Algún tiempo atrás, fue anunciada la publicación del Evangelio según Judas, una tentativa de rehabilitación del apóstol que traicionó a Jesús. Siendo un evangelio apócrifo, ya condenado por San Ireneo en el siglo II, eso no perturba la fe de ningún católico, porque todos creen que se trata de un lance más de la embestida atea contra la Iglesia Católica. Sin embargo, he visto a algunos católicos confundirse con lo que se lee en los propios evangelios canónicos. Así, dice San Juan en el capítulo 13, versículo 18: “No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: El que come mi pan ha alzado contra mí su talón”. Y San Mateo, en el capítulo 26, versículo 24, completa: “El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!” Si la traición de Judas ya estaba prevista en la Sagrada Escritura, él estaba apenas realizando un designio divino, estaba cumpliendo la Escritura. Y por lo tanto no puede ser condenado por ello. Tal parece que es el argumento de los que quieren rehabilitar a Judas. ¿Cómo explicar eso?
La explicación se encuentra en el propio evangelio de San Juan, a continuación del versículo citado por mi apreciado consultante: “Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy [el Mesías]” (Jn. 13, 19). La Sagrada Escritura anuncia con antecedencia varios hechos que habrían de acaecer con Jesucristo, para que los judíos, viendo que tales hechos sucedían, reconociesen que Él era el Mesías.
A pesar de que Jesucristo era una persona absolutamente extraordinaria —al mismo tiempo Dios y hombre, y que irradiaba un esplendor divino alrededor de sí, además de multiplicar portentosos milagros— los ojos de los judíos en general, y de los propios Apóstoles en particular, estaban tan cerrados, tan opacados por sus pasiones, que fue necesario darles además señales extraordinarias para penetrar las espesas capas que cubrían sus ojos. En verdad, no obstante, sólo después de haber recibido el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, los ojos y los oídos de ellos se abrieron —se abrieron sus mentes y sus corazones— para comprender lo que habían visto y oído. Entonces —y sólo entonces— entendieron todas las señales que les habían sido dadas. Es lo que registran, cada uno a su manera, los cuatro evangelios canónicos, de San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan. Los evangelios apócrifos (no canónicos, y frecuentemente falsos), provenientes muchas veces de las sectas heréticas y gnósticas, eran justamente un intento del demonio de echar arena en los ojos de los fieles, para confundirlos y perturbar su fe. El llamado evangelio según Judas, así como el alegado evangelio de María Magdalena, que sirvió de pasto para la publicitada novela El Código Da Vinci, pueden ser colocados en esa categoría. La pre-ciencia divina y el libre albedrío La respuesta anterior, sin embargo, apenas resuelve una parte de la cuestión, pues deja de lado el principal problema, que es el conocimiento que Dios tiene de los futuros contingentes. Sólo el enunciado de la cuestión habrá asustado a muchos lectores: Futuros contingentes, ¿qué es eso? Y si el concepto es difícil de comprender, más aún lo es, para el común de los mortales, la solución que da para el problema Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, Parte Primera, cuestión 14, artículo 13. Queda ahí la indicación para los espíritus eruditos. Como debo escribir para el común de los lectores, recurriré más adelante a una metáfora que los catequistas católicos usan con el fin de explicar, para el pueblo simple, esta complicada cuestión. Dios es omnisciente, es decir, que sabe desde toda la eternidad todas las cosas, presentes, pasadas y futuras. Que Dios conozca las cosas presentes, no constituye mayor problema, pues siendo omnipresente, es decir, estando presente en todas partes, ve todo lo que pasa. Inclusive al interior de nuestras almas, en nuestras mentes y en lo más íntimo de nuestros corazones. Ve lo que pensamos y queremos de bueno, como también los malos pensamientos y malos deseos en que hayamos consentido. Y nos premia o castiga, respectivamente, por todos ellos. Por eso debemos conservar siempre puros nuestros corazones y nuestras mentes, pues no escaparemos del juicio de Dios, favorable o desfavorable. En cuanto a las cosas pasadas, Dios las conoce también, pues ya se realizaron; y además, se realizaron en su presencia. El problema comienza a vislumbrarse con relación a los acontecimientos futuros. Esquemáticamente, éstos se dividen en dos categorías: a) los que dependen exclusivamente de causas naturales, como, por ejemplo, el movimiento de los astros; y, más cerca de nuestra vida diaria, el tiempo atmosférico (al menos mientras no sea afectado por la actividad humana, lo cual lo ubicaría en la segunda categoría); b) los que dependen de la libre actuación de los seres racionales, como los ángeles y los hombres. Estas últimas acciones son las que constituyen los mencionados futuros contingentes, es decir, que pueden realizarse o no, conforme la deliberación, muchas veces caprichosa, de los hombres (para simplificar, dejemos de lado la actuación, también libre, de los ángeles). En cuanto a los acontecimientos de la categoría “a”, hasta los científicos están, en cierta medida, en condiciones de preverlos. Cuánto más Dios, que tiene una Sabiduría infinita, y que conoce perfectamente la naturaleza que creó, y que está sometida a las leyes por Él mismo establecidas. El gran problema, por lo tanto, es explicar cómo Dios conoce los acontecimientos del tipo “b” que dependen exclusivamente del libre albedrío de los hombres.
Aún en este campo, es necesario tener presente que un buen observador puede prever cómo se comportará determinada criatura frente a determinada situación. Un profesor puede prever que un alumno será desaprobado, porque no estudia ni hace sus tareas en casa. Un médico puede prever que determinado paciente, incapaz de abstenerse del alcohol o del humo, morirá de una crisis hepática o de cáncer. Cuánto más Dios, que conoce el fondo de las mentes y de los corazones, es capaz de prever cómo reaccionará cada hombre frente a determinadas circunstancias. Y así como la previsión del profesor no es la causa de la desaprobación del alumno, ni el pronóstico del médico la causa de la muerte del paciente, Dios no es la causa de que los hombres procedan mal. La metáfora a que aludimos arriba nos da alguna idea de ello: imaginemos a un observador colocado en lo alto de una montaña, alrededor de la cual circunda una carretera, de modo que está en condiciones de ver a dos automóviles que se mueven en sentidos contrarios en una pista única, sin verse uno al otro. Notando que uno de los conductores se mueve a una velocidad imprudente y conduce el vehículo de modo temerario, el observador está en condiciones de prever que fatalmente ocurrirá un accidente. Así, conociendo el futuro, Dios anunció en las Escrituras determinados acontecimientos que certificarían a la persona del Mesías. Al hacerlo, no eliminó el libre albedrío de los hombres, que continuaron siendo responsables por sus actos, como el observador en lo alto del monte no interfirió para que el accidente se produjera. En otras palabras, el accidente ocurrió, no porque el observador lo previó, sino por culpa de la imprudencia del conductor de uno de los vehículos, por el mal uso que hizo de su libre albedrío. De la misma manera, Judas, al traicionar al Divino Maestro, actuó movido por sus libres deliberaciones. Con eso, cumplió lo que predecían las Escrituras, pero quedó como el único y exclusivo responsable por su nefando acto.
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