Gran taumaturgo de Barcelona
Los elementos le obedecían y, a su voz, las enfermedades más renuentes desaparecían. Poseía también el don de profecía y leía los corazones. Plinio María Solimeo Fue en un pobre hogar de Barcelona, España, donde José Oriol nació en noviembre de 1650. A los dieciocho meses perdió a su padre, y su madre se volvió a casar con un honrado y piadoso zapatero quien adoptó al pequeño huérfano como si fuera suyo. Los capellanes de Santa María del Mar cuidaron de la educación del niño que, además de acolitar en las Misas estaba encargado también del mantenimiento de los altares. El pequeño José se incumbía de esos cargos con tanta piedad y espíritu sobrenatural, que sus bienhechores reconocieron en él la vocación sacerdotal. Se propusieron entonces matricularlo en la Universidad de Barcelona para que emprendiera los estudios previos a la ordenación sacerdotal. Mientras tanto, su madre enviudaba por segunda vez y cayó en tal miseria que no podía arcar con ninguno de los gastos del hijo. Fue su ama y madrina quien, aunque también era muy pobre, le ofreció un pequeño cuarto para vivir, sacrificándose para ayudar a proseguir sus estudios a aquel adolescente, a quien amaba como a un hijo. Alumno ejemplar, José hizo tan rápidos progresos en los estudios como ya los hiciera en la virtud. Un milagro prueba su inocencia Un acontecimiento vino a mostrar cómo la Providencia protegía al joven universitario. Habiendo su padrino por motivos fútiles sospechado de su buena conducta, José, que de ello tomó conocimiento por una ayuda sobrenatural, quiso probar su inocencia. Después de negar el desliz del cual era acusado, tomando a Dios como testigo, puso la mano sobre el fuego y la dejó hasta que el padrino, arrepentido de su juicio temerario, le pidió perdón. La mano resultó ilesa. Austeridad del “Doctor pan y agua” Para socorrer la pobreza de su madre, José trabajó como preceptor en una noble y rica familia. Su vida ejemplar y penitente le granjeó en poco tiempo la estima de todos. Su austeridad era tal que ayunaba todos los días a pan y agua. Evidentemente, ello trascendió luego por las calles de Barcelona, y el pueblo le dio el epíteto de Doctor pan y agua. Dominó de tal manera el sueño, que dormía apenas dos horas por noche, y asimismo sentado en una silla. Sus disciplinas eran tan rudas que en casi toda la casa se oían los golpes que se aplicaba.
En 1686, perdió a su virtuosa madre. Viéndose libre de la obligación de alimentarla, partió en peregrinación a Roma, andando a pie y pidiendo la comida de limosna. En la Ciudad Eterna visitó con devoción las reliquias por varios meses y obtuvo del Papa, el bienaventurado Inocencio IX, un beneficio eclesiástico en la iglesia de Nuestra Señora del Pino, en Barcelona. Éste le permitiría vivir sin preocupación por el futuro, al mismo tiempo que le proporcionaba los medios para satisfacer su gran caridad con relación a los pobres. Los beneficiados de aquella iglesia vivían en comunidad. Al padre José le cupo el cargo de enfermero. Hizo su morada en un estrecho desván, en el cual colocó apenas un Crucifijo, una mesa, una silla, algunos libros, y un baúl para su ropa. Todo lo que él recibía en la iglesia iba directamente para los pobres, que pronto descubrieron el día y lo esperaban en fila afuera del templo. Para satisfacer su gran caridad, la Providencia muchas veces multiplicaba el dinero en sus manos. Socorrido por la Providencia en la persecución Con un don especial para dirigir almas, un número creciente de personas de todas las condiciones sociales se puso bajo su dirección. Y muchos querían emular al maestro en el rigor de sus penitencias. Como siempre sucede con aquellos que desean llevar una vida de perfección, se encendieron contra él las envidias y persecuciones de los malos. A ejemplo de Nuestro Señor, fue odiado porque hacía el bien. Por ello, se desencadenó una sorda campaña contra el santo confesor y los rumores llegaron al conocimiento del obispo de la ciudad. Afirmaban que el padre José era inmoderado en sus penitencias e imprudente en las sugerencias de mortificación. El prelado, sin mucho análisis y de modo temerario, le suspendió de inmediato la facultad de oír confesiones y dirigir almas. “No será por mucho tiempo” – afirmó proféticamente el padre José al saber de la medida tomada por el obispo. Y, en efecto, sea por castigo divino o por otra causa, la muerte se llevó en breve al prelado. Y su substituto –tal vez por haberse informado mejor, tal vez por miedo de lo que le sucediera a su antecesor, o también por virtud– practicó un acto de justicia al devolverle a José las autorizaciones retiradas. Viendo a muchos niños expuestos a los mayores peligros en las calles de la ciudad, José pasó a ir en su búsqueda, llevándolos a la iglesia y enseñándoles el catecismo. Los soldados también fueron objetos de su caridad, y los atraía por la dulzura y el afecto. Celo misionero y deseo del martirio Con todo, el celo del padre José era demasiado grande para los límites de Nuestra Señora del Pino. Pronto comenzó a pensar en las misiones y en la conversión de los infieles. Deseaba derramar su sangre por la Fe en tierras ignotas. Así, cierto día, sin decirle nada a nadie, partió en dirección a Roma para ponerse a disposición de la Congregación de Propaganda Fidei encargada de las misiones. Pero, al llegar a Marsella (Francia), fue acometido por una violenta molestia que puso en riesgo su vida. Se le apareció entonces la Santísima Virgen, que le restituyó la salud y le dijo que Dios estaba contento con su sacrificio. Pero quería que volviese a Barcelona, que era su campo de misión, y se dedicase a cuidar de los enfermos. En aquella ocasión tenía 47 años. Enorme reputación de gran taumaturgo En el viaje de regreso, en determinado momento el mar se tornó tan furioso, que todos en el navío juzgaron llegada su última hora. El padre José fue a la cubierta y extendió sus manos sobre las aguas revueltas, las cuales amainaron, permitiendo así un rápido y feliz viaje. La reaparición del santo sacerdote secular en la iglesia de Nuestra Señora del Pino provocó manifestaciones de alegría de parte de todos, especialmente de los pobres, sus protegidos. Comienza entonces el periodo de los grandes milagros de este santo, tan numerosos que, según uno de sus biógrafos, para narrarlos sería necesario un libro. La fama de los milagros que operó en los enfermos enseguida traspuso los límites de Barcelona y de Cataluña, difundiéndose por toda España. De numerosas regiones le traían enfermos para que les impusiese las manos y los curase. El Santo siempre recomendaba a los enfermos que rezasen diariamente tres Padrenuestros, tres Avemarías y tres Glorias. Como leía los corazones, si percibía que el enfermo estaba en estado de pecado, lo convidaba secretamente a reconciliarse con Dios y a regresar otro día. Su amor a las almas y su horror al pecado eran mayores que su deseo de aliviar las dificultades materiales. Su notoriedad tomó tal dimensión, que su confesor le prohibió de curar en la iglesia, debido al gran tumulto que hacían los enfermos antes y después de ser curados. Pero Dios tenía sus caminos y poco tiempo después el mismo confesor se cayó y rompió una pierna. Fue a buscar a su penitente en la iglesia, pidiéndole su curación que, al ser obtenida, provocó también la suspensión de la orden. “Bendita la madre que un día te amamantó” Un hecho encantador sucedió con el Santo, cierto día en que salió de la ciudad para visitar a los enfermos. Al atravesar el río Besos, se puso a caminar milagrosamente sobre la superficie del agua, cuando escuchó las campanas del Angelus. No tuvo dudas: se arrodilló sobre la sábana líquida y rezó devotamente la oración. El Santo empleaba mil medios para esconder sus milagros y atribuirlos sea a la fe de los enfermos, sea a la misericordia de Dios. Pero un día cierta mujer, en el auge de la admiración, exclamó: “Bendita la madre que un día te amamantó”. Pero como los envidiosos de la gracia fraterna están por todas partes, una persona que oyó tal exclamación se escandalizó y reprendió a la mujer. Mal había terminado su perorata, cuando sintió paralizados sus brazos. Y tuvo que ir a implorar humildemente al Santo que le restituyese su movimiento.
Previsión de persecuciones a la Iglesia Al don de milagros, San José Oriol unía el de la profecía. Así, anunció con precisión las terribles persecuciones que la Iglesia sufriría al final del siglo XVIII. Predijo también la fecha de su muerte. Sabiendo que sus días estaban contados, y queriendo morir pobre como había vivido, fue a casa de un amigo al que le pidió le preparase un lecho, lujo del que se privaba hacía 25 años. Poco después se sintió repentinamente enfermo. Era el 8 de marzo de 1702. La noticia corrió rápidamente por toda Barcelona, provocando gran consternación. Muchos se acercaban para informarse de su estado, unos le ofrecían remedios para su tratamiento, otros lo buscaban sólo para verlo. El Santo se esforzaba por consolar a los que veía llorar, prometiéndoles que no les faltaría después de la muerte. El 22 de marzo recibió con júbilo y devoción los últimos Sacramentos, preparándose para el viaje postrero. Al día siguiente pidió a los niños de la capellanía de la iglesia de Nuestra Señora del Pino que le cantasen el Stabat Mater. San José Oriol siguió el cántico con gran devoción, interrumpiéndolo con exclamaciones de amor a Dios y a la Santísima Virgen. En determinado momento miró fijamente al Crucifijo y entregó su alma a Dios. Era el día 23 de marzo de 1702. Contaba apenas con 52 años de edad. San José Oriol fue beatificado por el Papa Pío VII, el 15 de mayo de 1806, y canonizado por San Pío X el 20 de mayo de 1909, fiesta de la Ascensión. Obras consultadas.-
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