, Él los conoce y aprecia más que nosotros mismos. Finalmente, e importa no olvidarlo, tenemos que avenirnos únicamente con la infinita misericordia de Dios, a la cual compete decidirlo todo. Si grande debe ser nuestra confianza en la oración hecha con vista a obtener bienes espirituales, es preciso, no obstante, cuando sea cuestión de favores de orden temporal, evitar dos escollos: implorarlos incondicionalmente, porque ellos nos podrían ser nocivos; o, en sentido opuesto, pensar que nunca los debemos pedir. Al contrario, debemos hacerlo, pero de modo conveniente. Dios quiere que lo reconozcamos también como origen y fuente de todos los bienes temporales. Es la razón por la cual nos lo hace pedir en la oración dominical. * P. Mauricio Meschler S.J., La Vida Espiritual — Reducida a Tres Principios, Ed. Vozes, Petrópolis, 1960, pp. 30 y ss.
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