El anti-Lutero
Casi en la misma época en que un ex-fraile agustino, Martín Lutero, pervertía Alemania con su pseudo-reforma, otro agustino, Santo Tomás de Villanueva, promovía con firmeza en España la verdadera reforma religiosa y de costumbres Plinio María Solimeo Santo Tomás de Villanueva nació en Fuenllana, Castilla, el año de 1488 y se crió en Villanueva de los Infantes, de donde tomó su nombre al entrar en la Orden de los Agustinos. Sus padres, Alonso Tomás García y Lucía Martínez de Castellanos, se emulaban en las obras de caridad. Socorrían toda especie de necesidades y eran conocidos en la región como “los santos limosneros”. Tomás heredó de ellos esa virtud. Daba a sus compañeritos más necesitados todo lo que podía, incluso sus propias ropas y calzados. Un día en que sus padres no estaban en casa, llegaron seis pobres pidiendo limosna. El niño, al no encontrar nada para darles, fue al gallinero y cogió seis pollitos, dándole uno a cada uno de los pobres. Y le dijo a su madre que si hubiese un pobre más, le habría dado también la gallina. Siguiendo el ejemplo de la madre, desde muy joven comenzó a ayunar, no sólo en los días prescritos por la Iglesia, sino también en otros de su devoción. Se flagelaba y hacía otras suertes de penitencias como si fuese un adulto. Dice un biógrafo suyo que Tomás “comenzó a practicar la mortificación a fin de hacerle sentir a su carne los dolores de la penitencia, incluso antes que fuese susceptible a los placeres de la concupiscencia”.1 Su confesor, el padre Santiago Montiel, declaró públicamente que él guardó la inocencia bautismal hasta la tumba. Estudiante ejemplar en la Universidad de Alcalá A los quince años, sus padres lo enviaron a la famosa Universidad de Alcalá, para seguir estudios de humanidades, retórica, filosofía y teología. Lo hizo con tanto éxito que, en los nueve años de estudios en aquella institución, era aclamado por todo el mundo. Pero su virtud era aún más notable que su ciencia. A pesar del éxito que obtenía, jamás perdió su modestia y humildad, aceptando los elogios como si no fuesen dirigidos a él. Durante ese periodo, la muerte de su padre lo obligó a volver temporalmente a casa, a fin de poner en orden los asuntos domésticos. Le cupo por herencia una gran residencia, que transformó en hospital para indigentes. Su madre cumplió su voluntad, recluyéndose ella misma en el hospital, para pasar sus años de viudez al servicio de los pobres. De profesor de filosofía a fraile agustino De regreso a Alcalá, llegó a enseñar filosofía en la Universidad a los 26 años. Pero otras eran sus preocupaciones. Hacía mucho que venía él pensando en consagrarse enteramente a Dios, mediante la vida religiosa. Por ello, dejó las glorias del mundo por el hábito agustino, haciendo su profesión solemne en 1517. Es sintomático que ese mismo año, Lutero, siendo aún fraile agustino, inició su rebelión contra la Iglesia Católica, clavando en la puerta de la capilla del Príncipe Elector de Sajonia, en la ciudad de Wittenberg, sus 95 proposiciones. Dentro de la misma Orden, otro fraile agustino, con su profesión religiosa, iniciaría una obra restauradora de la fe y de las buenas costumbres —una auténtica reforma— en España. Tarea completada posteriormente por Fray Tomás, como santo arzobispo de la ciudad de Valencia. Ordenado sacerdote algún tiempo después, celebró su primera Misa el día de Navidad, entrando en éxtasis al cantar el Gloria. Él conservaría para siempre una tierna devoción a la Divina Infancia y al Santo Sacrificio del altar. Solía decir que es una mala señal para un sacerdote, cuando es visto celebrar la Misa todos los días, no volverse mejor ni más mortificado. No perdía un minuto durante el día. Podía ser encontrado en cinco lugares diferentes, que consagró a las cinco llagas del Señor: en el altar, en el coro, en su celda, en la biblioteca o en la enfermería, cuidando a los enfermos. El santo no podía ver a un religioso ocioso e inútil, comparándolo a un soldado sin armas y expuesto al ataque de sus enemigos. Decía que la ciencia y la gran erudición, sin la piedad, es como una espada en manos de un niño, arma que puede herirlo, pues no saca provecho de aquellos dones de ciencia para nadie. Criticaba también a los religiosos que, bajo pretexto de la devoción, no se aplicaban suficientemente en los estudios. Otro San Pablo o San Elías Designado a la predicación, la hacía con tanto empeño que lo consideraban otro San Pablo, por la profundidad de su doctrina, u otro Elías de la nueva Ley, por causa del celo que demostraba en sus sermones. Reformó de tal manera Salamanca que, según voz corriente, la ciudad se había vuelto un monasterio. Muchos jóvenes renunciaron al mundo para seguir a Dios. El propio Emperador Carlos V quiso oírlo, y después lo escogió como predicador suyo. Y cuando Tomás predicaba fuera del palacio, el Rey iba disfrazado a oírlo. El santo no aprobaba a los predicadores que para dar muestras de su erudición, hacían largos y prolijos sermones. “Es en la oración —decía él— que el hombre recibe las luces que iluminan su espíritu y los ardores que robustecen su voluntad”. Y es a esos sentimientos que se debe procurar llevar al auditorio. Por una visión interior, conocía las necesidades espirituales de sus oyentes, y lo más admirable era que, por más diferentes que fuesen sus interlocutores, todos salían con mayor piedad después de oír su sermón. Pereza y ociosidad: enemigas de la virtud Tomás fue electo prior de Burgos y Valladolid, y dos veces provincial de Andalucía y una de Castilla. En el gobierno de sus súbditos, su mansedumbre de corazón y el atractivo de su persona constituían poderosas armas para ejercer su autoridad. En sus conventos, deseaba primero que los oficios divinos fuesen celebrados con toda reverencia y atención posibles; en segundo lugar, que los religiosos considerasen la meditación y la lectura espiritual como cosas inviolables; tercero, que la paz y la unión en la caridad fraterna fuesen guardadas sin ninguna alteración; y finalmente, que nadie fuese dominado por la pereza y el ocio, vicios que son los mayores enemigos de la virtud, la ruina del alma, el sumidero de la castidad y la fuente de todos los desórdenes.
Arzobispo de Valencia, por inspiración divina Carlos V ya había intentado inútilmente hacer que Fray Tomás aceptase la Sede de Granada. Al quedar vacante la de Valencia, el Emperador escogió para el cargo a un monje jerónimo. No obstante, cuando el secretario le presentó al monarca el documento para su firma, éste estaba a nombre de Fray Tomás de Villanueva. El Emperador le preguntó por qué había alterado sus órdenes. “¡Cómo, majestad! Yo oí claramente que vos dijisteis Fray Tomás de Villanueva. Sin embargo, es algo fácil de corregir, pues basta rehacer el documento”. — “No, respondió el Emperador, lo que está escrito permanecerá; vos hicisteis mejor de lo que yo dije; o yo dije mejor lo que no pensaba. Es la mano de Dios”. Compelido por la santa obediencia y amenazado de excomunión, en caso de no aceptar el cargo, Fray Tomás tuvo que curvar la cabeza y conformarse con los designios de la Providencia. Tenía entonces 56 años. Se puso en camino, a pie, acompañado apenas de un fraile y dos criados. Aunque estaba habiendo una gran sequía en Valencia, la llegada del nuevo arzobispo ocurrió bajo la lluvia, lo que muchos interpretaron como señal de las bendiciones que su administración debería traer a la arquidiócesis. Conservó como arzobispo su hábito religioso, que él mismo remendaba. El cabildo de la arquidiócesis le hizo obsequio de cuatro mil ducados, para que comprase trajes más acordes con su dignidad. Inmediatamente los envió al hospital, agradeciendo mucho al cabildo y diciendo que el bien que era hecho a los enfermos él lo tomaba como para sí. Comenzó su administración con la visita pastoral a su circunscripción eclesiástica, predicando en todas partes, resolviendo litigios, reformando conventos, extirpando vicios. Promovió un sínodo para acabar con muchos abusos y reformar al clero. Los canónigos del cabildo recalcitraron y apelaron al Papa, alegando que dependían directamente de éste. “Ellos no quieren obedecer a mi sínodo y apelan al Papa; y yo, yo apelo de su resistencia a Nuestro Señor Jesucristo. Que ellos escapen, si quieren, a mi justicia, pero no escaparán a la de Él”. Eso fue suficiente para doblegar al cabildo, que se sometió. Santo Tomás también tuvo que enfrentar al gobernador que, entrometiéndose en la esfera eclesiástica, quiso juzgar y condenar a dos clérigos antes que ellos compareciesen ante el tribunal eclesiástico. Como el gobernador no quiso volver atrás, lanzó contra él las censuras eclesiásticas. El caso fue a parar al Virrey, que tuvo también que ceder ante de la tenacidad del santo prelado. Extraordinaria caridad y milagros La caridad del santo arzobispo era insuperable. Atendía diariamente en el palacio a más de 500 pobres, no importaba la hora del día o de la noche en que acudiesen pidiendo su auxilio. Frecuentemente acompañaba sus actos de caridad con milagros. A un paralítico que pedía limosna, le preguntó si prefería trabajar y ganarse el sustento con sus propias manos. A la respuesta afirmativa, él le dijo: “En nombre de Jesús Crucificado, deja tus muletas y anda”. Al mismo instante, el pobre comenzó a andar y a agradecer. Santo Tomás de Villanueva tenía arrobos y éxtasis en público, delante de sus diocesanos, lo que contribuía para aumentar la veneración que por él sentían. Sus milagros se hicieron conocidos de todo el mundo. Sin embargo, como decía él, nunca había temido tanto por su salvación como desde el momento en que se convirtió en arzobispo. Esto, debido a las responsabilidades que le cabían, por el bien de las almas de todos sus diocesanos. Por esa razón, aspiraba ardientemente a renunciar al cargo y regresar a su celda de religioso. Al fin, cuando suplicaba con lágrimas a Nuestro Señor que lo librase de ese pesado fardo, el Crucificado le respondió: “Ten ánimo, que el día del nacimiento de mi Madre vendrás a descansar”. Y así, el 8 de setiembre de 1555, hace exactamente 450 años, fue a recibir el premio demasiadamente grande de su fidelidad.2 Notas.- 1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, d’après le Pere Giry, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, París, 1882, t. XI, p. 203.
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